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La locomotora humana

1922. Grandes orejas y raquítico esqueleto. Todo unido por el cuello a su cabeza hacia que Emil pareciese un chupa chups. Ni tenía un cuerpo destacable ni tampoco era especialmente aplicado con los libros. Era anodino. Uno entre tantos. Un niño nacido en la Europa de entreguerras, en un lugar llamado Koprivnice, en el año 1922. Aquel pueblo estaba situado en Checoslovaquia, una entelequia de país que apenas contaba con tres años de existencia. Aquel niño, hijo de carpintero, se llamaba Emil. Emil Zátopek. No había evidencia alguna de que ese niño se pudiese convertir en un gran deportista. Era enérgico y gustaba de ir corriendo de la escuela a casa en competición con otros niños. Poco más. Jugaba al fútbol por convención social, pero no le resultaba especialmente interesante. No había talento alguno que desarrollar porque no había talento alguno que descubrir.

1936. Parece ser que con motivo de las fiestas del pueblo el preadolescente Emil se apuntó a una carrera alrededor de la villa. Según se cuenta el recorrido era circular y contaba con aproximadamente un kilómetro de longitud. Resultaba vencedor aquel que lograse completar más vueltas antes de retirarse. Era pues una prueba de resistencia y no de velocidad. Niños y no tan niños comenzaron a trotar. Alguno corrió dos o tres vueltas, unos cuantos seis o siete y hubo uno que llegó a las diez. Sólo quedaba Emil. Ya había ganado. Pero siguió corriendo. La tarde iba transcurriendo mientras vecinos y más vecinos hacían su aparición para aplaudir vuelta tras vuelta al pequeño Zátopek. Cuando contaba con 13 giros lo mandaron parar. Lo hizo a regañadientes. Al día siguiente hizo el mismo recorrido por su cuenta. Sus hermanos mayores afirmarían que llegaría a dar 30 vueltas.

1938. Checoslovaquia fue dada en bandeja de plata a Hitler meses antes del inicio de la II Guerra Mundial. Tenía Emil 16 años. Hubo de ponerse a trabajar en una fábrica de zapatos que pronto cambiará los tacones y las zapatillas por las botas militares al servicio del ejército alemán. Emil se salva de un reclutamiento forzoso por su condición de atleta. Es llevado de un lado a otro en carreras de exhibición para el beneplácito de los mandamases. Lo hace sin entrenar. Ni le dejan en la fábrica ni tampoco su padre, quien le pide que se centre en trabajar y en obedecer a sus superiores. Lo de dedicarse al atletismo se convierte en una entelequia.

1945. Todo cambia en 1945. Checoslovaquia vuelve a ser un país. Emil cuenta con 23 primaveras. Goza de buena salud. Su país no. Ya no es la Checoslovaquia de antes de la guerra. La democracia ha sido sustituida por la dictadura del proletariado. Las autoridades comunistas apuestan por el deporte como forma de convencer al mundo de las bondades del sistema. A Emil lo sacan de la fábrica y le obligan a entrar en el ejército. Lo inscriben en el Dukla Praga, el conjunto de los militares. Tendrá consideración de suboficial a cambio de dedicarse en cuerpo y alma al atletismo. En contraprestación debe dar triunfos y gloria a la Checoslovaquia comunista. O todo o nada.

1948. A Emil Zátopek lo mandan a los Juegos Olímpicos de Londres. Es el actual plusmarquista checo en 10.000 metros. Pero no es favorito. Es un completo desconocido. A mitad de carrera va instalado en el grupo. Entonces acelera la marcha y empieza a adelantar rivales a los que va dejando atrás uno a uno, cual locomotora desengancha sus vagones. La locomotora humana gana la medalla de oro logrando un nuevo récord olímpico y aventajando al segundo clasificado en más de 50 segundos. En la carrera de 5.000 metros Zátopek logra la medalla de plata al perder el sprint final ante el belga Gaston Reiff. Aquel éxito lo convierte en una celebridad. Batirá el récord mundial de los 10.000 metros cuatro veces consecutivas en cuatro años seguidos. Zátopek tiene carta libre para dedicarse a los entrenamientos. Son años de cambios. Zátopek estaba en medio de la revolución del entrenamiento por intervalos que estaba modificando drásticamente el entrenamiento deportivo a mediados del siglo XX. Pero mientras que el adiestramiento por intervalos se centraba en mezclar series de carreras ligeras, medias y duras, Zátopek solo conocía una configuración; dura. En sus primeras excursiones por el bosque, Emil simplemente corría, explorando en lugar de entrenar de forma concentrada. Pronto se cansó de matar el tiempo sin un objetivo. Una sesión típica implicaba veinte series de 200 metros y otras veinte de 400 metros. Después de ello, sumaba otros 10.000 metros en carrera. Así todos los días. Zátopek no usaba cronómetro. Las unidades que le interesaban medir eran las del esfuerzo. Muhammad Ali comentó una vez que, cuando hacía abdominales, solo empezaba a contarlos cuando empezaban a doler porque era los únicos que contaban. Zátopek era de la misma opinión. “En el límite entre el dolor y el sufrimiento es donde se separan los hombres de los niños”, diría en cierta ocasión.

17 de julio de 1952. Dos días antes del inicio de los Juegos Olímpicos, Emil Zátopek está en el aeropuerto de Praga junto a Dana, su esposa y lanzadora de jabalina, y el resto del equipo checoslovaco. El avión pone rumbo a Helsinki donde tendrán lugar los Juegos Olímpicos. Quien no está es Stanislav Jungwirth (apodado Jogurt). Al compañero de entrenamientos de Zátopek se le habían negado las credenciales para abandonar el país. Su padre estaba en prisión por oponerse al régimen comunista y, aunque le habían prometido a Zátopek que no habría consecuencias para su hijo, finalmente el gobierno checo decidió impedir el vuelo de Jogurt para evitar que desertase. Meses antes, de hecho, ya se había arrestado a varios integrantes del equipo de hockey sobre hielo (vigentes campeones mundiales) por miedo a más deserciones. Zátopek fue claro y rotundo; o Jogurt viajaba a Helsinki o Zátopek se quedaba en tierra. Cogió su chándal de entrenamiento, le pidió a Jogurt el suyo y entregó ambos a un alto funcionario del Ministerio de Deportes. Inmediatamente se fue a entrenar y dijo que no lo molestaran hasta que le devolviesen el pasaporte a Jogurt.

19 de julio de 1952. Ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos. Toda la prensa internacional pregunta por Emil Zátopek. Una inoportuna lesión le impide estar en Helsinki, pero se confía en que esté listo para el día que se celebre la carrera de 10.000 metros. Esa es la versión oficial. Lo cierto es que Emil está en rebeldía. A su esposa Dana la aíslan en una habitación y le prohíben mantener contacto con nadie. Finalmente, el Partido Comunista Checo acepta que tanto Zátopek como Jogurt viajen a Helsinki. Eso sí. Hay advertencia para Zátopek. Se le exige el oro tanto en 5.000 como en 10.000 metros, al ahora ascendido a capitán del ejército checoslovaco. O el todo o la nada. En el mismo ascenso estaba el riesgo. Podría volver convertido en héroe o acabar olvidado y aislado en una penitenciaria.

20 y 24 de julio de 1952. En un plazo de ocho días Emil Zátopek iba a realizar un desafío nunca antes intentado, nunca después pretendido y nunca jamás conseguido. Primero fueron los 10.000, en los que vence con suficiencia por delante del francés Alain Mimoun, quien también había sido plata cuatro años atrás. Cuatro días después tienen lugar los 5.000 metros. Cinco corredores llegan a la última vuelta con opciones de medalla. Reiff, vigente campeón, lanza una carga final que pronto es contestada por Zátopek, Mimoun y el alemán Shade. En ese momento Zátopek marcha cuarto con su zancada desgarbada, boca abierta y cabeza echada. Los otros, con un paso académico, marchan por delante. Pero la victoria aún estaba al alcance de la locomotora checa. Los demás se estaban cansando. Los demás no tenían esas 40.000 vueltas rápidas en sus piernas. Los demás podían ser derrotados. Al entrar en la curva final, había cerrado la brecha. A mitad de la misma Zátopek lanzó un nuevo ataque, pasando por delante de sus tres rivales en una agonizante confusión de brazos agitados y piernas golpeando. Mimoun y Schade respondieron, y durante una tentadora fracción de segundo, los tres estuvieron uno al lado del otro…hasta que Emil vuela hacia la meta, gana el oro y establece un nuevo récord olímpico.

27 de julio de 1952. Tras ganar el oro en los 5.000 y los 10.000 metros, Emil Zátopek se dispone a completar un maratón. La primera vez en su vida en la que correrá un maratón. Con el número 903 sobre el pecho, el checo pretende completar algo extraordinario. Son un total de 66 atletas representado a 32 países por un circuito al norte de Helsinki. En los primeros diez kilómetros un grupo de 9 escapados aventaja a un pelotón donde se mantiene impertérrito el bueno de Zátopek. A media maratón, Zátopek alcanza la tercera posición tras Jim Peters y Gustaf Jansson. Al rebasar el kilómetro 32 empieza a balancear su cabeza en su muestra de esfuerzo característica para colocarse líder y llegar diez kilómetros después ganando el maratón con dos minutos de ventaja sobre el argentino Reinaldo Gorno, segundo clasificado. 70.000 personas aclaman en pie a un Zátopek que acaba de ganar su tercera medalla de oro y quien recibe el abrazo de Dana nada más cruzar la línea de meta. Su esposa, por cierto, había ganado el oro en lanzamiento de jabalina horas antes.

Zátopek en cabeza

1956. Con 34 años Zátopek intentó defender su medalla de oro en maratón en los Juegos Olímpicos de Melbourne. Había sido campeón de Europa de 10.000 nuevamente, pero su cuerpo ya no era capaz de competir en varias pruebas en un corto espacio de tiempo. La forma de correr de Zátopek con giros constantes de cabeza y balanceándose de lado a lado no era productiva a largo plazo. Se dice que, cuando le preguntaban por sus torturadas expresiones faciales, Zátopek respondía: «No es gimnasia ni patinaje artístico, ¿sabe?». Además, se entrenaba con cualquier tiempo, incluida la nieve, y a menudo lo hacía con pesadas botas de trabajo en lugar de zapatillas especiales para correr. Esa brutalidad le llevó a tener una lesión en la ingle que lo mantuvo hospitalizado seis semanas. En 1956, acabaría sexto en el maratón. Con todo, seguía siendo el gran Emil Zátopek y tuvo honores en su retirada al regresar a Praga. El Partido Comunista no le tuvo en cuenta sus manifestaciones públicas a favor de una apertura democrática con motivo de la revuelta húngara de ese mismo año. Aun entonces el coronel (nuevo ascenso) Zátopek era intocable, pero no sería así para siempre…

1968. Zátopek seguía siendo una personalidad aun habiéndose retirado en la década anterior. Mantenía fuerte contacto con Alexander Dubcek, presidente checo, que, aunque miembro del Partido Comunista, apostaba por la apertura de prensa, la concesión de libertades y el comercio con Occidente. Aquel arriesgado juego acabó con los tanques soviéticos entrando en Praga en agosto de 1968. Miles de checos se habían congregado en los alrededores de la sede de la radio pública nacional (que desde esa primavera emitía sin censura). Fue una notable muestra de unidad popular y desafío. Y el símbolo más visible de ese desafío fue un hombre calvo de mediana edad con una chaqueta arrugada, de pie sobre un pedestal junto a la estatua de San Wenceslao. Era Emil Zátopek. En un momento dado, Zátopek se precipitó hacia un grupo de soldados soviéticos, anunció su nombre y sus títulos deportivos y luego fue de un tanque a otro hablando en ruso con los soldados pidiéndoles que bajasen las armas.

Defendiendo la libertad

1972. Tras el fin de la llamada Primavera de Praga más de 16.000 personas fueron detenidas y se ejecutaron a una centena de ellas. Debido a su estatus de leyenda, a Emil Zátopek ni lo enviaron a un campo de trabajo ni estuvo delante de un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, se le destituyó de su cargo honorífico del ejército y se le quitó su vivienda y pensión. Peor aún. Su nombre fue borrado de los libros de la historia. En ningún texto checo o del área soviética podía aparecer récord o logro alguno de Zátopek. A Emil lo mandaron a trabajar a las minas de uranio. Meses después le permitieron volver a su pueblo, a la que había sido su casa familiar, donde sobrevivía plantando verduras y hortalizas y donde los lugareños se acercaban a hacerle agasajos a escondidas en forma de costillas de cerdo o filetes de ternera. Durante cuatro años ese fue el día a día de Zátopek, hasta que el Comité Olímpico Internacional exigió su presencia como invitado para los Juegos de Múnich de 1972. El gobierno checo se negó a otorgarle un pasaporte. Ocurrió que las protestas arreciaron y, al cabo de varias semanas de negociaciones, se permitió que Zátopek viajase a Alemania para recibir un sentido homenaje. Después, vuelta a casa, y nuevamente a pasar desapercibido entre patatas, zanahorias y cebollas.

1983. Ese año tiene lugar el I Campeonato del Mundo de Atletismo. Se celebra en Helsinki. Allí, cuatro décadas antes, Zátopek lograra el triplete 5.000, 10.000 y Maratón en los Juegos Olímpicos. Su presencia es obligada. Esta vez se le permite ir. Es un anciano y no se le considera peligroso. Tras volver de Múnich, a Zátopek le acabarían dando un trabajo en el servicio de basuras. Se cuenta que, al ser reconocido, la gente vaciaba los contenedores en su lugar y tiraban ellos mismo las bolsas en los camiones. Aquello era inaceptable por el régimen y fue despedido. Por entonces llevaba años apartado de su mujer. El padre de Dana había sido alto cargo del ejército y en 1968 movió hilos para separar al matrimonio. Al fallecer el padre, los Zátopek retomaron su vida de casados. A Emil le permitieron volver a reunirse con Dana en Praga a cambio de aceptar un trabajo como censor de periódicos deportivos durante 14 horas diarias. Era humillante. Terriblemente humillante. Una entre tantas. Pero el poder estar con su querida Dana inclinó la balanza a favor de la aceptación de lo inaceptable. Así que cuando llegó a Helsinki y miles y miles de personas lo aclamaron, Zátopek debió sentirse en la Luna. Ni siquiera cuando el comunismo cayó y su nombre y sus registros fueron rehabilitados el sentimiento popular fue el mismo. Tampoco cuando falleció en 2000. Al fin y al cabo, los homenajes cuando uno está muerto no son precisamente disfrutables. Pero las dos semanas de Helsinki de 1983 que Zátopek se pasó entre apretones de brazos, aplausos y cálidas sonrisas debieron compensar, al menos en parte, todos los sufrimientos de esos largos, duros y penosos últimos años.

Emil Zátopek, el hombre que ganó 5.000, 10.000 y maratón en unos Juegos Olímpicos. Hazaña que nunca jamás será igualada.

La locomotora humana

“Correr lento; ¿para qué? No quiero ir detrás de un rival para ganarle al final. A mí no me importa cansarme. Para eso entreno”. Emil Zatopek, contestando a un periodista que le preguntaba porque siempre se ponía en cabeza para tirar desde un principio en vez de esperar al tramo final.

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