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El cumpleaños de Hitler (1ª parte)

20 de abril de 1972. El día amanecía plomizo, pero las colosales vidrieras de la habitación provocaban que la claridad del amanecer se abalanzase sobre la estancia. Eran las seis de la mañana y Adolf experimentó una fugaz pero brusca sensación de enfado cuando acudieron a despertarle. Se incorporó lentamente y pidió ayuda para salir de la cama. Con parsimonia irguió los brazos y una joven pizpireta le quitó su pijama de lino lavado bordado con sus iniciales. Aquel día Adolf Hitler cumplía 83 años.

No era un cumpleaños cualquiera. Aquejado desde la cincuentena de párkinson y con un alzhéimer galopante, ese día iba a ser el último del Führer presidiendo un acto público. Había gastado millones de reichmarks en buscar inútilmente una cura, fracaso que le había costado la vida a unos cuantos científicos. No obstante, cuando la lucidez se lo permitía, seguía siendo tan implacable como de costumbre. Consumido su cuerpo y abandonada su mente, no tenía intención alguna de ser un estorbo para Alemania. En sus planes no estaba pasar sus últimos días en una institución psiquiátrica. Hitler era un hombre de principios. De escabrosos, deleznables, ruines y asquerosos principios. Pero de principios.

Ordenó a Goebbels que lo asesinarán.

El también enfermo y cojo ministro de Propaganda trazó un plan. Hacía años que Alemania se desangraba en la marca del Este, en las cuencas petrolíferas del Cáucaso y las llanuras ucranianas, donde convivían a partes iguales las casas de veraneo nazis con los campos de trabajo y los fantasmas de sus homólogos de exterminio. La guerra había terminado en 1944 tras la fastuosa victoria en Stalingrado el invierno anterior y la toma de Moscú por parte de la Wehrmacht aquel verano. Una vez caído el frente, Stalin se había suicidado. Regida por Breznev, la URSS seguía existiendo formando un vasto, pero irrelevante territorio, en Siberia, de nulo interés para los nazis.

Pero a inicios de la década de 1960 las colonias orientales comenzaron una guerra de guerrillas alentada por una nueva generación de comunistas. A pesar de los denodados intentos de Goebbels la opinión pública alemana estaba cansada de tanta guerra. La censura no podía parar la ingente llegada de imágenes de niños bombardeados por napalm y de inocentes perseguidos por helicópteros. La gente se defendía casa por casa y granja por granja mientras los ataúdes se acumulaban en el aeropuerto de Tempelhof.

Así pues, Goebbels trazó un plan con el beneplácito del Führer. Hitler acudiría a la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos. Una vez terminado el acto una bomba colocada debajo de su Mercedes 280S blindado acabaría con su vida. Goebbels orquestaría todo para culpar a la URSS y de paso involucrar también a los estadounidenses, los cuales llevaban décadas apoyando económicamente a la resistencia del oriente europeo. De este modo, la previsible rabia de la opinión pública permitiría aumentar el número de soldados enviados al frente.

Tan sólo había un pero; ¿Quién sucedería a Hitler? Joseph Goebbels se había auto descartado. Había decidido inmolarse junto a su Führer. Su mujer, lejos de escandalizarse, asumió con gusto la idea y decidió sumarse a la macabra fiesta. Hermann Göring, el durante décadas poderosísimo número dos, había fallecido en 1956 víctima de un ataque cardíaco. Lo mismo le ocurrió a Martin Bormann cuatro años después. A Adolf Eichmann se lo llevó por delante un cáncer en 1962. Generales victoriosos como von Brauchitsch, Paulus o Nimitz habían ocupado cargos ministeriales en el pasado, pero su presencia era anacrónica en 1972. No hablemos ya de Guderian o de Rommel, este último ya fallecido y convertido en traidor al Reich tras su fuga a Estados Unidos en 1944.

El sucesor natural de Hitler parecía Heinrich Himmler, Reichführer de las SS, pero su ambición le había traicionado. Llevaba años maniobrando para suceder a Hitler y sus cartas estaban sobre la mesa. Además, Heydrich, su fiel mano derecha, había fallecido víctima de un ataque terrorista en Polonia meses atrás. No. Hitler lo descartó por completo. Himmler recordaba a un pasado que los nazis pretendían ocultar. Para Hitler sólo había un posible sucesor. Y ese hombre era Albert Speer, su arquitecto de cabecera.

Para evitar el desacato de las SS y una posible insurrección, Hitler ordenó a Goebbels asesinar también a Himmler. El hombre que creó un sistema centralizado de campos de exterminio también viajaría en aquel Mercedes con rumbo al averno.

Aquel 20 de abril, Himmler, Goebbels y Hitler saltarían por los aires.

¿Quién era Speer? Albert Speer era el arquitecto jefe de Hitler. Durante la guerra había sido el responsable de la distribución de armamentos y producción industrial. Tras la guerra ejerció de ministro de transportes y fomento hasta que fue sustituido por su hijo. Había sido el responsable de diseñar una fastuosa autopista de tres carriles que conectaba las regiones bálticas con el sur de España para goce del turismo alemán. Al borde de los 70, Speer seguía siendo un hombre cautivador, un conversador excepcional y una persona con grandes dotas comunicativas. Speer no era militar ni tampoco un SS. Era un civil. Y eso es lo que buscaba Hitler. Speer era el nazi bueno.

Y sobre todo Speer había hecho realidad el último gran sueño de Hitler. La construcción de Germania. La construcción de un nuevo Berlín. Un nuevo y gigantesco Berlín que el mundo iba a conocer en estos Juegos Olímpicos.

Germania

Ni era la primera vez que Berlín albergaba unos Juegos Olímpicos ni tampoco era la primera ocasión en la que los alemanes ejercían de anfitriones. Pero dado que los nazis solo admitieron a sus aliados en los JJ. OO de Núremberg 1948, hubo que esperar a Roma 1960 para ver en acción a Estados Unidos y a la totalidad de democracias latinoamericanas del bloque occidental. Desde entonces los Juegos Olímpicos se convirtieron en un campo de combate a mayores entre la guerra fría que Estados Unidos y el Imperio nazi estaban librando. Ocurre que los Juegos de Berlín 1972 tenían algo aún más especial. Por vez primera se admitía la presencia de los comunistas siberianos de la URSS y de la China popular. A cambio, Estados Unidos reconocía como país independiente a Taiwán y al régimen nazi cubano que, liderado por Fidel Castro, amenazaba con sus misiles las costas norteamericanas a escasos 40 kilómetros de distancia.

La ceremonia tendría lugar a media tarde. Parecía que, aunque nublado, la lluvia no haría aparición. Lo habitual era competir en verano, pero fue idea de Goebbels hacer coincidir los Juegos con el cumpleaños de Hitler. Aun así, la agenda de Hitler estaba repleta aquella mañana. Hacía años que utilizaba traje y corbata en el día a día, pero continuaba usando el uniforme pardo del partido nazi para los actos oficiales. Con el brazalete en el brazo izquierdo y con la cruz de hierro de la I Guerra Mundial y la medalla como creador de la Gran Alemania de 1944 en el pecho.

Hitler desayunó con Arno Breker, quien había diseñado la primera mascota de la historia de los Juegos Olímpicos. Se trataba de un pastor alemán con un collarín que tenía dibujados los aros olímpicos. La idea de Breker era usar como mascota a un perro salchicha, el más común del país, pero a Hitler le aterraba la idea. Más tarde tuvo una reunión con la cineasta Leni Reifenstahl, que ya se había encargado de la dirección cinematográfica en 1936 y en Núremberg 1948. En esta ocasión le acompañaba un joven de veintitantos llamado Rainer Fassbinder, quien, a pesar de tener un talento descollante, estaba siendo vigilado por la Gestapo por ser un posible elemento disidente.

Para el almuerzo Hitler se reuniría con una representación de los deportistas alemanes llamados a conquistar el oro olímpico. Destacaban Roland Matthes en natación y Renate Stecher y Ulrike Meyfarth en atletismo. Todos lograrían medallas ante sospechas de un dopaje de Estado que los nazis llevaban años practicando en mayor o menor medida. No podrían evitar que el estadounidense Mark Spitz, el finés Lasse Viren, la soviética Olga Korbut o el británico Kipchoge Keino se convirtiesen en reyes de los Juegos. Por suerte, el velocista ucraniano Valeri Borzov competía bajo bandera nazi.

También eran nazis los polacos Lato y Deyna, futbolistas del Schalke 04. Por vez primera los futbolistas profesionales competirían en los Juegos. Era una medalla de oro segura. El FC Bayern era el actual campeón europeo, liderado por Franz Beckenbauer, el cual se afanaba por agradar a Hitler en la mesa siempre encantado de entablar relaciones con las altas esferas. El Bayern había sucedido al Schalke 04 como primer campeón alemán europeo, una fantástica idea promovida por la revista Kicker a mediados de los 50. Era tan superior el nivel de la selección germana que futbolistas del nivel de Ivo Viktor o Oleg Blokhin eran suplentes, mientras que otros como Allan Simonsen alternaban el banquillo con la titularidad.

Finalizado el almuerzo, Hitler deseó suerte a todos los deportistas y tuvo un aparte con Beckenbauer, quien sería el encargado de abanderar a la delegación germana.

Cansado por el trajín de los acontecimientos, médico y enfermera atendieron en privado al Führer. Durante la comida se mostró ausente por momentos, pero sus acólitos se encargaron de ocultar sus defectos. Luego dormiría una breve siesta. Media hora después, una vez examinado y aseado, Hitler exigió la presencia de Goebbels antes de abandonar la Cancillería. El ministro de Propaganda comentó que todavía había tiempo a dar marcha atrás. Hitler, pensativo ante la gran bola del mundo de su despacho, giró la cabeza, contuvo la mirada y exclamó:

¡Sieg Heil!

Goebbels se cuadró, devolvió el saludo y ordenó que el chófer se plantase delante de la Cancillería.

Hitler en 1972

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