Milán-Turín. Guía de viaje
En 1876 aún no se había inventado el fonógrafo. Tampoco el coche ni el avión. No existía el cine ni tampoco las Coca-Cola. No había aspirinas ni tampoco termómetros. No teníamos lavadoras ni aspiradoras, tampoco ositos de peluche o cremalleras. Nadie sabía lo que era el acero inoxidable. 1876 queda muy atrás en el tiempo.
Pero en 1876 ya existía la Milano-Torino, la carrera ciclista más antigua del mundo aun en disputa. Siempre en marzo, una semana antes de la más famosa Milano-San Remo, salvo entre 1987 y 2005 donde fue trasladada a octubre. Es la Milán-Turín una lección de historia, un remonte a través del valle del río Po, un paseo por uno de los lugares más prolíficos de la industria y la agricultura europea.
Desde que en 1876 el ciclista, naturalista y explorador italiano Paolo Magretti completó los 150 kilómetros que separan a la capital de Lombardía con la del Piamonte son más del centenar las ediciones celebradas. Hasta la I Guerra Mundial fue imposible coser dos ediciones consecutivas. Aún habría un intervalo de paralización a finales de los años 20, pero desde 1930 la Milán-Turín fue fiel al calendario salvo contadas excepciones. En el 2000 el motivo fueron unas lluvias dantescas que anegaron el valle del Po. Lo curioso es que la Milán-Turín sobrevivió con dignidad a la hecatombe de la II Guerra Mundial, pero no así a la crisis financiera de 2008. Rehusados los patrocinadores alarmados por los escándalos de dopaje en el ciclismo y acumulando pérdidas millonarias, entre 2008 y 2011 hubo que mandar al cubo de la basura a la Milán-Turín.
Al igual que la Milán-San Remo, la Milán-Turín es el último paseo del invierno. Si la primera viaja al sur en busca del sol, la segunda cabalga hacia el oeste indagando los orígenes de Italia. La primera es conservadora y la segunda explora caminos más progresistas, pero ambas son el vivo ejemplo de un deporte que, en esa eterna pugna entre progresismo y conservadurismo, siempre ha escogido la cautela a pesar de la fuerza de los vatios y de las analíticas.
La Milán-Turín es ciertamente monótona, pero rezuma belleza por todos sus poros. Es una prueba para tipos rápidos, pero también para aventureros que apuestan todos sus créditos a dar la sorpresa en la subida final. Quizás para el aficionado inexperto el pedaleo es tedioso, pero para el amante de la cultura, la naturaleza y la arquitectura, la Milán-Turín, como tantas y tantas maravillas del ciclismo, es una amalgama de excitación para la percepción.
Fue el Club Ciclista de Milán quien promovió la primera edición. Hoy es la empresa RCS Sport la que se hace cargo de la organización de la carrera, así como también del Giro de Italia. Es de las pocas carreras de renombre que no deben sus inicios a la idea empresarial de un periódico, aunque hoy sí dependa de ello, ya que RCS Sport es el brazo organizativo de ‘La Gazzetta dello Sport’. Solo hubo ocho valientes en aquel 1876, y tan sólo el ya citado Magretti y tres aventureros más consiguieron llegar a Turín. Siempre fue una prueba muy italiana y su escasez de cotas montañosas hizo rehusar a los Merckx, Hinault y compañía de intentar hincarle el diente. Cavendish, Jalabert, Bugno, Saronni, de Vlaeminck o Magni son algunos de los insignes triunfadores.
La prueba debería empezar en Milán, a los pies de la Madoninna. La Asunción de María vigila a devotos, paisanos y turistas cuando se acercan a la imperial Duomo milanesa o se arriman a pecar a las cercanas galerías de Vittorio Emanuele II. Lo cierto es que los viajeros comienzan la aventura más al norte, en un pueblo, hoy ciudad dormitorio de Milán, conocido como Novate Milanese. Allí nació Vicenzo Torriani, el hombre que se puso a cargo de ‘La Gazzetta dello Sport’ y reflotó el Giro de Italia o la Milán-San Remo tras el fin de la II Guerra Mundial. La tradición hoy es olvidada y a veces los ciclistas empiezan a rodar en las también próximas San Giuliano o Magenta, famosa ésta última por una batalla de la independencia italiana de 1859 que dio nombre al pigmento descubierto ese mismo año.
De Lombardía pronto se pasa al Piamonte. Los milaneses ya tienen San Remo. La Milán-Turín es más turinesa que milanesa. Pero la Milán-Turín es, por encima de todo, la carrera del Po. El valle del Po conforma un triángulo cuyas tres partes son idénticamente prósperas. Podrido el sistema político italiano, a inicios de los 90 a alguien se le iluminó la bombilla y le dio por decir que aquello era un ente propio. Padania independiente. Es el Po el que cruza ese paradisiaco lugar de prosperidad e inquina al mismo tiempo. De admiración y odio visceral a partes iguales. En el extremo inicial del triángulo, cuando el Po pasa de niño a adolescente, están Piamonte y Lombardía. En el invierno los días son duros, ventosos, fríos y propensos a la niebla. Encerrados por altas cordilleras y solo abiertos al este, los veranos son húmedos y asfixiantes. Podrán ser ricos y poderosos, pero opresivos e industriosos, los habitantes de Padania están rodeados de una de las capas de contaminación más vigorosas de toda Europa.
Decía entonces que la carrera remonta el valle del Po. Lo hace cuando es modesto y aún no es navegable, cuando el Ticino todavía no vierte sus aguas en él para volverlo descollante. Se remonta el Po y la carrera camina hacia el norte para buscar a algunos de sus afluentes. Traspasa la barrera de la Galia cisalpina y los ciclistas dejan de ser ciudadanos romanos y se convierten en bárbaros. La bienvenida a Piamonte la da Vercelli, una pequeña ciudad anclada entre Milán y Turín. Es hermosa y serena, y, rodeada de campos de arroz, es capital de comarca. La basílica de San Andrés saluda a los ciclistas con sus tres estilos, románico, gótico y lombardo, el propio de la zona y el que sirve de enlace entre la recatada y la luminosa. De Vercelli es también el Pro Vercelli, el primer gran campeón del fútbol italiano donde jugó Silvio Piola, aun hoy el máximo goleador histórico de la Serie A.
Se cruzan entonces el rio Sesia, uno de esos lagartos de agua que llenan las tripas del gran cocodrilo. A veces se cruza más al sur por el valle Lomellina, paraje de garzas y otras aves. Por allá también habrá viñedos de uva freisa, una uva italiana que da vinos tintos como el Canavese o rosados como el Monferrato. Todo es zona de iglesias hermosas, renacentistas y barrocas a partes iguales, y donde los elementos arquitectónicos se integran con colinas, bosques y lagos. Estatuas, frescos y campanarios conforman lugares que obedecen al culto mariano.
Otras veces se cruza Dora Baltea que da al Po truchas, percas y salmones. Por allí está el canal Cavour, que riega del agua necesaria al arroz con el que poder hacer un risotto paniscia, con sus judías, su tocino y su salami, siempre regado con una botella de vino tinto. Piamonte es uno de esos lugares donde nació el ‘slow food’, la apuesta por la alimentación sana, el turismo cultural y de tenedor, cuchillo y cuchara.
A unos 50 kilómetros de Turín se encuentra San Germano Vercellese y su iglesia de Santa Águeda con su campanario lombardo, su fachada en forma de panteón griego y los frescos en su interior. En vez de seguir hacia Turín la carrera da un rodeo dirección norte hasta encontrarse con Ivrea y así poder acercarse a los 200 kilómetros de recorrido. Eporedia en tiempos romanos, Ivrea vislumbra el paso del tiempo desde un cerro en el que se levanta un castillo del cual sobreviven tres torres quedando la cuarta inutilizada por un relámpago que acabó con el polvorín que se guardaba en su interior. Al pie del cerro, se conserva el edificio Olivetti, hoy Patrimonio de la Humanidad, donde a inicios del siglo XX se diseñaron no las primeras máquinas de escribir y calculadoras, pero si las primeras que combinaron funcionalidad con hermosura.
Luego ya se desciende dirección Turín dejando kilómetro a kilómetro lo rural por lo urbano y lo añejo por lo moderno. Son múltiples los pueblos por los que el tiempo parece haberse detenido y donde la plaza, el bar y la iglesia siguen siendo el centro comunitario. Para lugares como Rivarossa, la Milán-Turín es una fiesta y una afirmación de identidad. Todo el recorrido no será patrimonio de la humanidad, pero si lo es del ciclismo y de la vida.
Se entra entonces en el gran Turín por el noroeste. A poco más de 30 kilómetros está la abadía de San Michele, localización famosa por ser donde se rodó ‘El nombre de la Rosa’, película de Sean Connery que igualó o mejoró la novela de Umberto Eco. Se encuentra tan magno lugar en el valle del Susa donde más adelante estará el Venaria Reale, la residencia de la casa real de Saboya, hecha a imagen y semejanza del parisino de Versalles y cuya Galería de Diana pretendía rivalizar con la Galería de los Espejos francesa.
Turín es una señorita, refinada, distinguida y de gustos remilgados. Primera capital de la Italia cuando el yelmo de Escipión cubrió la cabeza, Turín nos recibe con largas avenidas, calles porticadas y vastas vistas a los Alpes. Atravesada por el Po, en Turín encontramos la Mole Antonelliana, una antigua sinagoga que hoy alberga el Museo Nazionale del Cinema y que en su momento fue la construcción de albañilería más alta de Europa. Formidable también es el arcón de madera que guarda la Sábana Santa, donde dice la tradición que fue enterrado Jesucristo y que preside majestuosa la catedral de fachada de mármol blanco de la ciudad.
En Turín los ciclistas también pueden circular y admirar la vía Roma, la vía Po o la vía Garibaldi, siendo ésta última la calle comercial más larga de Europa y que desemboca en la Piazza Castello que une a todas las anteriormente citadas. Allí está el fin de fiesta tras cerca de 200 kilómetros de ritmo elevado, codazos, destrucción, colocación y velocidad. Pero cuando la Milán-Turín revivió a inicios del siglo XXI se quiso darle un vuelco a la prueba acorde a los tiempos actuales.
La principal seña de identidad de la carrera es el alto de Superga, una ascensión de dificultad media situada a las afueras de Turín y que tras su descenso da por acabada la carrera. Aunque la Milán-Turín es una prueba para velocistas, la ascensión a Superga exigía un esfuerzo extra para con los sprinteres y daba la oportunidad de victoria a los valientes. Fue en el descenso de Superga donde Marco Pantani fue atropellado en 1995 dejándolo año y medio en el dique seco. Y fue a los pies de la basílica de Superga donde en 1949 la niebla hizo trizas el avión en el que viajaba el Torino FC de Valentino Mazzola acabando con uno de los mejores equipos de fútbol de todos los tiempos.
Pero en 2012 los organizadores escogieron un final más duro y mediático, realizando un doble paso por la vertiente más dura de Superga (4,3 km al 9,1%) y finalizando la prueba en lo alto de la cima. Un trazado sin mucha dureza global, siendo básicamente llano desde la salida hasta llegar a los alrededores de Turín, pero que de pronto contaba con veinte kilómetros sin respiro encadenando dos subidas a Superga. Desde entonces se ha mantenido con asiduidad el final en alto, aunque las variantes siguen siendo múltiples. A veces finaliza en Rivoli, bella ciudad situada al oeste de Turín y de Superga, y otras se apuesta por un final más llano y tranquilo.
En aquel 2012 aquella renovada edición dio como vencedor a Alberto Contador. Miguel Poblet, Valentín Uriona, Igor Astarloa y el gallego Marcos Serrano son los otros españoles que han vencido en Turín. Por supuesto son los italianos con 73 triunfos de 103 posibles los plusmarquistas y el maravilloso Constante Girardengo el más laureado con cinco victorias (1915, 1915, 1919, 1920 y 1923). Piamontés, Girardengo fue una de las primeras estrellas mundiales del ciclismo y un icono italiano ganador en Lombardía, San Remo y en la clasificación general del Giro de Italia.
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