Christophe Fauviau
Leí no hace mucho un texto sobre la victoria. Decía que lo mejor de la victoria no es lograrla, sino exhibirla. Tras un triunfo uno se ve obligado a hacerlo público, a darle valor, como el primate que se golpea furibundo el pecho en señal de victoria. La monstruosidad del triunfo militar está en el desfile de la victoria. El éxito del jefe reside en la invitación a una buena cena a aquellos que tiene como subordinados. La conquista entre familiares y amigos es la exhibición pública de fotografías y videos que demuestren unas vacaciones de alto copete. Lo peor que hizo Christophe Fauviau no fue drogar a adolescentes con somníferos y ansiolíticos para lograr la victoria en unos partidos de tenis, sino invitar a sus allegados a que admirasen su impresionante colección de trofeos, sabedor de que todos ellos fueron fruto de una farsa.
Incluso lo peor de Christophe Fauviau no es lo que hizo a esos adolescentes envenenados; es lo que les hizo a sus propios hijos. Destrozarle sus vidas. Quebrar sus sueños. Y es que Christophe no era tenista. Eran sus dos hijos. Christophe Fauviau era un militar retirado que residía cerca de Mont-de-Marsan, capital de Las Landas, una región del sur de Francia a apenas hora y media de la frontera con España. En Mont-de-Marsan es donde Luis Ocaña jugueteaba con sus viñas hasta que su cabeza dijo basta y un disparo intencionado acabó con su vida. El caso es que Christophe quería convertir a sus retoños en gigantes del tenis y lo hizo con la misma determinación con la que pilotaba helicópteros de combate. Tenía el varón (Maxime) y la fémina (Valentine), contrató entrenadores personales y llevó a sus hijos a las mejores academias de la contorna.
Pero no funcionaba. Sus hijos eran buenos, pero no lo suficiente como para destacar en una piscina llena de tiburones como es el tenis profesional. Mucho más en el competitivo mercado francés. La más destacada era Valentine, pero apenas estaba entre las 20 mejores tenistas alevines del país, hecho reseñable, pero insuficiente para llegar a la grandeza. Christophe no se perdía ninguno de los partidos de sus hijos y desde las gradas daba raquetazos imaginarios víctima de su impotencia. Ésta aumentará exponencialmente cuando ambos retoños empiecen a competir en torneos fuera de Francia y se den cuenta de que su nivel no es suficiente para competir con las mejores raquetas de Europa.
Es entonces cuando Fauviau decide tomar cartas en el asunto. Serán 27 las víctimas antes de que la tragedia haga explotar todo por los aires. Christophe decide echar somníferos y ansiolíticos en botellas de agua que sigilosamente coloca en el banco donde se van a sentar los rivales de sus hijos. Hablamos de tenis amateur, sin medidas de seguridad y donde, quien más y quien menos, se conoce. Nadie sospecha de Christophe y a nadie se le ocurre llevar sus propias botellas de agua.
La dedicación del papá se había convertido en algo siniestro. Su medicamento de cabecera es Lorazepam, indicado para alcohólicos en abstinencia, como es su caso, por lo que le es sencillo conseguir pastillas y pastillas. La farsa surtió efecto durante un par de años y el efecto fue inmediato para Maxime y Valentine. La chica llegó a colocarse como la mejor raqueta del país sub-15 y aspirar a la cima mundial para orgullo de Christophe, que veía un futuro esplendoroso para la pequeña de la saga. El chico, tres años mayor, no llega tan alto, pero se consolida como un buen tenista dentro del mercado francés.
Todo se torció una mañana de julio de 2003. El padre de un chico, abogado de profesión, había presentado una denuncia en los juzgados acusando a Christophe Fauviau de intento de envenenamiento al manipular la botella de su hijo en un torneo de tenis. El chaval en cuestión, alertado por su padre, no había bebido aquella agua misteriosa y, de hecho, venció a Maxime Fauviau, por lo que el caso parecía no tener mayor recorrido. Pero quiso el destino que un par de días más tarde un tal Alexandre Lagardere muriese en un accidente de tráfico al quedarse dormido al volante. Se podía pensar que había sido la inexperiencia de un novato, pero la autopsia reveló que Lagardere tenía un alto contenido de Lorazepam en sangre.
Y Lagardere acababa de jugar un partido de tenis contra Maxime Fauviau.
Dado que Valentine había subido en el ranking cada vez le era más difícil a su padre seguir con su treta. A más ranking, más público, más medios y más seguridad. Christophe decidió centrarse más en ayudar a Maxime, pero se topó con la otra cara del problema. Maxime ya no era un niño. Ya era mayor de edad. Su independencia frenaba el ímpetu de su padre de merodear la pista y también dificultaba mucho que Christophe se pudiese acercar a los rivales de su hijo. No es lo mismo echar droga en la botella de agua de un niño de 13 años que en la de un hombre de 19. No son los mismos arrestos.
El caso es que aquel abogado había conservado la botella sospechosa y la mandó a analizar. Como no podía ser de otro modo allí había una alta concentración de Lorazepam. Cuando se descubrió lo que había en la sangre de Lagardere todo encajó. La absorción del Lorazepam es rápida, de ahí que fuese usada por Fauviau, pero sus efectos pueden durar hasta 12 horas, con lo que el riesgo fuera de las pistas se mantenía. Era lo que le había pasado a Lagardere quien, tras el partido, no se encontraba bien y decidió echarse en el sofá de un amigo que vivía cerca de las pistas antes de coger el coche. Una hora después se puso al volante sin saber que el Lorazepam seguía haciéndole efecto hasta que se empotró con un muro y falleció en el acto.
La tragedia permitió a la policía francesa llegar a cabo una investigación que pronto reveló la verdad. Christophe Fauviau fue declarado culpable de al menos 27 envenenamientos (6 contra los oponentes de su hijo y 21 contra los de su hija) y fue condenado a veinte años de prisión. La noche que fue llevado a prisión terminaba de regresar de Egipto donde su hija Valentine acababa de caer en las semifinales del torneo de El Cairo.
El escándalo en Francia fue de aúpa. Nadie lo entendía y, entre aquellos que le buscaban un razonamiento (si es que lo hubiese), decían comprenderlo en caso de Valentine, pero no en caso de Maxime. En aquel torneo en el que Lagardere se dejó la vida el premio para el vencedor era de 200 euros. ¿Eso es lo que vale una vida? Titulaba un periódico en aquellos días.
Maxime Fauviau no volvió a jugar al tenis. A Valentine le animaron a seguir jugando con el apoyo de un psicólogo. Lo intentó, pero pronto decidió renunciar ante el escarnio del público. Ellos son dos víctimas. Dos mártires para mayor gloria del César. Su padre. Hoy, en Francia, no existen los ránquines nacionales de tenis hasta los 13 años. Hasta entonces se dan insignias de colores a los niños en función de su pericia a semejanza de los cinturones que tienen los judokas. Pero no existe ni el número 1, ni el 50 ni el 500. Todo para que los niños vuelvan a ser niños y los padres vuelvan a ser padres y no parásitos con dos patas.
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