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La dignidad colectiva y el deportista dominante (¿Por qué gusta Rafa Nadal?)

Martin Lutero forma parte de una larga tradición cristiana que veía la libertad como un don de Dios que otorgaba a los seres humanos una dignidad y una identidad que los hacía diferentes del resto de las especies. Esa tradición fue continuada por Kant, quien la dotó de secularidad, y fue rematada por Nietzsche a finales del siglo XIX. El filósofo alemán dilucidó que el Dios cristiano existió como horizonte moral de la sociedad europea, pero, a diferencia de Lutero o de Kant, Nietzsche consideraba que los seres humanos no solo eran libres para aceptar la ley moral sino también para crearla. Para Nietzsche, Dios desaparece con la ruptura de la creencia y eso implica que hay un vacío moral que debe llenarse con valores alternativos.

Las ideas de Nietzsche no pueden ser comprendidas sin el surgimiento de la Revolución Francesa. Con sus idas y venidas, con sus revoluciones y sus contrarrevoluciones, a partir de 1789 el mundo occidental establece por primera vez dos tipos de dignidad con independencia de Dios.

La primera es la dignidad individual (primero de los hombres y mucho más tarde de las mujeres) que contempla que todos somos iguales y nacimos libres. Las instituciones deben preservar esa libertad natural entroncándola con la necesidad de una vida social común.

La segunda es la dignidad colectiva. El problema de la vida social es que si no estamos de acuerdo con una cultura común mínima no podemos cooperar entre nosotros y no consideraremos legítimas las instituciones que regulan y en cierto modo coartan nuestra libertad. De hecho, ni siquiera podríamos tener dignidad colectiva si no tuviésemos un idioma común que nos permitiese comunicarnos.

Para cubrir este segundo tipo de dignidad surgieron los nacionalismos. Y no lo hicieron sólo por eso. Según Nietzsche todos somos superhombres que buscamos redefinir nuestros valores. La realidad es que superhombres hay pocos. Los seres humanos suelen ser criaturas emocionales que necesitan ajustarse a una sociedad. La mayoría de la gente no se alegra por tener libertad. La mayoría de la gente se alegra por tener un horizonte moral estable y compartido.

¿A dónde pretendo llegar con esto si estoy hablando de deporte?

Si bien tanto la dignidad individual como la colectiva necesitan resortes externos, es ésta última la que no depende de uno mismo. El deporte, o más bien el deporte de élite, es una de las herramientas más valiosas que tiene el ser humano para alcanzar una dignidad colectiva plena. Los clubes, especialmente los de fútbol, reconocen la dignidad colectiva. Representan los ideales difuminados de la tribu, sea local, regional o nacional.

Pero no sólo un club puede representar la dignidad y la identidad colectiva. En ocasiones podemos recurrir a deportistas de disciplinas individuales. A deportistas dominantes. Generales modernos. Seres humanos reconocidos por su capacidad de liderazgo y persuasión, pero que a la vez destacan por su sociabilidad.

No siempre hay que recurrir a disciplinas individuales para descubrir a esa persona dominante. Pocos deportistas han influido tanto en la psique de una sociedad como Michael Jordan en la estadounidense. De hecho, cientos de personas podrían describir a Jordan con numerosos adjetivos calificativos a pesar no haber visto jamás un partido del alero neoyorkino. Jordan, como buen ser humano dominante, buscaba aliados y trataba de convencer a los demás inquiriendo argumentos. Cuando los argumentos fallaban, como buen líder, usaba el ejemplo para convencer y persuadir.

Jordan traspasó la frontera estadounidense y se convirtió en un icono global. En un triunfador. En un ejemplo. Dotó de dignidad colectiva a millones de seres humanos de todo Occidente que vieron en él la representación del sueño americano, del sueño capitalista. Del ‘es alguien como yo’ y del ‘ese podría haber sido yo’. Jordan es un caso único por su capacidad de traspasar fronteras.

Se dice que Jordan era arrogante. Pero no lo era. Los individuos dominantes, al contrario de lo que se suele creer, no son arrogantes. Suelen seguir y admirar a personas que toman buenas decisiones. Escuchan y aprenden. Y cuando aprenden superan lo que han hecho sus antecesores.

Conviene distinguir. Existe el individuo dominante arrogante que considera el liderazgo como algo propio y que minusvalora el trabajo de los demás. Pero el verdadero líder es el individuo dominante social que aprende, respeta y consigue el liderazgo por aclamación popular.

Ese es Rafael Nadal.

Rafael Nadal representa todos los valores que lo hacen ser querido y admirado por todos aquellos que jamás le han visto jugar. Como le hubiese ocurrido a Nietzsche, habrá a quien Nadal no le aporte valor moral alguno, pero para la masa, para aquellos que necesitan ver reforzada su dignidad y su identidad, Nadal lo es todo.

Nadal representa los valores morales y sociales universales. Se le llama gladiador, extraterrestre o superhéroe porque le asignamos capacidades sobrenaturales. Su poder no viene de sus triunfos extraordinarios. Su poder surge de sus caídas y de sus resurrecciones. Porque caer lo hace humano. Y levantarse lo hace sobrehumano. Mohammed Alí, Tiger Woods, Niki Lauda o Rafa Nadal estaban acabados y volvieron. Se levantaron y siguieron. Se convirtieron en ejemplo.

Son seres humanos modélicos en su comportamiento, pero con el toque irreverente que hace que, aun perteneciendo a la masa, se acerquen a los confines de la misma.

¿Por qué gusta Nadal? Porque gana. Sí, pero no. Gusta porque sufre. Porque juega con inteligencia, con cabeza. Porque se ha adaptado y ha superado las adversidades. Porque lo hemos visto como joven insolente, como dominante en aprendizaje, y ahora lo vemos como ser superior, como líder dominante. Gusta Nadal por el cómo y no por el qué. Gusta porque nos creemos su humildad. Porque creemos que sin raqueta y sin los bolsillos llenos sería uno de los nuestros. Uno de esos con los que llenaríamos nuestros valores. Gusta porque Nadal tiene rivales, pero nunca enemigos. Gusta porque es magnánimo y sincero. Gusta porque no se aferra a lo que tiene, porque es desapegado al triunfo. Gusta porque lo hemos visto perder y lo hemos visto lesionarse. Gusta porque no busca excusas. Gusta porque habla claro y directo y cuenta sus problemas con sinceridad y con dolor, como le ocurriría a cualquiera de nosotros.

Rafa Nadal es un ser humano dominante. Reconocemos en él una forma de satisfacer nuestra dignidad y nuestra identidad colectiva. Reconocemos en él una forma de nacionalismo.

Reconocemos en él una forma de cubrir nuestros valores, a pesar de que en opinión de Nietzsche éste tipo de valores sean frívolos y mundanos.

“El dominio de Rafa Nadal en Roland Garros atenta contra la base del deporte, el sentimiento fundamental por el que millones de personas de todo el mundo gastan (buena) parte de su tiempo en ver a personas hacer ejercicio; la emoción. Sin emoción, la duda sobre quien será el ganador no tiene sentido (…) Si yo fuera parisino o neoyorkino o tokiota, odiaría a Rafa Nadal. Y usted también, no mienta. Por fortuna, no lo somos”. Página de opinión del diario ‘El Mundo’ el día 10/06/2019, el día después de que Rafael Nadal ganase su 12º título de Roland Garros.


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