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Gran Premio de Montreal. Guía de viaje

La temporada ciclista finaliza al iniciarse el otoño. El campeonato del mundo y el Giro de Lombardía son el fin de fiesta. Cuando hace millones de años América se unió por el istmo de Panamá las corrientes marítimas del Caribe cambiaron de dirección. La corriente del Golfo quedó bloqueada en una suerte de lago y sus aguas cálidas viajaron por el Atlántico camino de Europa. Es por ello que el Viejo Continente cuenta con un clima ideal para la vida y, en lo que nos ocupa, también para la bicicleta. El calendario ciclista se inicia en febrero en el sur europeo para finalizar a finales de octubre en el mismo lugar. Por el camino la Europa continental es un continuo discurrir de pruebas de un día o carreras de una semana.

Eso fue así hasta que el ciclismo quiso abrirse al mundo como tantos y tantos deportes. En ese proceso de globalización las bicicletas pasaron a ser parte del decorado deportivo anual del globo terráqueo. En enero hay pruebas en Australia, en febrero en Ruanda, Malasia, Emiratos Árabes o Turquía, en marzo en Bahréin, Taiwan o Guatemala y en octubre en Brasil, Japón o China. Se mantiene el calendario europeo, pero se estira al máximo la competición buscando el mejor clima en función de la época del año.

Así, el espectador europeo, que es más del 80% del total televisivo a nivel mundial, cuenta de un tiempo a esta parte con la posibilidad de hacer turismo más allá de los recorridos tradicionales. Es el ciclismo una suerte de guía de viajes que permite explorar un país y dar a conocer sus monumentos y sus paisajes en un colorido documental en movimiento en el que la épica y el sufrimiento están presentes. Donde antes Bélgica, Francia, España e Italia reinaban, ahora el voluntarioso aficionado de sofá en posaderas y mando a distancia en mano derecha puede conocer Turquía, China, Ruanda o quizás Canadá.

Montreal

El Gran Premio de Montreal dispone de un recorrido total de unos 220 kilómetros, donde los ciclistas realizan un circuito circular de unos doce mil metros a razón de unas dieciocho vueltas. Es Canadá uno de los países más prohibitivos para la economía del turista. Lugar de naturaleza exuberante, valles de tundra, auroras boreales, bosques tupidos y lagos cristalinos, por lo que sorprende que la ruta no explote semejante orgía para la vista. La organización ha decidido en cambio realizar un paseo de poco más de doce kilómetros por las calles de Montreal, una de las tres o cuatro ciudades francófonas más grandes del planeta donde la tradición, los rascacielos y la vegetación conviven en total harmonía.

Montreal es la ciudad que Canadá ha decidido enseñar al mundo a través del ciclismo. No es la capital del país, honor que ostenta Ottawa, ni tampoco la más poblada, cargo que exhibe Toronto, pero sí que es la más esplendorosa y aquella que detenta las contradicciones propias de la nación. La carrera da el pistoletazo de salida en la Avenida du Parc, la calle principal de la ciudad y que discurre de la parte de norte al sur, dejando a ambos lados un par de promontorios. Antes calle residencial y hoy comercial, en su inicio discurre por el Vieux-Montreal, el barrio histórico en el que la colonia francesa se ubicó a orillas del río San Lorenzo en el siglo XVI.

El río debe su nombre al santo cristiano honrado el 10 de agosto. Ese día de 1534 el explorador francés Jacques Cartier se adentró en la bahía. Cartier cuenta con estatua que le honra en el puerto viejo, no muy lejos de la Basílica de NotreDame, una belleza gótica y más grande recinto católico de América del Norte. Ambas, estatua y templo, rinden homenaje al porqué de la ciudad. Un proyecto ambicioso, tan codicioso como evangelízate, en el que se embarcó Francia, y más adelante Inglaterra, para rivalizar con las fastuosas conquistas que portugueses y, esencialmente, españoles habían llevado a cabo en el centro y en el sur de América.

Plaza Jacques Cartier

Una vez los ciclistas salen de la Avenida du Parc giran a su mano izquierda para ascender la Cote Camilien Houde (1,8 km al 8%), el primer promontorio de la ciudad. Desde allí las vistas son fascinantes. La bahía de San Lorenzo es una autopista marítima de 3.700 kilómetros que discurre por Quebec, Montreal y Ottawa hasta llegar a Toronto, al Lago Ontario y al rio Niagara. El exuberante liquido marítimo escapa de las fauces de las cataratas para luego ir a parar al Lago Erie, al rio Detroit y luego a los lagos Hurón, Michigan y Superior. Hablamos del 21% del agua dulce del mundo y de una conglomeración de 70 millones de personas en dos países comandadas por la estadounidense Chicago.

Obviamente todo esto no se ve desde lo alto de Montreal, pero si se puede vislumbrar el sistema de esclusas, conductos y canales que permite a los buques viajar desde el océano Atlántico hasta el lago Superior. Se comenzó a proyectar en el siglo XIX y no estuvo finalizado hasta 1959 con un viaje en barco de la Reina Isabel II del Reino Unido y del presidente estadounidense Dwight Eisenhower incluido. Muchos de los obreros que hicieron realidad está autopista marítima descansan en el gigantesco cementerio de la ciudad, siguiente parada de la ruta ciclista.

Después el pelotón avanza en ligero descenso hasta que vuelve a encontrarse con una colina. La Cote des Neiges (780 metros al 6%), lugar en el que en su alto vemos un nuevo cementerio, en este caso judío, y una iglesia dedicada a San José, dueña de la segunda cúpula más grande del planeta. Fue en esos años, en los del éxodo judío, cuando Montreal pasó a ser un ente propio en Canadá. En la I Guerra Mundial los anglófonos apoyaron con entusiasmo la entrada en la guerra. Mientras que los francófonos se negaron a alistarse. La escasez de soldados hizo que se forzase el alistamiento agudizándose un sentimiento de independencia que no hizo más que crecer con el transcurrir de los años y que se volvió en punto de no retorno tras la II Guerra Mundial.

Tras descender la Cote des Neiges los ciclistas encaran la parte noroeste de la ciudad para discurrir por la ciudad universitaria. Tras la II Guerra Mundial la región del Quebec, capitaneada por Montreal, apostó por convertirse en centro aeroespacial y tecnológico. Montreal cuenta con la mayor concentración de estudiantes universitarios per cápita de toda América. Muchos de ellos pasan su tiempo de ocio en los alrededores de la calle D’indy, el siguiente lugar de peregrinaje de los ciclistas. Allí están los cafés donde pasar la tarde o las tiendas donde gastar el dinero. Eso sí, siempre en verano, cuando llega el invierno habitantes y turistas deben refugiarse en el sistema de galerías subterráneas más grande del mundo con más de 1.600 tiendas. En los meses de invierno rara vez se superan los -5º, por lo que siempre es buen momento para entrar en un local y pedir unas tortitas con jarabe de arce, un edulcorante natural procedente de un árbol autóctono que preside la bandera rojiblanca del país.

El siguiente paso para los esforzados de la ruta es la iglesia de Saint Catherine antes de recorrer la calle Claude Champagne. Desde ese punto de la ciudad se puede ver el edificio Sun Life, durante muchos años el más alto de la Commonwealth (hoy el edificio más alto de Montreal es el Ville-Marie con 188 metros de altura), aunque sorprende que el recorrido no le muestre al televidente los múltiples rascacielos de la ciudad. También se evita pasar junto al Centre Bell, templo de los Montreal Canadiens, el equipo más laureado en hockey sobre hielo, o viajar al norte para ver las instalaciones del Montreal olímpico de 1976. Tampoco se cruza el río ni se recorre la isla artificial de NotreDame donde tiene lugar el GP de Montreal de automovilismo. La idea es que el aficionado ciclista vea el Montreal histórico y el verde, la conjunción perfecta para los amantes de las dos ruedas sin motor.

El último paso del circuito es la corta subida (560 metros al 4%) al Mont Royal. El que quiera ganar debería haber atacado en Camilien Houde, aunque, en caso de que llegue un grupo con varios ciclistas, este es el punto final para evitar un sprint en la línea de meta. Desde que en 2010 la UCI puso en marcha la prueba nadie ha conseguido repetir victoria con excepción del belga Greg Van Avermaet (2016 y 2019). Es una prueba para clasicómanos todoterreno, aunque la victoria rara vez no se decide en un sprint en el que participa un puñado de escogidos.

Ese sprint se celebra en la Avenida du Parc, donde antes habíamos empezado nuestro viaje. Es entre la avenida que lleva al Viejo Puerto y el Mont Royal donde están las entrañas de la ciudad. Cartier, aquel Colón francés del que hablamos, clavó una cruz en ese alto cierto día de 1530. Allí sigue la cruz, con una inscripción en honor a Francisco I de Francia. Un siglo más tarde misioneros cristianos evangelizaron a los iroqueses que poblaban esas tierras para fundar Montreal (Mont Royal) para mayor gloria de la corona francesa. Luego, como un daño colateral de la Guerra de Independencia de Estados Unidos que no es cuestión de tratar aquí, Canadá pasó a ser británica. Fueron los británicos lo que dotaron de esplendor a Montreal con puentes, vías férreas o bancos y con la llegada de ingente mano de obra.

Mont Royal

Pero la mano de obra no fue inglesa. Fue escocesa en su inmensa mayoría. También irlandesa e incluso italiana. Cuando en 1867 Canadá obtenga la independencia, Montreal (y todo el Quebec) es un rara avis donde el francés se mantiene como lengua vehicular y las costumbres y modo de vida gala son adoptadas por los escoceses simplemente para contradecir a los ingleses. El paso al régimen británico es conmemorado por la Columna Nelson, uno de los monumentos más controvertidos de la ciudad, situado además en la plaza Jacques-Cartier. Sin embargo, destacan mucho más las casas museo de los franceses Antoine de Lamothe-Cadillac (fundador de Detroit y que da nombre a los famosos coches) y de René Robert de La Salle (explorador del Misisipi y la persona que unió Canadá con el golfo de México para mayor gloria de Luis XIV).

Preparados…

Hoy Montreal presume de su arquitectura católica con la misma fiereza con la que defiende su reconocido festival homosexual. Hoy Montreal presume de sus cafés decimonónicos con la misma fiereza con la que defiende sus laboratorios punteros de la Agencia Mundial Antidopaje. Hoy además de franceses y escoceses hay griegos, chinos e hijos de África por doquier que se instalan con esperanza en una de las ciudades más ricas del planeta. El Gran Premio de Montreal no es más que un intento de la UCI para ganar un mercado que rebosa opulencia. La idea es seguir creciendo en un panorama ciclista sin pedigrí y, de paso, dar a conocer a Canadá a buena parte de Europa.

Otras guías ciclistas de viaje

Giro de Lombardía (una vuelta por la carrera de las hojas muertas)

Paris-Roubaix (barro y adoquinas en la reina de las clásicas)

Milán-Turín (un paseo por la industria y la clase italiana)

Tour de Flandes (la carrera de las carreras en el país de las bicicletas)

Amstel Gold Race (la clásica de la cerveza)

Lieja-Bastoña-Lieja (un exhausto paseo por el corazón de la I Guerra Mundial)

MIlan-San Remo (del invierno al verano en poco más de 250 kilómetros)

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