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Paris 1924. La revancha de Coubertin (2ª parte)

En cada edición de los Juegos Olímpicos hay una estrella. Un deportista que es la excelencia dentro de la excelencia. En ocasiones ese elegido entre los elegidos no es uno solo. Pueden ser dos o hasta tres. Un rey o una reina sobre el tartán, otr@ surcando las aguas y un tercero entre anillas, potros y colchonetas. Lo curioso de Paris no es que hubiese uno ni dos ni tres. Es que hubo uno en directo y otros dos en diferido.

Fue en 1981. Medio siglo más tarde. Chariots of fire (Carros de fuego) gana cuatro Oscars, entre ellos el Oscar a la mejor película. Entre los que pusieron la pasta, por cierto, estaba el hijo de un multimillonario egipcio llamado Dodi Al-Fayed. Años después fallecerá en un accidente de tráfico junto a Lady Di, princesa de Gales, que en ese mismo 1981 contraía nupcias con el hoy coronado Carlos III del Reino Unido. El caso es que Chariots of fire ha pasado al imaginario colectivo gracias a los sintetizadores y al teclado de Vangelis y su banda sonora, canción por antonomasia para una carrera o un esfuerzo físico extraordinario. Realmente no mucha gente ha visto la película, y de los que la vieron poco más recordarán que la icónica carrera por la playa y la vanguardista melodía del compositor griego. Pero es lo de menos. Forma parte de la cultura moderna.

Carros de fuego cuenta la historia de los atletas británicos Harold Abrahams y Eric Liddell y su participación en las pruebas de atletismo de los Juegos Olímpicos de Paris de 1924. Como suele ocurrir en estos casos, son dos formas antagónicas de vida que recorren caminos distintos para llegar a un mismo objetivo. También, como suele ocurrir, la película tiene varias licencias artísticas, siendo la más relevante que Liddell si sabía que la carrera de 100 metros iba a disputarse un domingo antes de partir a Paris, cuando en el filme se dice que se enteró horas antes de la celebración de la prueba. Como veremos, la religión será pieza clave para entender la renuncia de Liddell a correr en domingo. Del mismo modo, en la religión hallaremos la explicación de por qué tan singular título para una película de atletismo. Y es que Carros de fuego hace referencia a un pasaje de la Biblia que expone como el profeta Elías fue llevado al cielo en un carro de fuego tirado por una cuadriga de caballos.

Harold Abrahams (1898-1978) era un inglés hijo de judíos procedentes de Lituania que se hicieron ricos con varios negocios. Abrahams recibió una educación elitista que le llevaría a estudiar Derecho en la Universidad de Oxford. Pretendía dejar de correr tras los Juegos de París para abrir su propio bufete de abogados. Eric Liddell (1902-1945) nació en China, donde vivían sus padres, unos misioneros protestantes escoceses que habían ido al país asiático en misión evangelizadora. Cuando Liddell tenía seis años regresaron a Escocia iniciando éste una carrera estudiantil en un colegio de misioneros que le acarrearía licenciarse en Ciencias Exactas por la Universidad de Edimburgo. Al mismo tiempo comenzó una carrera deportiva que lo llevaría a disputar dos torneos del Cinco Naciones de Rugby con la selección escocesa.

Abrahams tuvo que dar siempre un poco más de sí, ya que su condición de judío le causaba ciertas dificultades en la Inglaterra de la época. Para él, un joven de familia rica, el éxito deportivo era una forma de encajar dentro de la élite postvictoriana. Tenía dinero y un futuro brillante, pero por cuestiones de procedencia y de religión no se sentía aceptado de pleno derecho. Abrahams esperaba cambiar todo esto ganando la medalla de oro en los 200 metros, donde era el favorito, pero acabaría en un decepcionante sexto lugar.

Liddell era el verdadero bicho raro de esta historia. El tiempo que no dedicaba a entrenar lo entregaba a tareas de carácter social o evangelizadoras. Liddell era un predicador protestante. Así, meses antes de los Juegos, y, al contrario de lo que cuenta la película, la organización determinó que la final de los 100 metros lisos tendría lugar el domingo 7 de julio. Liddell tenía prohibido correr un domingo, día sagrado, y renunció a su prueba fetiche ante la presión, las protestas y la incredulidad de la federación británica.

Especialmente en Escocia la decisión fue tomada con gran pena, ya que Eric Liddell era el indiscutible favorito a conseguir el oro olímpico y un héroe nacional. Al final, Eric tomó la decisión de disputar las pruebas de 200 y 400 metros donde sus posibilidades eran mucho menores. Dedicó los dos últimos meses de preparación a cambiar sus hábitos de entrenamiento para potenciar su resistencia a coste de perder velocidad. En Gran Bretaña la polémica estaba servida. Muchos medios de comunicación discutieron sobre la decisión de llevar a un religioso radical a los Juegos. Otros, deslegitimaron a Liddell al considerarlo un antipatriótico escocés nacido en China. La pelotera se haría gigantesca cuando el día anterior a la final de 200 metros Liddell se presente en varias iglesias parisinas predicando. A pesar de todas las críticas, y con la opinión pública en contra, al día siguiente logró una inesperada medalla de bronce que le daba una vida extra y le descargaba de presión. Se había convertido en el aceptado mientras que Abrahams (con su sexto puesto) era la oveja negra. A Abrahams le quedaba una bala. La final de los 100 metros lisos. Sin Liddell, el favorito era el estadounidense Charles Paddock, vigente campeón olímpico. Pero Abrahams voló y alcanzó la notoriedad que tanto perseguía logrando el oro olímpico con récord de 10’6’’. Ya iba a ser aceptado como un igual en la élite londinense.

Faltaban los 400 metros. Por la calle siete, sin referencias y con un estilo poco académico de boca abierta y cabeza inclinada, Eric Liddell lograba la medalla de oro y destrozaba el récord del mundo. Se acababa de convertir en leyenda en el Reino Unido, y cuando comunicó que también renunciaba a correr el 4 x 100 al disputarse el domingo siguiente, a nadie pareció importarle. Sus pecados fueron perdonados.

SI Abrahams y Liddell fueron reyes de los Juegos en diferido, Paavo Nurmi se convirtió en el flamante campeón entre los campeones de Paris 1924. En el primus inter pares. Lo hizo de una forma irrepetible. Taciturno, arisco, serio, pesimista y sin amigos conocidos, Nurmi huía de los focos como de la peste. Una vez llegó a declarar que “la fama y la reputación son menos valiosos que un arándano podrido”. Nurmi ya había logrado cuatro medallas en Amberes 1920, pero lo de Paris estuvo a otro nivel.

Llegó a París para los Juegos Olímpicos de 1924 como el gran favorito y dispuesto a reventar todos los récords existentes. Y vaya si lo hizo. Fue un suceso sobrehumano. Obtuvo cinco medallas de oro olímpicas (fondo por equipos, 1.500 metros, 3.000 metros, 5.000 metros y cross campo a través -8.000 metros-) en seis días. Un programa de competición extenuante que jamás se ha vuelto a ver. Pero más allá de las preseas, lo que lo convirtió en un mito es cuando logró el doblete en 1.500 y 5.000 en poco menos de una hora.

Aquella semana de julio fue una de las más calurosas de la historia parisina con máximas que rondaron los 40 grados. Bajo ese sol acuciante Paavo Nurmi venció en la prueba de los 1.500 metros marcando un nuevo récord olímpico. Apenas una hora más tarde, exactamente 55 minutos después, tenía lugar la final de los 5.000 metros cuando el termómetro se acercaba peligrosamente a los 43 grados. Los rivales de Nurmi asumieron que estaría exhausto y corrieron a ritmo de récord del mundo desde el inicio para acabar con el finés. Viendo que sus competidores se distanciaban, Nurmi tiró su cronómetro al suelo (siempre llevaba uno en mano en una época en la que nadie controlaba el tiempo durante la carrera), se dejó de pamplinas y protagonizó una remontada que lo llevaría a ganar el oro sumando un nuevo récord olímpico.

Pero es que al día siguiente el termómetro en París se fue hasta los 45 grados, que en una metrópolis y con alta humedad daba una sensación térmica cerca de cinco grados a mayores. Era la jornada en la que tendría lugar la prueba de campo a través. De los 38 participantes tan sólo 15 consiguieron finalizar la prueba. Las crónicas dicen que hubo un atleta que, aunque logró terminar, cayó al suelo desmayado. La cantidad de colapsos que hubo entre espectadores y atletas hizo que el COI suspendiese por perpetuidad la prueba de campo a través del programa olímpico. Jamás se ha vuelto a disputar. Pero Paavo Nurmi ni se inmutó. Logró la victoria con una ventaja de más de un minuto sobre el segundo clasificado. Lejos del cansancio, clamaría más tarde que la eliminación de la disciplina era una injusticia inclasificable.

Su velocidad le hizo poseedor del apodo de Finlandés volador, pero su esquiva personalidad también le granjeó el seudónimo de Finlandés fantasma y El gran silencioso. Por entonces los atletas escandinavos eran los favoritos en las pruebas atléticas de los Juegos Olímpicos. El pionero fue Hannes Kolehmainen y Nurmi decidió seguir sus pasos. Comenzó a realizar una serie de entrenamientos espartanos. Añadía pesos a sus botas para dificultar la zancada o se agarraba al parachoques trasero de los trenes obligándose a correr a su mismo ritmo. Su estoicidad llegó al extremo de desfilar con una mochila llena de piedras a la espalda por voluntad propia mientras ejercía el servicio militar. Empezó a entrenarse por intervalos utilizando para ello los postes telefónicos que encontraba en los caminos, combinando intensidad larga y series explosivas. En una época donde las máquinas eran la modernidad, Paavo Nurmi era reflejo de su tiempo.

Nurmi convirtió esa zancada harmoniosa y regular en el arquetipo del corredor de medio fondo que desde entonces ha llegado a nuestros días. Pero corría siempre solo y, en caso de que alguien fuera lo suficientemente atrevido para acompañarle, aumentaba su ritmo y rápidamente lo agotaba. Sus propios compañeros de la selección finesa admitieron que tenían poco más que espiarlo para aprender algo de él. Y entre esos compañeros había auténticas leyendas. Ville Ritola ganó la carrera de 10.000 metros y de 3000 obstáculos y Finlandia se mantuvo en la elite del atletismo hasta que en los 60 el África negra cambió las tornas del juego.

Nurmi. El finlandés volador

Hubo otros deportistas más que destacables. William Delhart Hubbard se convirtió en el primer afroamericano en ganar una medalla de oro en salto de longitud. Lo curioso es que Robert LeGrende logró el récord del mundo en salto de longitud, pero dentro de la prueba del pentatlón, por lo que su hazaña solo le valió una medalla de bronce en su categoría. Harold Osborn logró el récord del mundo en salto de altura y Mariechen Wehselau el de 100 metros en natación de estilo libre. Se batieron hasta nueve récords del mundo y diez olímpicos.

La esgrima femenina hizo su debut en estos Juegos Olímpicos y la danesa Ellen Osiier obtuvo el título con una victoria rotunda sin perder ni un solo punto con sus rivales. Francia venció en waterpolo, rompiendo la hegemonía que había mantenido Gran Bretaña, que había vencido en los cuatro Juegos Olímpicos donde se había celebrado. Mientras, Gertrude Ederle venció en 200 metros en natación y dos años después se convirtió en la primera mujer en cruzar a nado el Canal de la Mancha. Por último, el sueco Oscar Swahn se convirtió en el olímpico de más edad al participar en tiro con 72 años. Cuando contaba 60 ya había conseguido tres medallas olímpicas y acabaría su carrera con seis preseas.

En fútbol Uruguay maravilló al mundo a través de continuas exhibiciones en el estadio de Colombes. Todos los participantes eran europeos salvo Estados Unidos y los charrúas quienes se embarcaron en un largo viaje en barco con destino al puerto de Vigo. Una vez en España disputaron un total de nueve amistosos que se saldaron con nueve triunfos. Uruguay practicaba un juego que era denostado en el Viejo Continente al usar y abusar del regate y al mover la habitual línea estática de cinco delanteros para buscar superioridades en el centro del campo. El juego de toque charrúa se llevó el oro tras vencer sucesivamente a Estados Unidos, Francia, Países Bajos y Suiza. Repetirán triunfo en Ámsterdam 1928 y obligarán a la FIFA a crear el Mundial en 1930. Para tan magno acontecimiento Uruguay será elegida sede de ese primer campeonato del mundo. Se construirá el estadio Centenario, llamado así porque en 1930 se celebraban los 100 años de la primera Constitución uruguaya. Los cuatro sectores del estadio serán bautizados como Tribuna América, Tribuna Olímpica, Tribuna Ámsterdam y Tribuna Colombes.

Y una cosa más. Meses después de la victoria uruguaya en los Juegos Olímpicos de Paris se disputó en Buenos Aires un partido amistoso entre Argentina y Uruguay. Vencieron los primeros por 2-1 gracias a un tanto de Cesáreo Onzari, quien lanzó un saque de esquina que entró sin tocar en ningún jugador en la portería defendida por el guardameta uruguayo. Aquello fue digno de mención y se aprovechó de una reciente reforma del reglamento ya que antes no se permitían los goles directos de lanzamiento de córner. El tanto pasaría al relato popular como el gol que Onzari le marcó a los olímpicos. Y, de este modo, con el tiempo el gol anotado directamente desde el saque de esquina será conocido como gol olímpico.

Vuelta olímpica uruguaya

La participación española fue un completo desastre. Lo habitual hasta Barcelona 1992. España contó con una delegación compuesta por 111 atletas, entre los cuales por primera vez se incluyeron dos mujeres, que fueron las tenistas Lili Álvarez y Rosa Torras, de las que la primera alcanzó los cuartos de final en tenis femenino. Álvarez había sido dos veces subcampeona en Wimbledon. No hubo medallas. El mejor puesto fue el obtenido por el aristocrático equipo de polo, que se quedó a las puertas del podio. También en cuarto lugar quedó Santiago Amat en la clase finn de vela.

Fueron unos Juegos en los que el cine y el deporte estuvieron estrechamente relacionados. Los noticieros ya se encargaban de informar de las hazañas de los deportistas y, aunque el sonido aun no estaba presente, en lo audiovisual la radio daba voz a los héroes y hacia omnipresentes a los periodistas. La relación entre el séptimo arte y los Juegos Olímpicos fue tal que no sólo Abrahams y Liddell tendrán su epílogo en forma de celuloide. Habrá un deportista con seis medallas olímpicas (cinco de oro) y un total de 67 récords mundiales al que los focos de los Juegos se le harán pequeños y acabará convirtiéndose en leyenda en los platós de Hollywood.

Nacido en Timisoara (hoy Rumanía entonces Imperio Austrohúngaro y de padres alemanes) Peter Johan Weismüller logró en Paris 1924 tres medallas de oro en natación y una de bronce en waterpolo. De joven había emigrado con sus padres a Chicago donde pasó a ser conocido como Johnny. Comenzó a destacar en la adolescencia con una técnica de estilo libre revolucionaria en la que giraba la cabeza para respirar y avanzaba con una patada oscilante. Eso le permitió batir varias veces todos los récords del mundo en estilo libre desde los 50 a los 800 metros. Su récord en los 100 metros libres se mantuvo en pie durante 17 años. Tras los Juegos de 1928 se retiraría sin haber perdido ni una final del campeonato estadounidense de natación ni de los Juegos Olímpicos.

De anchas espaldas, bien parecido y de 191 centímetros de altura, en 1932 la Metro-Goldwyn-Mayer le ofrece a Weismüller encarnar el papel de Tarzán, un gigante de enormes facultades físicas que tras perder a sus padres de niño es criado en la selva por una manada de simios. Weismüller hará un total de doce películas de la saga Tarzán en las siguientes dos décadas sin obtener el fervor de la crítica, pero convirtiéndose en uno de los actores más queridos por niños y mayores entre la década de 1930 y la de 1950.

Tarzán en la piscina

Weismüller contribuyó con sus cuatro medallas en Paris a que Estados Unidos liderase el medallero olímpico. Lo hizo con una superioridad aplastante al lograr un total de 99 preseas de las cuales 45 fueron de oro. En segunda posición quedó Finlandia, comandada por Nurmi y su excelente cosecha de atletas, quienes sumaron 14 medallas áureas para un total de 37 metales. El tercer lugar del pódium sería para la anfitriona Francia con 13 medallas de oro y un acumulado de 38 medallas.

“Creo que Dios me creó con un propósito. Si dejara de correr lo estaría despreciando”. Eric Liddell, campeón de los 400 metros lisos.

“Cuanto mayor sea el nivel de vida de un país, peores serán los resultados en los eventos que piden trabajo y problemas. Me gustaría advertir a esta generación, a los países con mayor bienestar, que no dejen que esta vida cómoda los haga perezosos. No dejen que los nuevos medios de transporte maten sus instintos de ejercicio físico”. Paavo Nurmi, a finales de la década de 1960, cuando le preguntaron porque Finlandia pasó de obtener 37 medallas en Paris 1924 a cuatro metales en México 1968.

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