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El nazi bueno (1ª parte)

Antes, mucho antes, de Robinho, Tévez, Agüero, Gündogan, Silva o De Bruyne, el Manchester City era un paria. Un club modesto, a caballo entre la primera y la segunda categoría del fútbol inglés y siempre a la sombra de los diablos rojos del United. Tuvo sus años de gloria a finales de los 60 cuando conquistó la Premier de forma sorpresiva, pero la historia del club tiene más sombras que luces. Y, a pesar de todo ello, para todo buen hincha ‘citizen’ por muchos títulos y por muchas estrellas que los petrodólares se encarguen de llevar a orillas del río Mersey no habrá nunca un futbolista más admirado que Bert Trautmann, el nazi bueno.

En 1949 el Manchester City necesitaba un portero. Frank Swift, el cancerbero del club en el último lustro, se acababa de retirar y aunque estaban convencidos de que el elegido era mucho mejor que él, los directivos del City dudaban de que fuese aceptado por la afición. Bert Trautmann era un excepcional portero que llevaba varios meses destacando en el fútbol regional pero que aún no había dado el paso al profesionalismo. Y no por culpa de sus aptitudes, a ojos de todos excepcionales, sino por culpa de su pasaporte.

Trautmann era alemán. Era un soldado alemán. Un sargento de la Luftwaffe. Bert Trautmann se iba a convertir en el primer teutón que jugaría en la liga inglesa. En el primer alemán que iba a disputar la FA Cup, la competición de fútbol más antigua del mundo. Y todo ello apenas un puñado de años después del fin de la II Guerra Mundial.

Bert Trautmann nació en Bremen en 1923, días antes del golpe de Estado fallido conjeturado por Hitler y otros gerifaltes del partido nazi en una cervecería de Münich. Como todo chiquillo alemán de raza aria, Bert era un niño alto, fornido y rubio. Y como tantos otros niños altos, fornidos y rubios creció mamando la propaganda nazi, pasó su pubertad en los campamentos organizados por las Juventudes Hitlerianas y cuando la guerra estalló en 1939, y con apenas 16 años de edad, corrió a alistarse como voluntario para defender el Reich de los 1.000 años.

Trautmann había pasado una difícil infancia. Sus padres no tenían trabajo y él vivía de pedir en la calle y de los alimentos que le daban en los comedores comunitarios. Con apenas 10 años ya se unió a las Juventudes Hitlerianas, donde le proporcionaban comida, le enseñaron el oficio de mecánico y, sobretodo, le devolvieron la dignidad. Es fácil comprender como aquel chaval de 16 años estaba dispuesto a dar su vida por Alemania y por su Führer.

Intentó alistarse en la sección de inteligencia. Su idea era convertirse en operador de radio, pero suspendió el examen para intérprete de código morse. Finalmente fue reclutado por la Luftwaffe como paracaidista. Los ‘fallschirmjager’ eran unidades de élite, fuertemente nazificadas y claves para la ofensiva nazi. Los alemanes fueron los primeros que crearon unidades específicas de paracaidistas para asaltar las líneas enemigas, cortar comunicaciones y crear el caos en la retaguardia del enemigo. Los ‘fallschirmjager’ eran muy respetados en el campo de batalla y estaban armados con el fusil de asalto FG 42, un arma de combate ligera y plegable, sin paragón por entonces.

Tras un arduo entrenamiento Trautmann fue enviado a la Polonia ocupada, hasta que en el verano de 1941 fue movilizado para iniciar la ofensiva alemana contra la URSS. Pasaría tres años combatiendo en el frente del Este siendo uno de los 90 supervivientes de una división aerotransportada conformada por 1.000 individuos. Trautmann es uno de los pocos afortunados que entró en la guerra en 1939 y salió indemne de sus garras en 1945.

Primero luchó en Crimea y más tarde fue enviado al frente de Moscú. Allí, durante la contraofensiva soviética, una granada le estalló en los pies e increíblemente no sufrió rasguño alguno. Era el invierno de 1942 y poco después fue capturado por los rusos. Dicen quienes lo conocieron que era un soldado entusiasta y eficiente y que mantenía la compostura incluso encerrado en un campo de trabajo. Su fidelidad a Alemania se mantenía por entonces inquebrantable. A los pocos meses de ser capturado fue enviado junto a otros presos a reasfaltar y adecentar una carretera que había sido demolida en el transcurso de los combates. Mientras estaba trabajando, un escuadrón de cazas de la Luftwaffe atacó a las posiciones más avanzadas del flanco soviético. Aprovechándose del caos originado, Trautmann consiguió escapar de su cautiverio y emprender una larga huida para regresar a territorio alemán. Con motivo de su hazaña fue galardonado con una Cruz de Hierro, una condecoración militar alemana de origen prusiano, y aún vigente en la actualidad, que es concedida por actos de gran valentía. Tan sólo fue una más de las cinco condecoraciones que Trautmann recibió en los años de contienda.

Tras unas semanas de descanso en Bremen volvería a Rusia donde alcanzaría el grado de sargento, hasta que en 1944 fue desplegado sobre Bélgica para tratar de ayudar a detener la ofensiva de los aliados tras el desembarco de Normandía. Pero por entonces su visión de la guerra ya había cambiado. En Bremen había comprobado como parte de su familia había muerto y como la otra malvivía. Había sufrido en sus carnes como su ciudad era víctima de bombardeos aliados continuos, algo que la propaganda nazi se había encargado de ocultar. Pero no sólo eso. Años más tarde confesaría lo orgulloso que se había sentido cuando había logrado escapar de los soviéticos. Pero también explicaría que su nazismo se había visto diezmado cuando advirtió como un comando de las SS aniquilaba a los habitantes de un pueblo ruso al completo y los enterraba en una fosa común. “Si no hubiese sido tan niño entonces creo que me hubiese suicidado”, se sinceraría en un profundo reportaje.

En diciembre de 1944 participó en la batalla de las Ardenas, la última ofensiva alemana de la guerra. La ofensiva fracasó y Trautmann nuevamente fue capturado, en esta ocasión por un comando francés. Nuevamente consiguió escapar, en esta oportunidad sin mayores dificultades, pero en esta ocasión no habría tiempo para descansar. El ejército alemán estaba a punto de colapsar y no se podía escatimar en personal. Trautmann fue enviado al frente de nuevo, esta vez a defender la frontera del Rin, el último reducto antes de que los enemigos entrasen en Alemania.

La noche del 7 al 8 de febrero de 1945 la aviación inglesa convirtió en escombros gran parte de la ciudad medieval de Cléveris. Entre los cascotes emergió Bert Trautmann tras tres largos días y tres largas noches inmóvil debajo de las ruinas. Sólo, aislado de su división, sin pertrechos ni comida, deambulaba vestido de uniforme camino de Bremen usando la persistencia como su único método para sobrevivir. Un par de días después fue sorprendido por un par de soldados norteamericanos mientras dormía en un granero. Consiguió zafarse de ambos, pero mientras escapaba corriendo campo a través tropezó. Al levantar la cabeza vio a un grupo de soldados ingleses que le espetaron: “¡Eh! Fritz (así es como los ingleses llamaban a todos los alemanes), ¿te apetece una taza de té?”. Y Trautmann definitivamente se rindió. Su guerra había acabado.

“Fue una liberación. Estaba cansado de escapar y de combatir. Todo cambiaba demasiado rápido y era imposible soportar aquella sensación de que en cualquier momento todo podía acabarse”, declararía Trautmann años más tarde.

Los aliados primero le enviaron a un campo de prisioneros situado en Bélgica y, al acabar la guerra, fue trasladado a Essex, al noreste de Londres. Existían tres categorías de reclusos. Los negros eran considerados nazis impenitentes, los reclusos grises eran considerados simpatizantes pero no militantes y los convictos con distintivo blanco eran aquellos soldados alemanes que se consideraban antinazis.

Trautmann fue catalogado como recluso de distintivo negro. Fue clasificado como un nazi peligroso.

Durante más de medio año fue sometido a un plan de desnazificación. Fue reeducado en los valores democráticos, fue sometido a sesiones de vídeo con imágenes de los campos de exterminio de judíos y, en definitiva, se le hizo partícipe de todas las atrocidades que los nazis perpetraron durante la guerra y que él se encargó de defender al vestir el uniforme del ejército alemán.

En el verano de 1946 fue recalificado como prisionero de distintivo gris y fue enviado a un campo de trabajo en Ashton-in-Makerfield, un pueblo a caballo entre Manchester y Liverpool. Allí se convierte en conductor de un camión de reparto entre granjas y se entremezcla con los pueblerinos en labores de intendencia como el arreglo de tendidos eléctricos, el levantamiento de puentes, el traslado de enseres o la retirada de bombas que quedaron sin estallar.

El director del campamento era un general escocés fanático del fútbol que tan pronto como pudo organizó un equipo para competir en las ligas locales. Trautmann no había jugado nunca al fútbol y es utilizado como defensa central. Fuerte, robusto y con 1’89 metros de altura se convierte en un central leñero. Pero el azar le tenía destinado otra aventura. El portero del equipo se lesiona y Trautmann es enviado bajo palos. Aquel central mostrenco y bruto se convertirá en un portero seguro, ágil y de gran colocación. El boca a boca pronto hará efecto y los partidos del domingo del equipo del campamento de prisioneros número 50 pronto serán seguidos por miles de curiosos.

En las navidades de 1946 Trautmann, al igual que otros presos, pasará la Navidad con una familia de la zona en un intento de normalizar una situación anómala. Es entonces cuando conoce a Marion Greenhall, una chica de un pueblo cercano que pronto se quedará embarazada. Bert Trautmann, ya con 23 años de edad, había matado a cientos de hombres pero aún no sabía lo que era el sexo. Cuando en 1947 el Gobierno inglés repatrie a los presos a su país de origen, Trautmann decide rechazar el ofrecimiento. En Bremen ya no tiene ni familia ni amigos. En Inglaterra tiene una nueva vida.

La buena voluntad le dura apenas un par de meses. Antes de que Marion dé a luz a una niña que llamará Frida, Trautmann escapará víctima del miedo y de la responsabilidad. Hoy parecerá extraño, pero en los años de posguerra los hijos de madre soltera fueron pan de cada día. Hasta los años 60 Frida no sabrá quién es su padre biológico y tuvo que esperar a 1990 para conocerlo.

Bert malvive trabajando en una granja hasta que en abril de 1948 el Saint Helens Town, un equipo de regional contra el que había jugado en alguna ocasión, le ofrece un puesto como portero y un empleo en la fábrica local. Trautmann acepta y con sus paradas consigue con rapidez que el St. Helens ascienda de categoría.

Antes de que termine la temporada 1948/49 sus actuaciones han llamado la atención del Manchester City. Es evidente que Trautmann es un portero de primer nivel, pero una cosa es que un prisionero de guerra, un alemán, juegue en un equipo semiamateur y otra es que salte a los campos de la primera división inglesa.

Pero esa será la historia de la próxima semana.


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2 commentarios

  1. Sergio

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    Buena reseña, hay que ver de todo que es cierto y que fábula o exageración. Tampoco se puede saber lo que en una de esas se oculta. Quiero decir, realmente me parece una historia muy interesante, aunque el título es un imposible. No hay nazis buenos, si posiblemente ex-nazis. Tampoco se si Trauttman realmente se arrepintió, me quedo con esa duda, en una de esas tan acostumbrado a escapar, aprendió a sobrevivir disimulando. Lo único comprobable es que fue un gran arquero.

    • Gerardo Vázquez Morandeira

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      Responder

      Lo primero, gracias.

      Toda buena historia y todo buen título tiene un punto de exageración para captar al lector.

      Todos los alemanes fueron nazis, bien de oficio o bien de beneficio. La cuestión que estudian los historiadores sociales es que grado de culpabilidad pudo tener la masa en los crímenes del nazismo y cuanto sabían de lo que sucedía.
      Trautmann, como tantos otros, lo que hizo fue ser pragmático. Al final, los seres humanos somos por definición y naturaleza animales perezosos y egoístas. Buscamos vivir bien y la historia demuestra que las sociedades son mayoría a la hora de cerrar los ojos y sólo cuando el daño es grave los vuelven a abrir.

      Y sí, está claro que fue un portero de primerísimo nivel.

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