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La batalla de Highbury

Los camisas negras de Benito Mussolini ya dominaban el norte de Italia a base de amenazas y coacciones, con la cómplice pasividad de ciudadanos y policía. A finales de octubre de 1922, fuese a pie, en camiones o en ferrocarril, arribaron a Roma miles de paramilitares fascistas ataviados de camisas negras para exigir la deposición del gobierno. El rey Víctor Manuel III se negó a movilizar al ejército y aceptó que Mussolini se pasase la democracia por los mismísimos y fuese elegido primer ministro. Il Duce aun tardó unos cuantos años en convertirse en dictador y transformar las leyes en un ordeno y mando. En un principio optó por un perfil bajo. Entre las primeras medidas a adoptar, aquellas que no molestasen en demasía, estaba el deporte. Y las medidas fueron, cuanto menos, bastante ridículas.

Lo primero que hizo Mussolini fue prohibir el rugby y el fútbol. Ambos eran deportes británicos que apestaban a extranjerismo. En su lugar fomentó a base de liras la competición de volata, una mezcla de ambos deportes en los que el objetivo era meter la pelota en una portería pudiendo utilizar cualquier parte del cuerpo. Se llegó a montar hasta una liga de cien equipos, pero la tontería sólo duró hasta 1925 cuando hubo que volver a lo que funcionaba. Eso sí. Nada de fútbol. Se recuperó el nombre de un juego medieval muy popular en Florencia llamado calcio. Así que la federación de football pasó a llamarse FIGC (Federazione Italiana Giucco Calcio) y con éxito, ya que el nombre se mantiene (al Franquismo lo de balompié sólo le funcionó con el Betis).

En esos primeros años Mussolini apostó por una dictadura blanda que luego convertiría en dura. Todas las federaciones deportivas eran controladas por el aparato fascista de igual modo que lo era el CONI (Comité Olímpico Italiano). La diferencia era radical con lo que ocurría en las democracias, principalmente en el Reino Unido, cuna del deporte moderno. El deporte británico era, y es, profundamente apolítico. Eso no quiere decir que no hubiese una unión entre deporte y Estado. Recordar que los chicos de Eton, Rugby o Winchester fueron los primeros que le pegaron patadas a un balón y todos esos chavales luego acabarán siendo hombres trajeados con cargos poderosos. Lo de apolítico significaba que el Estado asumía una política de no intervención en el deporte. No existía ley alguna que lo dictaminase, pero era un acuerdo entre caballeros que contaba con la vigilancia extrema de la prensa ante cualquier injerencia.

En el Reino Unido las federaciones deportivas no recibían ningún tipo de subvención estatal, por lo que el deporte era un asunto totalmente privado. Ningún equipo contaba con el patrocinio de la realeza, a pesar de ser un país profundamente ligado a la corona. Todo lo contrario, ocurría en Italia. Todas las federaciones bebían del dinero público y la manipulación política del deporte hacía que fuese imposible separarlo del Estado. Hasta clubes privados poderosos, caso del Internazionale milanés, hubieron de cambiar su nombre por apestar a extranjero. Así, hasta la caída del Duce, el Inter fue la Ambrosiana en honor a San Ambrosio, patrón de Milán.

Il Duce

Y con todo Italia e Inglaterra eran países amigos. En la magistral película El Gran Dictador de Chaplin se ve como Mussolini y Hitler son encarnizados rivales que se disputan Austria como dos aves rapiñas, mientras los ingleses alaban al Duce y tratan de poner paz entre ambos dictadores. Aquello se localiza un puñado de años antes del inicio de la II Guerra Mundial. Entonces Mussolini era visto por la mayoría de los británicos como un reformista de derechas necesario para contener al comunismo. El caso, y es lo que nos ocupa, es que Inglaterra e Italia mantenían buenas relaciones a inicios de la década de 1930. A la altura de 1933 italianos e ingleses juegan un partido de fútbol en Roma que acaba con empate (1-1). En Italia se considera un buen resultado que ocupa páginas y páginas en los medios y del que se habla con profusión en el Gran Consejo Fascista. Dudamos que en Downing Street poco más que un puñado de parlamentarios fuesen conscientes de que el encuentro se hubiese jugado.

Y llegó entonces 1934. Mundial de Fútbol de 1934. Italia es anfitrión. Vencer o morir dicen que dijo el Duce antes de la final ante Hungría. E Italia venció. Se proclamó campeón mundial. Y Mussolini hizo lo posible y lo imposible para explotar esa victoria. En Inglaterra escuece tanto bombo. Los ingleses no jugarán un Mundial hasta 1950. Comen aparte. Se consideran los mejores, los inventores del fútbol, y no piensan en acudir a una disputa entre países que creen chabacana. Para la tradición inglesa de deporte amateur usar un partido de fútbol con fines políticos se considera impensable y repugnante.

Pero algo está cambiando. Mussolini empapela Italia con carteles donde proclama a los italianos como reyes del mundo por haber ganado el Mundial. El tema quema en Inglaterra y se prepara un encuentro amistoso en el estadio de Highbury de Londres entre las dos escuadras. La cita tendrá lugar el 14 de noviembre de 1934. Es el primer partido de los italianos como campeones del mundo.

Es más que un partido. Se dirime cual es la mejor escuadra del planeta. En Italia es asunto de Estado. Y en Inglaterra, por vez primera, también.

No es fútbol. Es prestigio. Es orgullo. Es democracia vs fascismo.

Pasará a la posteridad como La Batalla de Highbury. “El más brutal y peligroso de los encuentros internacionales jamás jugados en la historia” se escribirá en el Daily Herald.

La batalla de Highbury

Benito Mussolini ofreció a cada jugador italiano un coche Alfa Romeo y la exención del servicio militar si vencían a los ingleses. La promesa fue dada a viva voz delante de miles de compatriotas que acudieron a la salida del tren que llevó a la comitiva desde Italia a Calais, para luego tomar un barco hasta Londres. Los campeones del mundo formarían con Ceresoli; Monzeglio, Allemandi, Ferraris; Monti, Bertolini; Guaita, Serantoni, Meazza, Ferrari y Orsi. Estaban dirigidos por Vittorio Pozzo y entre ellos había tres argentinos nacionalizados. Por los ingleses formaban Moss; Male, Hapgood, Britton; Barker, Copping; Matthews, Bowden, Drake, Bastin y Brook. Los anglosajones contaban con siete jugadores titulares del Arsenal que dirigía el gran Herbert Chapman, el técnico que transformó la táctica defensiva al retrasar a un medio y formar con la después archirepetida WM. Acompañaba a la expedición italiana un periodista de apellido Carosio, el preferido del Duce para narrar los encuentros.

60.000 espectadores abarrotan Highbury sobre una continua lluvia. En el primer minuto Brook falló un penalti. A los doce minutos los ingleses ganan por 3-0 confirmando los temores de Pozzo, que de puertas para adentro contaba con perder de manera honrosa. Pero semejante baile tenía una explicación. Nada más empezar un planchazo de Ted Drake le destroza el tobillo a Doble Ancho Monti, mediocentro italiano cuyo mote derivaba que era tal su despliegue físico que ocupaba el ancho del campo y su presencia valía tanto como la de otros dos futbolistas juntos. El caso es que entonces no hay cambios y Monti, con buena voluntad, decide mantenerse sobre el césped provocando un agujero en el medio campo. Con 3-0 en contra, Pozzo lo obligó a salir del terreno de juego, reorganizó el sistema y, ya con diez jugadores, Italia reacciona con fuerza, furia y fútbol. Le sale su orgullo de campeón mundial…y también un fuerte deseo de venganza.

A Hapgood le rompen la nariz, Bowden acabará con fractura de clavícula, Barker con una mano rota y a Ted Drake se la devuelven clavándole los tacos en una pierna y torciéndole el tobillo. Los cuatro jugadores anglosajones acabarán el partido sobre el campo, pero las fuerzas quedarán igualadas a base de patadas. Los ingleses no se quedan atrás y responden, aunque no son tan efectivos. Eso sí, al cojo Monti le parten la nariz con un puñetazo camino del túnel de vestuarios. Aquello es una carnicería donde el colegiado, un sueco de apellido Olsson, ni pincha ni corta.

En la segunda parte Italia se recuerda a sí misma que además de pegar sabe jugar, y dos tantos de Giuseppe Meazza (minuto 58 y 62) acortan distancias. Luego Meazza disparó al poste y un poco después remató con fuerza y sólo una milagrosa intervención del guardameta inglés impidió la igualada. Fue entonces cuando Wilf Copping decidió intervenir. Tres o cuatro patadas después del central inglés el pobre de Giuseppe Meazza era un inválido que deambulaba por el área. Por supuesto por el camino habría un par de tanganas.

Giuseppe Meazza

El partido no resolvió nada. Es cierto que Inglaterra venció por 3-2 y podrían auto otorgarse el título de campeones mundiales, pero la verdad es que jugaban en casa (y en aquellos tiempos eso era una ventaja formidable) y habían marcado sus tres goles solo cuando Monti vagaba cojo por el centro del campo. Los italianos perdieron y se quedaron sin sus Alfa Romeo, pero fueron recibidos como héroes en Italia al grito de los leones de Highbury. Mucho le debe agradecer la expedición italiana a Carosio, quien en su narración consideró héroes a los italianos y poco menos que dijo que habían estado en el corredor de la muerte y habían salido ilesos. Mussolini quedó encantado a pesar de la derrota.

Hubo consecuencias. Stanley Matthews, quien se retirará dos décadas más tarde, declararía que fue el partido más violento que jamás disputó en su longeva carrera. Inglaterra queda tan aturdida ante la brutalidad que al día siguiente la FA acuerda renunciar en el futuro a jugar partidos internacionales, en la idea de que lo que se jugaba por ahí fuera era una barbaridad peligrosa. Afortunadamente, se volverá atrás al cabo de un año, cuando le quedó a más distancia la fuerte impresión por el atroz partido y siguió concertando partidos internacionales. Aun así, tardarían hasta 1950 en decidirse a participar en un Mundial.

En 1938 Italia volverá a ganar el Mundial. Será en Francia, lejos del paraguas de Mussolini y pitados antes de cada encuentro por escuchar el himno con el brazo alzado en honor al fascismo. Demostraron que eran buenos, muy buenos, la mejor selección del mundo de la década de 1930, por mucho que los ingleses se negasen a lo inevitable.

Pero hubo más consecuencias. Consecuencias que llegaron a la política. La opinión publica inglesa rechazó totalmente tanto a Italia como a sus políticas de supremacía sobre el deporte popular inglés. Italia contraatacó. Sport pasó a ser diporto. Tennis se convirtió en pallacorda, Rugby sería palla ovale y cricket pasó a ser gioco del bastone. Por supuesto football fue totalmente desterrado y sustituido para siempre por calcio.

Apenas unos meses después, en abril de 1935, se celebró una conferencia en Stresa, una pequeña población de los Alpes italianos. Allí Pierre Laval (Francia), Ramsay McDonald (Gran Bretaña) y Benito Mussolini (Italia) firmaron un acuerdo de paz que reditaba el hecho antes de la I Guerra Mundial y que consideraba a Austria un país independiente al que Alemania se tendría que abstener de invadir en caso de no querer entrar en guerra con las otras tres potencias. Apenas un año antes el llamado Frente de Stresa hubiese tenido éxito. Ahora no. Y el motivo no era que la sociedad inglesa se hubiese dado cuenta de los peligros del fascismo. No. El motivo era lo ocurrido aquel 14 de noviembre de 1934 en Highbury. Los italianos eran ahora vistos como bestias asesinas. Cuando las noticias sobre el acuerdo salieron en la prensa, la sociedad inglesa bramó en su contra. Cuatro meses después aquello era papel mojado, Mussolini acordaba unirse a Hitler y olvidarse de sus disputas en Austria y los ingleses, dueños de medio mundo, condenaban con sanciones económicas, en un gran ejercicio de hipocresía, la intervención italiana en Libia y Abisinia.

Hitler acabaría entrando a lomos de un tanque por las calles de Viena, luego invadiría Checoslovaquia con el beneplácito de ingleses y franceses y poco después estalló la II Guerra Mundial. Italia combatió junto a la Alemania nazi y los británicos lideraron la resistencia de las democracias. Hubo de esperar a 1949 para que Italia volviese a jugar un partido en Inglaterra. Pero ese era otro mundo. A los británicos sólo le quedaban los restos de su fastuoso Imperio e Italia había decidido extirpar su pecado fascista y se había aferrado con uñas y dientes a la democracia a cambio de que británicos y estadounidenses les diesen una hogaza de pan y un vaso de agua.

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