La torre más alta del mundo (Torre Eiffel)
Caminada por millones de pies y gastada por miles de ruedas surge tras un enjambre de edificios perfectamente alienados la única batalla donde la luna saca bandera blanca y se retira desconsolada. Lugar de bulevares tan sublimes como crédulos, de museos fastuosos y restaurantes obscenos, de bosques magníficos y museos aparatosos, de colinas bohemias y puentes dispendiosos, de actores presuntuosos y de enmascarados sublimes, de piedra bañada en perfume y poetas que guardan guillotinas, de monárquicos republicanos y de ciudadanos del mundo de divino chovinismo.
Allí, donde el poeta dijo que todos tendríamos que ser enterrados porque es fiesta, allí, donde Enrique IV consideró que bien valía una misa, allí, donde los ojos café de Bogard nos aseguraron que siempre nos quedará, allí, donde la playa brotaba debajo de los adoquines, allí, donde quien no la visita nunca podrá ser considerado elegante. Allí es Paris. Dicen del que nace en Viena qué lo hace para vivir en Paris. Hay quien osa decir que morir de hambre en una calle de Paris es un arte. Y los hay, al otro lado del Atlántico, quienes sostienen que un buen estadounidense resucitará de entre los muertos para vivir en Paris.
Añádele tres letras y tienes paraíso, dijo Jules Renard.
Paris era un universo dentro de un país. Sin embargo, era hueco, sucio y esquivo. Napoleón lo dotó de sueños, derechos y universalidad. Su sobrino era tan liberal como romántico, tan socialista como tradicionalista y tan ambicioso como incapaz. Y lo que su sobrino Napoleón III era, sin ningún género de duda, peor emperador que su tío. En cambio, fue mejor alcalde. Apoyado en el urbanista George Haussmann dotó a Paris de edificios altos y perfectos, iglesias mágicas y grandes alamedas que acabaron con las angostas, sinuosas e inmutables calles medievales.
Todo fue abrazado por unas gentes volátiles y complacidas que disfrutaban de su recién estrenada libertad en las galerías, en los teatros y en los cafés dando luz al genio, a la filosofía, a la frivolidad, al arte y, ¿por qué no?, también a la santidad y a la guerra. Todo el mundo fuera de esta realidad se hundía en la oscuridad y quería acercarse a ella, porque todo Paris era bueno, era bello y era esencial.
Los árboles majestuosos se afeitaban y se acicalaban para proteger con sus ramas a unas calles en las que los desamparados y los descarriados guardaban sus esperanzas en las aguas ensangrentadas y sudorosas del Sena. En Paris la conciencia era igual de corazón que de razón. Era Paris el lugar elegido por Dios para bajar a la Tierra. “Sus libros, sus periódicos, su teatro, su industria, su arte, su ciencia, sus modas, lo bueno y lo malo, el bien y el mal. Todo Paris agita a las naciones del mundo y las guía”, dirá Víctor Hugo cuando el plan urbanístico de la ville lumière termine en 1867 y escriba la que es considerada primera guía moderna de la ciudad.
Y fue entonces cuando apareció ella.
Para 1889 Paris iba a albergar la Exposición Universal y de paso celebrar el centenario de la Revolución Francesa. Hoy suceso menor, entonces se trataba de un acontecimiento extraordinario en el que se presentaban inventos, nuevos materiales y nuevas ideas desde un marco incomparable. En apenas unos kilómetros cuadrados se concentraban algunas de las mentes más brillantes del planeta en una época en la que los grandes desplazamientos seguían siendo una quimera.
En la Exposición de Paris 1889 más de 30 millones de visitantes en seis meses contemplaron maravillados los progresos en el campo de la electricidad y de las comunicaciones. También observaron con curiosidad la nueva cerveza de la casa neerlandesa Heineken, al temido Buffalo Bill convertido en una atracción de circo con indígenas, frutas exóticas como la piña y hasta música hawaiana, la cual cautivaría a un Claude Debussy quien semanas después compone Claro de Luna.
No obstante, la Expo de 1889 es la exposición del ferrocarril. Las locomotoras diseñadas en Gran Bretaña hacen las delicias de los visitantes, pero Francia guarda un as bajo la manga. Francia quiere demostrarle a los británicos que está preparada para rivalizar con ellos por el mando del mundo. Se crean galerías coronadas con cúpulas monumentales y pabellones dispersos por los jardines de todo Paris. La joya de la corona es la Galería de las Máquinas, con una extensión de 420 metros por 110 metros sin ningún punto de apoyo y que entonces es el edificio más grande del mundo.
Mas eso no era suficiente. El Gobierno francés quería algo majestuoso para conmemorar el centenario. En aquellos días los avances industriales y científicos son acelerados. Es lo que se dará en llamar la Segunda Revolución Industrial. Se desarrolla el capitalismo, se acepta el darwinismo, surgen los barcos de vapor, aparece la organización del tiempo del trabajo, los fertilizantes multiplican el rendimiento del campo y el acero y el aluminio cambiarán el sistema de producción. Semejantes avances hacen que el ser humano comience a cuestionar la existencia de un dios y pasa a creerse por sí mismo un dios propio. Y no hay mejor formar que conmemorar el progreso y mostrar tu divinidad que llegar a los cielos.
Y eso es lo que Francia se propone hacer para la Exposición de 1889.
No olvidemos que Julio Verne ya había ido a la Luna, recorrido 20.000 leguas en submarino y había dado la vuelta al mundo en 80 días. No había escritor más leído en el mundo en aquel momento y sus fantasías pseudocientíficas fascinaban de igual manera a los hombres que pisaban moqueta que a aquellos que pasaban hambre. Todos los países industrializados soñaban con construir un edificio de 1.000 pies, una frontera que se consideraba inabarcable para el ser humano. Esos 1.000 pies (300 metros) era el reto que Francia iba a presentar al mundo.
Se presentaron dos proyectos tan costosos como dificultosos. El primero era una torre de granito de 1.000 pies de forma circular y que en su cima tendría unos focos gigantescos que servirían para iluminar de noche buena parte de Paris a través de un sistema de espejos. Edison acaba de presentar un sistema de iluminación eléctrico que sustituía al gas y a las velas de las calles neoyorkinas. Era, pues, una idea con todos los visos de victoria. Era útil, arquitectónicamente perfecta, pero se tenían ciertas dudas sobre su viabilidad.
El otro proyecto consideraba una torre de hierro forjado de tres niveles con la posibilidad de crear dos terrazas a distintas alturas para que los visitantes pudiesen contemplar Paris a vista de pájaro. Para salvar la altura del segundo al tercer nivel se construirían un grupo de ascensores, invención presentada por Elisha Otis, y que permitía por vez primera hacer viable la construcción de rascacielos. Esta idea fue presentada por el ingeniero civil Gustave Eiffel y era de una perfección técnica envidiable. El problema es que era inútil y costosa.
Y fea.
El hierro era visto como un material de construcción. En las construcciones se usaba en vigas y se escondía para no dañar a la vista. Su uso ornamental era inexistente. Todos los intelectuales de Paris criticaban la construcción de una torre que haría minúsculo Notre Dame o el Arco del Triunfo y que destrozaba la estética clásica que Haussmann le había dado a Paris. Eiffel tiene todas las de perder, pero el Gobierno francés no quiere gastar miles de millones de francos en un proyecto del que no tiene la seguridad de que funcione, así que descarta la torre de granito y decide negociar con Eiffel.
Eiffel recibirá un crédito que tendrá que devolver en un plazo de diez años. A cambio Gustave Eiffel tendrá el total control de los beneficios de explotación en los siguientes 25 años. No podrá construir la torre en el Campo de Marte para no dañar la estética parisina, por lo que tendrá que ensamblar las piezas en su taller de las afueras de Paris y trasladarlas de cuanto en cuanto a lo largo de dos años y gracias a la ayuda de 250 obreros. Un contratiempo que hará aumentar los costes. Por último, le imponen al arquitecto Charles Garnier, un firme opositor de la Torre Eiffel, para que ejerza de mano derecha y asesore a los ingenieros en términos de hermosura.
Con 330 metros la Torre Eiffel es inaugurada en marzo de 1889. Fue durante cuatro décadas el edificio más alto del mundo hasta que en 1930 se construyó el Edificio Chrysler de Nueva York. En tres años Gustave Eiffel recuperó el dinero invertido gracias al éxito obtenido. Un día se registraron más de 400.000 visitantes. Para entender la magnitud de la cifra basta recordar que en la actualidad el número medio de afluencia es de 25.000 por jornada.
La Torre Eiffel le permitió al hierro formar parte de la vida urbana, no sólo como material de construcción, sino también de ornamento. Mas no fue fácil. Poco antes de acabar la concesión se daba por hecho que se desmantelaría. Fue entonces cuando un alto mando del Ejército Francés se puso en contacto con Eiffel para instalar en lo alto un sistema de radio que permitiese salvar amplias distancias y poner en contacto inmediato a Paris con los cuarteles militares de la frontera francogermana. Eiffel aceptó de buen grado, corrió él con los gastos y la Torre siguió en pie. A partir de la década de 1960 recuperó el brillo de antaño resistiendo a los efectos de la corrosión y se convertirá en un éxito masivo y constante para el turismo además del símbolo universal de Francia tan bello como cualquiera de los bulevares y de los edificios diseñados por el Barón Housemann.
El resplandor de Paris no necesita del deporte. Entonces tampoco necesita del fútbol. Por lo menos no lo ha necesitado hasta ahora.
Ha habido 23 equipos que han ganado la Copa de Europa de fútbol representando a un total de 21 ciudades diferentes (Milán y Mánchester tienen dos equipos campeones). Si nos detenemos a examinar a estas urbes observaremos tres tipos distintos de localidades. Ciudades provinciales con fuerte desarrollo industrial (Turín, Liverpool, Mánchester, Birmingham, Nottingham, Hamburgo, Dortmund, Rotterdam, Eindhoven y Marsella), ciudades provinciales que funcionan como segunda capital por motivos económicos, históricos o culturales (Milán, Glasgow, Barcelona, Ámsterdam, Múnich y Oporto) y capitales de países que necesitaron del deporte para reafirmarse durante una dictadura (Madrid, Lisboa, Bucarest y Belgrado).
La excepción a la regla es Londres (Chelsea FC) y no lo fue hasta 2012 por el empeño de un magnate ruso de los hidrocarburos llamado Roman Abramovich. Es decir, por causas externas. Exceptuando Londres (la segunda), las otras tres capitales más grandes de Europa no tienen representación en este listado. Moscú, Paris y Berlín. La quinta en la clasificación es Madrid, quince veces victoriosa. Pero la sexta, Roma, tampoco ha ganado nunca la Copa de Europa de fútbol. Y si seguimos bajando en la escala nos encontramos a Viena, otra ciudad huérfana de éxitos con el balompié. Ninguna de estas magníficas ciudades ha tenido la necesidad de enfatizar su relevancia a través de un club de fútbol. Todo lo que Víctor Hugo aplicaba a París puede ser aprovechado a todas ellas. Roma es igual al Coliseo; Moscú a la Plaza Roja; Berlín a la Puerta de Brandemburgo y Londres al Big Ben.
Dortmund es el Borussia, Eindhoven el PSV, Mánchester es (o era) el United y Turín es la Juventus.
Alguien exclamará, ¡pero el Chelsea ha ganado la Copa de Europa para Londres! ¡Y dos veces! Cierto. Ahí es a donde quería llegar. La victoria del Chelsea no es el esfuerzo de una ciudad, ni es fruto del desarrollo histórico de un club de fútbol. Ni siquiera el Chelsea es el gran equipo londinense, honor que ostenta el Arsenal o en su defecto el Tottenham. El triunfo del Chelsea es el reflejo de como el fútbol se ha convertido en el pasatiempo primordial de nuestro tiempo y en el principal motor económico de la cultura de ocio. El Chelsea es hoy una gran escuadra porque un acaudalado ruso decidió invertir una fortuna en comprar el equipo. En el siglo XIX, cuando Hausemann diseñaba buhardillas, apartamentos y palacetes, mandabas construir una piscina de oro en tu mansión, encargabas alfombras persas e invitabas a tus conocidos para regodearte. Hoy, si eres millonario, compras un club de fútbol y haces lo mismo que se hacía en los palacetes en el palco VIP de tu estadio.
Los parisinos nunca han tenido la necesidad de poseer un gran club de fútbol. Un parisino es ciudadano de la capital del mundo. Un parisino crea la Copa de Europa y observa como el resto del mundo lucha por conseguir el trofeo. Un parisino crea los Juegos Olímpicos para demostrar que la civilización griega y la francesa son el corazón y el alma del progreso. Un parisino organiza exposiciones universales porque su ciudad es el jardín de Occidente.
El Paris Saint Germain es un club relativamente joven. Fue creado en 1970 tras la fusión del Paris Football Club y el Stade Saint Germanois. Cuatro años después de su fusión alcanzaron la primera categoría del fútbol galo. En su escudo aparecen representados la Torre Eiffel y la flor de Lis de la monarquía borbónica, debido a que la corte de Luis XIV fue la que proporcionó notoriedad al arrabal parisino de Saint Germain. El club no ganó ningún título liguero hasta 1986 y no tuvo su primera época de esplendor hasta la década de 1990 cuando fue comprado por Canal +. La corporación mediática fue la primera en intuir que la globalización del fútbol iba a hacer de Paris un mercado muy apetecible e infinitamente superior al de ciudades de provincia como Burdeos, Nantes o Lille. Luego, con el PSG asentado como grande de Francia, vendrían Pauleta o Ronaldinho.
El gran cambio se producirá en 2011 tras la compra del club por parte de Qatar Investement Authority. Primero desbandarán a sus contrincantes franceses adquiriendo a las estrellas de otros equipos y luego asaltarán el mercado mundial a base de petrodólares. Pero no funciona. La máquina gripa. El PSG juega en el Parque de los Príncipes, una coqueta instalación insertada en el Bosque de Boulogne y cerca de las pistas de Roland Garros. Todo es très chic. No existe estadio que al ser imaginado evoque menos pasión y sudor. Todo lo contrario. Parece que vamos a acudir a ver una ópera o una obra de teatro y que bajando las escaleras del palco brotaran las pelucas, los tacones y los vestidos de vuelo. El Parque de los Príncipes. Es curioso. No hay nada más glamuroso y más monárquico que París, la capital de la democracia republicana.
El Paris Saint Germain va a ganar la Copa de Europa. ¿Cuándo? No se sabe. Igual que la ganó el Chelsea. E igual que la ganará la Roma o el Hertha de Berlín si algún magnate decide invertir su fortuna en el fútbol. Pero, por muchos trofeos que levante el PSG, para los parisinos y para el resto de los mortales (los turistas), Paris seguirá siendo la Torre Eiffel, Notre Dame, los Campos Elíseos y el Sena, pero nunca, nunca, nunca será un club de fútbol.
Por eso en Paris 2024 la Ceremonia de Inauguración no tuvo lugar en un estadio olímpico. No. Transcurrió en Paris. En sus calles. Bordeando el Sena. Paris no tiene que crear grandes instalaciones deportivas, ni rehabilitar barrios deprimidos ni engalanar sus aceras. No hace falta. Sólo tiene que decidir si hoy viste de Givenchy, mañana de Dior y el domingo de Chanel. Por eso el mejor escenario de los Juegos está en la calle.
Y no existe mejor lugar que a los pies de la Torre Eiffel.
El Campo de Marte es uno de los espacios verdes más reconocidos en todo el mundo. Encajonado entre la Escuela Militar al sur y la Torre Eiffel y el Sena al norte, esta explanada verde fue utilizada durante siglos como terrenos de entrenamiento y marcha por el ejército francés y hoy es lugar de sándwiches y refrescos para parisinos de diario y parisinos de vuelos baratos.
Todos los años se aprovecha el lugar para celebrar una competición de hípica, aunque curiosamente la vieja dama de hierro no vera caballos bajo sus pies. En el Campo de Marte se edificó un recinto temporal de 10.000 metros cuadrados que albergó las competiciones de judo y de lucha libre. Mientras, la arena cubrió el césped para darle a los competidores en vóley-playa las mejores vistas de todos los Juegos.
La Torre Eiffel gana a los lejos y pierde de cerca como una vieja dama bien arreglada. Lo que es inalterable al asombro humano es su fastuosa altura. Desde los orígenes ha sido escenario de múltiples hazañas deportivas. En 1905 tuvo lugar la primera competición que premiaba a aquel que subiese en menor tiempo los 674 peldaños de la Torre. Luego dejarán subir los 1665 completos. Los casi 1.000 de diferencia están cerrados al gran público y sólo se pueden salvar vía ascensores. Antes ya se había circundado la Torre Eiffel a base de dirigibles y motocicletas y después se hará con aviones y automóviles.
La Torre Eiffel también ha sido escenario de competiciones paracaidistas y de descensos y ascensos en bicicleta. En 1964, para celebrar su 75 aniversario, dos montañeros franceses treparon por sus remaches de hierro y años después se permitirán hazañas de equilibrismo desde la Vieja Dama. No pasará lo mismo con el puénting, que es penado por ley. Sin embargo, sí que se han organizado cursos de buceo en piscinas instaladas en la planta baja de la Torre o se han celebrado competiciones de patinaje en el mismo lugar.
En el año 2015 se da una vuelta de tuerca con la celebración de La Verticale, una carrera que se disputa subiendo a pie las escaleras de la torre hasta la cima. Fue un éxito y su crecimiento es exponencial año tras año. La Verticale invita a los aspirantes a subir los escalones del monumento hasta el tercer piso, donde se encuentra la línea de llegada, tras trepar 1665 escalones para llegar a su cima y sobrepasar los cerca de 300 metros de desnivel. Los candidatos al trofeo superan la centena y se enfrentan al reto por turnos siguiendo un orden establecido por la organización. La carrera se celebra en marzo y su salida se programa a las 20.00 horas cuando la noche ya le gana al día y termina más de dos horas después coronando al rey de la Torre Eiffel.
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