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El regalo de Reyes de Pierre

Pierre pasaba con creces de los 70 pero aquella noche se sentía como un niño con zapatos nuevos. Aquel desconocido de brillante traje blanco, aquel guía con alas, le había cogido con ternura del brazo y le estaba ayudando a sentarse en un cómodo y mullido sofá de terciopelo. Delante de él, una nevada pared con la única salvedad de una enorme pantalla que se asemejaba a aquellos cines de su juventud. Pero aquello no era una sala de cine, más bien parecía el vasto salón de una casa. Pierre llevaba más de 80 años en el otro mundo, pero le habían dicho que por una vez, y como regalo de Reyes, iba a recobrar el cuerpo de anciano con el que había dejado este mundo e iba a presenciar en lo que se había convertido su legado.

Era un favor especial que el más allá le iba a conceder por todo el bien que había legado a la humanidad.

El guía dispuso todo en perfecto orden para que se acomodase y que disfrutase. El show iba a comenzar. Pierre se alisó el cabello, jugueteó con su canoso bigote y abrió los ojos con sumo interés.

La película comenzó con lentitud enlazando imágenes inconexas del joven Pierre. Se vio a sí mismo a los pies de la Torre Eiffel, en la Exposición Universal de 1889, convenciendo al gobierno de Francia a introducir el deporte en los programas de estudio. Vio fotos de sí mismo cogiendo barco tras barco y tren tras tren, recorriendo parte de Estados Unidos y media Europa, convenciendo a crédulos e incrédulos de los beneficios del deporte y de cómo su poder podía convertir las guerras y los conflictos en paz y solidaridad entre pueblos. Y así, tras varios minutos de recuerdos y dulces sonrisas, la proyección se paró en el 26 de junio de 1894. La Universidad de la Sorbona de París lucía esplendida el día que se decide instaurar los Juegos Olímpicos.

Las imágenes viajaron con prontitud al 6 de abril de 1896 para ver aquel inaudito gentío de más de 80.000 personas que se reunieron en el estadio Panathinaikó de Atenas. Tenía lugar un milagro de la modernidad. Al viejo Pierre de Coubertin se le saltaron las lágrimas cuando se reconoció a si mismo pronunciar unas palabras que para siempre iban a estar ligadas a su recuerdo: “Lo importante no es vencer, sino participar”.

La película rodaba seguidamente por todo el orbe. De Atenas a París, pasando por Londres, Estocolmo, Amberes, Ámsterdam o Los Ángeles. El guía, hábilmente, no incluyó imágenes de Saint Louis, donde en 1904 una catastrófica programación estuvo a punto de enterrar los Juegos para siempre. Pierre agradeció con una sincera sonrisa que el guía también obviase los parones en el desarrollo de su obra por culpa de la maldita guerra. Suspiró profundamente cuando recordó el empeño que había puesto en convertir los Juegos en una garantía de paz y advirtió en la pantalla el megalómano desfile que los nazis habían hecho para los Juegos de Berlín. Él mismo, ya frágil y anciano, a escasos meses de su muerte, había dado las gracias a Hitler por aquellos majestuosos Juegos, los más grandes hasta entonces. Maldita mancha. Maldito error.

Todas aquellas escenas, rodadas en blanco y negro, habían sido vividas por Pierre. Poco a poco la pantalla fue apagándose y el guía encendió una magnifica lámpara de estilo rococó que recorría la estancia. Pierre dio las gracias de todo corazón al guía por los gratos recuerdos y señaló que estaba preparado para volver al sueño eterno.

Estaba ya a punto de levantarse del sofá cuando el desconocido de impoluto traje blanco, con un rápido ademán, le dijo que se agarrase nuevamente a su brazo, que el día no había terminado.

Enganchados del brazo, aquellos dos seres recorrieron la estancia y por una pequeña puerta al fondo del salón accedieron a una especie de cuarto oscuro. Viendo que Pierre se asustaba, el guía, con un cálido gesto, se apiadó del anciano y con una franca sonrisa le dijo que no se preocupase por nada.

De pronto, se hizo la luz, y Pierre y su guía estaban sentados en un impresionante estadio olímpico, de una elegancia asombrosa. Pierre no entendía nada. Era un estadio, sí, pero no comprendía de qué material estaba hecho. Era colosal, pero todo daba sensación de ligereza, de caerse en cualquier momento. No veía columnas, tan sólo soportes similares al vidrio y unas estructuras que parecían más frágiles que las cuerdas que amarran a un pequeño navío. El guía procedió entonces a encender los focos y Pierre pegó un salto hacia atrás. El corazón palpitaba con fuerza. Jamás había visto tal cantidad y potencia de luz, ni siquiera en los Campos Elíseos de su querida París. Una vez calmado empezó a escrutar el estadio de arriba a abajo. Había pantallas por todos los lados y una gran cantidad de relojes. O algo parecido a relojes, pero sin agujas. Había también pequeñas pantallas de cine, y ante sus dudas el guía le explicó que eran estudios de televisión. Pierre, profundamente sorprendido, le preguntó si la gente tenía eso en sus casas, a lo que el guía le dijo que se relajase y disfrutase, que todo era muy complicado para su mente. Tan sólo le dijo que el gentío que ahora iba a los estadios lo hacía para disfrutar del ambiente y de la solemnidad de la competición, pero el que únicamente quiere ver las pruebas deportivas lo puede hacer donde quiera y cuando quiera con un pequeño aparato. Sacó del bolsillo derecho de su impoluto traje un smartphone y el anciano cogió el móvil con curiosidad. El guía también le dijo que con ese utensilio se podían sacar fotos y vídeos y comunicarse al instante con cualquier lugar del planeta. Pierre suspiró y recordó sus largos viajes en barco y sus interminables cartas a la luz de las velas.

Dominado por las emociones, Pierre logró preguntar dónde estaba. El guía le dijo con firmeza que estaba en el año 2020, en el estadio olímpico de Tokio. ¿2020? ¿Tokio? ¿Los Juegos han llegado a Asia? Preguntó Pierre y pidió bajar al centro del estadio. El guía le agarró por el brazo izquierdo mientras Coubertin sostenía un bastón con el derecho. Una vez pisó aquella extraña superficie el guía le dijo que era tartán y que gracias a ella los atletas hacen marcas extraordinarias y que no hay riesgo de que sufran una fractura si se caen al suelo.

Pierre balbuceó y pidió una silla para sentarse. El guía se la dio y le explicó que todo lo que veía era obra suya. Pierre volvió a recorrer su bigote de derecha a izquierda como siempre hacía y negaba con la cabeza. El guía le volvió a dedicar un amplía sonrisa y le indicó que le acompañara al palco, que aún tenía que ver algo más. Pierre torció el gesto pensando en todas las escaleras que tenía que subir, pero el guía se acercó con un pequeño vehículo y lo aproximó hasta un coqueto ascensor que lo llevó a las puertas del palco de autoridades.

Ambos se sentaron en el palco y entonces el guía le requirió a Pierre que cerrase los ojos. Le pidió que confiara en él y que se dejara llevar. Que no se asustase y que todo lo que iba a ver era real, por increíble que le pareciese. El anciano dijo que sí, aunque en su fuero interno no estaba muy convencido. Pasado unos segundos, un fuerte griterío asoló el estadio y Pierre abrió los ojos.

A punto estuvo de morir una segunda vez por culpa de un infarto.

Tras el griterío distinguió una nube de flashes y un pistoletazo que daba salida a una carrera que había acabado antes incluso de parpadear. Sin espacio material ni lógica alguna, tan sólo distinguió a un grupo de hombres negros corriendo y discernió que el que acababa de ganar era un tal Usain Bolt de Jamaica, un país que debía ser inventado. 9’59’’. Aquello no podía ser real.

Todo cambió de nuevo, y de repente percibió a Coe luchar codo con codo con Ovett en Moscú. Vio también a Bikila vencer descalzo el maratón de Roma. Y a Michael Johnson ganar carrera tras carrera danzando como un pato mareado. Vio también a Bob Beamon saltar lo imposible y a Fosbury ganar el salto de altura brincando de espaldas como si fuese un rana. Vio a Isinbayeva bailar con la pértiga con una facilidad que despertaría la envidia de los hombres de su tiempo. Y es que vio mujeres. Muchas mujeres. Deportistas, periodistas y aficionadas. Y las vio solas, sin padres y sin maridos. Y vio países, muchos países desconocidos. Y los vio a todos mezclados. A hombres y a mujeres. A negros y a blancos. A creyentes de todo el mundo. Advirtió los Juegos que él quería. Unos Juegos universales, desde Canadá a Nueva Zelanda, desde Sudáfrica a Corea. No entendía, y de hecho, en su mente decimonónica no alcanzaba a comprender tal mezcla de razas y sexos, pero observaba que la gente reía y se divertía.

Y se sintió en paz.

Pero lo que de verdad le impactaba eran las marcas. Todo ocurría a una velocidad que parecía propia del demonio. Vio luego a Bekele arrasar carrera tras carrera y años antes a Laase Viren tropezar, levantarse y recuperar el resuello para ganar a sus rivales. Contempló a Edwin Moses correr y saltar unas vallas como si fuese una gacela. Todo era una ofensiva de estímulos abrumadora.

Fue entonces cuando el guía, que disfrutaba con cada gesto inconsciente de Pierre, le mandó volver a cerrar los ojos. Coubertin, que aunque incrédulo estaba saboreando cada palada de aquel gran regalo, lo hizo sin dudar y cuando los abrió, sucedió lo inimaginable.

El estadio olímpico se convirtió en un gran palacio y vio a una niña llamada Comaneci volar de anilla a anilla y de aro a aro. El palacio de pronto se transformó en una impresionante piscina y distinguió a Spitz ganar medalla tras medalla con un frondoso bigote. Pensó en lo increíble de sus marcas, hasta que vio nadar a un pez con piernas, un tal Michael Phelps. Y vio al joven Mohammed Alí atizar derechazos en un cuadrilátero, y a Greg Louganis saltar al vacío desde un trampolín. Vio a Steffi Graf pegar raquetazos con elegancia y violencia. Vio a Messi hacer diabluras con un balón de fútbol en Pekín, y vio como Estados Unidos no ganaba la medalla de oro en baloncesto en unos Juegos Olímpicos. Y cuando creyó haberlo visto todo, vio a Estados Unidos ganar una medalla de oro en baloncesto cuatro años más tarde en Barcelona con un equipo al que todos llamaban ‘Dream Team’.

Distinguió entonces deportes que no conocía mientras el guía le explicaba los pormenores de su funcionamiento. Natación sincronizada, bádminton, taekwondo, voleibol, tenis de mesa o triatlón entraban en escena ante la incredulidad de Pierre.

La función tocaba a su fin. Poco a poco el guía fue apagando las luces del estadio, y, una vez apagada la última, le dijo a Pierre que el día había terminado. Pierre, un hombre decimonónico, un hombre que no sabía lo que era llorar, estalló en un mar de lágrimas.

Conmovido, el ángel apretó con fuerza la mano del barón Pierre Fredy de Coubertin y de repente, tras un fulgurante estallido, Pierre perdió años de vida y se convirtió en un enjuto niño de mirada inocente y brillante.

El ángel se colocó la chaqueta de su impoluto traje blanco y subió al pequeño Pierre a sus hombros. Le agarró con ternura de los pelos y le dijo con una amplia sonrisa que tenían que volver al mundo de las ánimas, mientras le preguntaba si le había gustado su regalo de Reyes Magos.


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