El secreto de Gino Bartali; el Schindler de la bicicleta
En un pueblo cualquiera, a caballo entre Toscana y Umbría, cientos de pasajeros esperan impacientes la llegada de un tren. Entre todos los transeúntes destaca la figura de un hombre moreno, de anchas espaldas y con nariz de púgil. Aparecía siempre en el andén acompañado de una preciosa bicicleta dorada que apoyaba cuidadosamente en el muro de piedra que separaba el apeadero de la cafetería de cualquier estación. Rápidamente todos los presentes se giran para darle la bienvenida y saltar en busca de un saludo, de una sonrisa o de un autógrafo, o de las tres cosas, si había un golpe de suerte. El hombre en cuestión se llama Gino Bartali, por entonces doble ganador del Giro de Italia y flamante vencedor del Tour de Francia. Tras deslumbrar a los presentes con su sonrisa se dirige a un vagón determinado y con la confusión del sube y baja se esconde entre la muchedumbre. Pasados unos segundos se retira y grita a los cuatro vientos “pasado mañana vuelvo”.
Parecía una frase de cortesía hacía los aficionados, pero en realidad lo que fijaba era una cita para intercambiar unos documentos furtivos que estaban destinados a salvar cientos de vidas.
Bartali era una fuerza de la naturaleza que con sólo 22 años había ganado el Giro de Italia de 1936 y que al año siguiente repetiría victoria sin demasiado esfuerzo. Era la estrella ciclista del momento y eso era mucho decir en los años en los que el ciclismo era el ‘santo sactorum’ del deporte. Se le conocía como el hombre de hierro. Fumaba abundantemente y era habitual del whisky y del brandy, el doping de aquel entonces. Era un enamorado del esfuerzo y cuando los rivales tiritaban ante la tormenta y el frío, Gino retozaba con alegría. Bartali había nacido en un pueblecito de los arrabales de Florencia, en una casa que hoy es un museo dedicado a su memoria. Nació en el seno de una familia humilde, conservadora y trabajadora que le inculcó los caminos de la fe católica. No en vano su apodo más célebre era el de “monje volador”. Pero Bartali iría más allá. Cuando su hermano muera atropellado por un coche en una carrera ciclista, Bartali se encerrará durante semanas junto a su bicicleta en el sótano de su casa para llorar su muerte. La tragedia reforzó su fe y no encontró mejor camino para llegar a ella que a través de las dos ruedas.
La II Guerra Mundial mutiló el palmarés de un ciclista excepcional que logró 3 Giros de Italia (1936, 1937, 1946) y 2 Tours de Francia (1938, 1948) dejando yermos los años de madurez y de mayor fortaleza física. Un talento quebrado en una época rota. Los duros tiempos de los ismos también dañaron su imagen. En 1938 Benito Mussolini le obligó a no presentarse en el Giro para que preparase a conciencia el Tour de Francia. Para ‘il Duce’ era una cuestión de Estado que un italiano triunfase en la prueba ciclista de referencia. Bartali vio, llegó y venció, y pronto lo catalogaron como ciclista del Régimen y emblema del fascismo, a pesar de que no existe documento cinematográfico o fotográfico en el que se le vea haciendo el saludo fascista.
Bartali murió en el año 2000, con 84 años de edad, y siempre vivió bajó la tirria y la animadversión de media Italia. A ello contribuyó su rivalidad con Fausto Coppi en los años posteriores al fin de la II Guerra Mundial. Bartali representaba a la Italia campesina, católica y tradicional. Coppi era el futuro, la elegancia, la ciudad. Era el tergal contra el esmoquin. El primero representaba a los fascistas, el segundo a los comunistas. La realidad era mucho más simple. Sencillamente eran estereotipos. Ni se llevaban mal ni eran tan radicales en sus ideas. En el Tour de 1952 ambos intercambiaron un sorbo de agua camino de los Pirineos. La mística de aquella instantánea aún retumba en el presente. En la Italia de hoy se sigue discutiendo quien le dio el agua a quien. Ellos siempre mantuvieron el secreto. Aquella imagen simboliza la solidaridad entre las dos italias.
Porque aquella Italia estuvo al borde de una guerra civil. Con la mitad de la población votando a Democracia Cristiana (DC) y la otra mitad al Partido Comunista (PC), el 14 de julio de 1948 un pistolero atenta contra Palmiro Togliatti, presidente del PC. Con buena parte de la izquierda exaltada en las calles, Alcide de Gasperi, presidente de Italia y líder de DC, telefonea a Cannes, en la Costa Azul francesa, al hotel donde se encuentra Gino Bartali quien está disputando el Tour de Francia. De Gasperi le pide a Bartali que gane el Tour para evitar una guerra civil. Aún faltaban por ejecutarse las etapas alpinas, pero Bartali estaba a más de 21 minutos de Louison Bobet el líder de la carrera. Bartali le promete a de Gasperi que será el ganador de la etapa, aunque no se aventura a prometerle la conquista global.
Aunque en el ciclismo de entonces la distancias se medían por minutos y no por segundos, es de locos pensar que Bartali pueda ganar el Tour.
Al día siguiente, a lo largo de cerca de 300 kilómetros de frío, lluvia y barro, Bartali lanza su ataque en el Izoard y gana la etapa con cerca de 20 minutos de ventaja sobre Bobet. En la siguiente etapa rematará su hazaña venciendo en Aix les Bains y alzándose con un liderato que ya no abandonará hasta París. Las radios (aún no había televisión) se pasan las horas hablando del Tour de Francia. La noticia que abre los noticiarios es la victoria de Bartali dejando en segundo plano las declaraciones de un Togliatti que se recupera milagrosamente de sus heridas en la cama de un hospital. Tras dar las gracias a los médicos, el líder del PC solicita calma a la población y a sus compañeros del Partido Comunista mientras se congratula por los éxitos del católico Bartali.
—EL SECRETO DE GINO BARTALI—
Cuando enterraron a Bartali lo vistieron con el sallo franciscano. Consideraba que no había mejor vestimenta para dejar este mundo, porque el traje capuchino no tiene bolsillos. En la otra vida no hay dinero y sin bolsillos no hay donde guardarlo. Con esa misma humildad falleció guardando un secreto que ni insinuó ni contó a su familia. Tan sólo su nieta desvelaría años después que su abuelo siempre le decía que sería más querido en muerte que en vida, algo que no lograba comprender. Bartali había pasado a la eternidad como un hombre amado por media Italia y que había logrado el respeto de la otra media que lo odiaba con su legendaria victoria en el Tour de 1948.
Lo que muy pocos sabían es que sus pedaladas más heroicas fueron anónimas.
Entre el otoño de 1943 el cardenal Elia Dalla Costa, amigo de Bartali, le puso en conocimiento de un plan que estaba tramando. Había organizado una red clandestina formada por frailes franciscanos, monjas y laicos que ayudaban a escapar a cientos de judíos amenazados por las deportaciones a Europa del Este ordenadas por los fascistas a instancias de la Alemania nazi. El plan estaba bendecido por el Papa Pio XII pero necesitaba de un correo que transportase los documentos de identidad falsificados, dinero y fotografías sin llamar la atención.
Ese hombre era Gino Bartali.
Entre otoño de 1943 y la primavera de 1944 se estima que Gino Bartali ayudó a salvar la vida de más de 800 personas. Cada uno o dos días, Bartali pedaleaba entre pastos y cipreses, desde Florencia a Asís, sorteando en los días de mayor ajetreo unos 185 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Por el camino paraba en una estación o en otra, según le indicasen, tomando nota de los retenes alemanes, sorteando controles fascistas y saludando a todo aquel que se sorprendía de verlo aparecer cada mañana. Él, alargaba el cuello, esbozaba una sonrisa, repartía autógrafos y tan sólo acertaba a decir que estaba entrenando, manteniéndose en forma para volver a competir cuando acabase la guerra.
La misión de Bartali consistía en pedalear hasta Asís, donde se imprimían los documentos falsos en una vieja imprenta. Allí, en un convento, mientras la resistencia trabajaba en pleno funcionamiento las monjas cantaban y gritaban con toda la fuerza de sus pulmones para ocultar el ruido del traqueteo de las máquinas. Después llevaba todos esos impresos clandestinos al punto convenido ocultos dentro del tubo de su legendaria y preciosa bicicleta Legnano dorada.
Al parecer en uno de esos trayectos apoyó la bicicleta en la fachada de un bar para descansar y pedir un vaso de agua. Un avión aliado, quizá cegado por el resplandor del sol en la bicicleta, descargó una ráfaga de disparos sobre la bici dejándola inservible. Una vez arreglada decidió llevarla siempre sucia y le sustituyó el color dorado por uno marrón que despistase al ojo ajeno.
Todo esto fue revelado hace poco más de una década, cuando el hijo de uno de esos judíos florentinos felizmente salvados descubrió en el desván de la casa de sus padres un diario que relataba con detalle cómo funcionaba la red clandestina y el papel desempeñado por Gino Bartali en que se llevase a cabo con acierto. Fue entonces cuando la nieta de Bartali comprendió lo que su abuelo le había contado entre bambalinas. Fue entonces cuando Italia comprendió el valor de un hombre que además de fuerza física tenía una gran fuerza interior. De un hombre del que dicen que a través de su humilde generosidad consiguió salvar a un país de una guerra civil. “Él consideraba que esas cosas se hacen, pero no se cuentan. Se lo pidieron, se lo pensó, y simplemente dijo que sí”, diría de él uno de los pocos franciscanos que seguían con vida cuando todo esto se supo. Luego, un par de años después, cuando la curiosidad hacia el mito fue creciendo, también se supo que en el sótano de su casa ocultó a una familia de judíos durante cerca de un año.
“¿La fe católica? No, fue una cuestión de humanidad”. Luigi Bartali, hijo de Gino Bartali y director del museo del mismo nombre.