El jefe de su tribu (1ª parte)
La etnia dinka es las más alta del mundo. Estos seres humanos de altura colosal habitan en ambas riberas del curso alto del Nilo, mayormente en el territorio que actualmente conforma Sudán del Sur. Reúnen a cerca de cinco millones de personas y su excelencia es tal que se calcula que su estatura media es de 183 centímetros. Puede no parecer excepcional, más teniendo en cuenta el déficit generalizado en medicación y nutrición infantil el número es extraordinario. Con los cuidados occidentales es seguro que se rebasaría con suficiencia los 190 centímetros.
En el siglo XIX nació allí un hombre que llegó a medir 239 centímetros. Lo sabemos porque era jefe de su tribu. Y también lo sabemos porque su magna altura merecía ser registrada en una época en la que no había registros. Aquel gigante contaba con 150 esposas. Uno de sus nietos llegó a medir 221 centímetros y decidió casarse. Una de esas esposas sumaba 206 centímetros. El hijo de ambos, el bisnieto del jefe de la tribu, fue llamado a este mundo con el nombre de Manute. Manute Bol iba a medir 231 centímetros. 2’31 metros.
Manute pasó los primeros quince años de su vida haciendo lo mismo que habían hecho todos sus ancestros. Su vida discurría pastoreando vacas, a veces peleando contra leones y otras recorriendo decenas de kilómetros bajo un sol abrasador en busca de un humedal. Su vida era simple. No contaba con agua corriente y no tenía acceso a la electricidad. Bebía leche de vaca recién ordeñada y cantaba canciones para ligar. A mejor voz, mejores candidatas llamaban a tu puerta para copular. Con cinco años a un dinka le arrancan los dientes de leche para dejar de ser un bebé. A los once años les marcan la cabeza cual ganado en un ritual que establece el paso de niño a hombre.
Bendición especial. Ese es el significado de Manute. Y esta tenía que ser su vida. Ser el jefe de la tribu. Miembro de la nobleza dinka, el fututo de Manute pasaba por convertirse en cabeza de su clan y mantener a unas 200 personas.
No sería así.
No todo era trabajar. Había tiempo para divertirse. Jugaba al fútbol. Lo dejó pronto. Era demasiado alto. Un primo le dijo de jugar al baloncesto. La primera vez que cogió un balón se acercó al aro para machacar y se dio de bruces contra el hierro. Se partió seis dientes. Cuatro de abajo y dos de arriba. Años más tarde su primer sueldo en Estados Unidos sería invertido en una ortodoncia.
Y es que Manute acabó en Estados Unidos. Fue en 1982. Entonces Manute tenía 20 años oficiales. Hay quien dice que andaría cerca de los treinta. El caso es que un entrenador de poca monta que obedecía al nombre de Don Feeley viajó a Sudán para enseñar conceptos básicos a la selección nacional del país. Cuando Feeley vio a Manute Bol creyó encontrar El Dorado. Se lo llevó a Cleveland con la idea de hacerlo profesional.
La intención era inscribirlo en la universidad de Cleveland State pero resultó imposible. Por mucha vista gorda que se hiciese no había forma humana de convertir a Manute en universitario. No sabía lo que era un aspirador, comía pollos enteros con las manos, desconocía lo que era conducir y era prácticamente analfabeto. En su primer año saludaba a la gente con un A jugar palabra usada fuera de contexto que aprendió viendo en la televisión el concurso ‘El precio justo’. Manute malvive con ayuda de Feeney quien busca un comprador para su joya. Consigue que Los Ángeles Clippers lo seleccionen en el draft de la NBA (puesto 97) sin haber jugado ni un partido. Los Clippers se sorprenden al ver que en su pasaporte la altura de Manute es de 1,58. Bol les contesta que el militar sudanés que le hizo el pasaporte lo había medido sentado.
El caso es que la estrambótica elección de Manute Bol es invalidada y debe buscar otra alternativa. Finalmente, en 1984, consiguen matricularlo en la minúscula universidad de Bridgeport en Connecticut con un programa de inglés para estudiantes extranjeros. Manute Bol promedia 22 puntos y 7 tapones por encuentro. Su longitud de brazos alcanzaba los 2’60 metros. El equipo, que solía reunir unos 500 espectadores, consigue lleno tras lleno semana tras semana reuniendo a 2.000 almas para ver al increíble dinka.
Apenas pasa un año como universitario. Finalmente, los Washington Bullets lo seleccionan en el puesto 31 del draft de la NBA de 1985. Sigue siendo una elección arriesgada. Manute es una máquina de hacer tapones, pero es extremadamente frágil. Mide 2’31 y pesa poco más de 80 kilos. Le hacen beber cerveza, comer hamburguesas y lo ponen a realizar interminables series de pesas. Apenas engorda nueve kilos. Pero es un show. Ágil, coordinado y veloz. Una estrella internacional en los años dorados del baloncesto. En el momento en el que la NBA se abre al mundo. Estaban Jordan, Magic o Bird. Y también Manute. Nunca fue tomado en serio como jugador. Pero era parte del show. Era el epicentro del show. Puro espectáculo. Negocio redondo para la NBA.
En su primera temporada promedió cinco tapones por partido, incluyendo un partido con 12 tapones. Para entender la dimensión de esos números basta con señalar que en los últimos treinta años ningún jugador de la NBA ha llegado a promediar cuatro tapones por partido en una temporada. Manute llegó a los cinco. También sigue siendo el jugador de la NBA que ha logrado diez o más tapones en un partido en hasta 18 ocasiones. En otro memorable momento llegará a poner cuatro tapones consecutivos en un plazo inferior a los diez segundos en un choque ante Orlando Magic.
En aquella primera temporada los campeones de la NBA serán los Boston Celtics. Larry Bird y compañía deciden apostar 600 dólares que serán dados al que consiga hacer un mate en la cara de Manute. Nadie lo consigue y Bol suma 9 tapones ante los Celtics. Al año siguiente los Bullets fichan a Muggsy Bogues, el jugador más bajo que jamás ha competido en la NBA con sus 160 centímetros de altura. Bol y Bogues pasan a ser una atracción de circo que llena estadios y hace ganar dinero a mansalva a sus propietarios.
Nunca tantos minutos jugará Manute como en su primera temporada. El show se traslada a la otra punta del país cuando en 1988 Bol es traspasado a los Golden State Warriors. Allí coincide con Don Nelson, entrenador fanático del ataque, que le incita a lanzar triples (20/91 en su carrera) ya que nadie lo marcará cuando esté situado más allá de los siete metros. Definitivamente nadie se toma en serio a ese gigante. Jamás entrenador alguno le enseñó a defender, ni a posicionarse, ni a moverse como un cisne bajo el aro. Simplemente era un dinka coordinado que parecía una creación de Disney. Había niños que se acercaban a Manute y le preguntaban si era de verdad, a lo que Bol respondía tocándoles la frente con un dedo como si de E.T. se tratase. Jamás fue tratado en serio como un jugador de baloncesto.
En 1993 tuvo su última buena temporada en Philadelphia antes de que la artritis comenzase a destrozarle las articulaciones. En 1995 se retiró a los 32 años (oficiales). Lo dejó con un promedio de un tapón cada cinco minutos de juego. Y es que Manute jugó muy poco. Apenas 18 minutos por partido. Si su cuerpo hubiese aguantado el doble hablaríamos de siete tapones por encuentro en su carrera. Una salvajada. Su físico de cisne le dificultaba mantener una posición bajo el aro ante pívots voluminosos. También sufría de un desgarro en su mano derecha que afectaba a su manejo del balón. Para compensar esta deformidad heredada en su mano derecha, Bol aprendió a driblar, bloquear tiros y rebotear con la izquierda. Promedio más tapones (3,3) en su carrera que puntos (2,6) por partido, algo totalmente inconcebible.
Con su gran altura y sus larguísimas extremidades Bol se convirtió en la antonomasia de la presencia defensiva. Pero es su vida fuera de las pistas la que da majestuosidad a la grandeza del personaje. Dicen quienes lo trataron que Manute era un reputado bromista, pero que su sempiterna sonrisa se quebró a partir de 1991. Por entonces mantenía a su extensa familia con el dinero que ganaba en la NBA, pero eso no era suficiente para Bol. Sudán llevaba años enfrascado en una terrible guerra civil que se agudizó en esos años. De 1983 a 1991 se estima que hubo más de dos millones de muertos y cuatro millones de desplazados.
Entre esos refugiados estaban un grupo de niños. Decir grupo es un eufemismo. Hablamos de 30.000 menores que marcharon a pie desde el sur de Sudán a Etiopía en busca de libertad. Marcharon cinco meses descalzos comiendo fruta podrida que caía de los árboles y bebiendo agua de los ríos que se encontraban a su paso. Manute se enteró de aquel horror y cogió un avión rumbo a Adis Abeba. Dos días después de su llegada esos niños tenían un plato de comida caliente delante de ellos. Con el tiempo, cientos de esos chavales estudiarán una carrera en Estados Unidos financiada por Manute Bol.
Nunca se hubo de olvidar de sus orígenes, pero desde aquel crucial viaje supo cuál era su misión. Se estima que a lo largo de su vida donó 90 millones de dólares para construir escuelas, carreteras y hospitales en Sudán.
Tan sólo ganó una octava parte de esa cantidad en su carrera en la NBA.
Acabaría enfermo y arruinado. Pero acabará feliz.
El jefe de la tribu completará su misión.
Continuará…
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