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Kobe (1ª parte): Odio

Quizás cuando el odio a Kobe Bryant alcanzase su punto álgido fuese en el verano de 2003. Una chica de 19 años acudió a un pequeño pueblo del estado de Colorado para presentar una denuncia ante el escolta de Los Ángeles Lakers por agresión sexual. Bryant fue puesto en libertad bajo fianza y acabaría admitiendo la relación extramatrimonial, pero jamás la violación. Cuando apenas unos meses más tarde tenía lugar el inicio del juicio varias cadenas de televisión por cable se encargaron de retransmitirlo. En esos momentos Kobe Bryant era el villano número 1 de Estados Unidos.

La temporada 2003-2004 fue el fin del inicio y el inicio del fin para Kobe. Había ganado tres anillos consecutivos con los Lakers (2000, 2001 y 2002) pero él sabía que había sido Robin en una epopeya donde Batman había sido Shaquille O’Neal. Tras caer humillados ante San Antonio al año siguiente para la campaña 03-04 los Lakers ficharon a los veteranos Gary Payton y Karl Malone. Aquel equipo fue conocido como los ‘Fantastic Four’. Los cuatro fantásticos, coetáneos de los galácticos del Real Madrid e igual de odiados que las estrellas blancas.

El asunto acabó como suele en estos casos, con una disculpa pública del denunciado, con una lluvia de millones para la denunciante y con promesas de perdón para la esposa humillada (en el caso de Vanessa Bryant a razón de un pedrusco de cuatro millones de dólares). Pero lo extraordinario fueron las exhibiciones semanales del señor Bryant. En casa era un cordero que buscaba el perdón de su familia. En la pista era una serpiente venenosa. Una mamba negra, apodo que, caso insólito, él mismo acuñó para sí y que era digno del mejor redactor deportivo del país.

El nombre había sido usado en la película de culto ‘Kill Bill’ para referirse a Uma Thurman, la protagonista, la anti heroína que clama venganza y que debe asesinar a todo el que se interpone en su camino. Eso es lo que hizo Kobe. Todos los días saltaba a la pista para demostrar que el juicio no influía en su juego. Su trabajo era destruir a todo aquel que tenía enfrente. Todos sus rivales iban a lamentarlo. Durante toda la temporada 2003-2004 Kobe Bryant tuvo que volar prácticamente cada semana a Colorado para declarar en el juicio de su presunta violación. Nunca tomó un día libre. A menudo llegaba a los partidos con ellos empezados, pero eso no apaciguaba su rendimiento. Dio la vuelta a varios encuentros él sólo. Otros días acumulaba fallos cual escopeta de feria. Entonces llegaban las críticas, y al siguiente encuentro decidía dimitir y no tirar a canasta repartiendo asistencias a sus compañeros o simplemente aplicándose en defensa para desaparecer en ataque. En un partido ante Orlando anotó un mísero punto en la primera parte para acabar el choque con 38, incluidos 24 en el último cuarto. La tensión en el vestuario era inaguantable.

Lo más extraordinario llegó durante los playoffs. Los Lakers acabaron la temporada como un ciclón sumando 11 victorias consecutivas. En el quinto partido de la primera ronda tocaba ir a los juzgados. Durmió durante el vuelo entre Colorado y California, continuó en brazos de Morfeo en el posterior trayecto en taxi desde el aeropuerto hasta el Staples Center y con el partido empezado llegó a la pista y anotó 31 puntos para batir a los Rockets. En segunda ronda, y con los Spurs por delante (2-1), llegó al pabellón con los Lakers perdiendo de 10 puntos. El equipo angelino acabaría ganando por 8 de ventaja con 42 puntos de Kobe Bryant. Aún tendría tiempo de anotar un triple milagroso en la final ante los Pistons, pero Kobe acabó evaporándose ante los de Detroit – 17% en triples y casi más pérdidas (18) que asistencias (22) – y los Lakers, a pesar de todos los esfuerzos, perderían aquella final dando por concluida una época.

Pocas derrotas fueron tan celebradas en el mundo del baloncesto. Los vanidosos cuatro fantásticos habían caído y con ellos Kobe Bryant, el más odiado de todos ellos.

Pero el odio había empezado mucho antes. Cuando con 17 años Kobe llamó a la puerta de la NBA saltando directamente desde el instituto. Michael Cooper, por entonces en el ocaso de su carrera y en los 80 uno de los mejores defensores de la NBA, había estado entrenando con él semanas antes de presentarse al draft de la NBA. “Es mejor que cualquiera de nosotros”, espetó a los ojeadores de los Lakers. Kobe era un talento ya conocido, pero sobretodo tenía unos fundamentos desorbitados para un adolescente de 17 años.

Chico callado y frugal en su vida personal en contraste con lo descarado y arrollador que era en la cancha, Bryant no era un adolescente negro al uso. Había pasado su infancia en Italia donde su padre había sido una estrella del basket europeo. Chapurreaba italiano, tenía un acervo cultural exquisito, era un apasionado del fútbol y disfrutaba de la buena comida europea. Era un chico solitario y reservado que en su infancia se destrozaba los ojos analizando VHS de sus jugadores favoritos. Desde niño decidió concentrarse en el baloncesto sin permitirse ningún tipo de distracción externa. Era la perfecta simbiosis entre un padre loco por el baloncesto que le puso a su hijo el nombre de Kobe en honor a su plato favorito del restaurante asiático que frecuentaba, y a una madre que no dio su brazo a torcer hasta que estudió la historia de Japón, el significado del nombre y la importancia que aquel filete tenía en la cultura nipona.

Era un tipo tan inusual que desde un principio fue visto como antipático, como un bicho raro. Al poco de llegar la pedía a su entrenador que diseñara jugadas para él. “No sale, no va a clubs, no tunea su coche. Es un chico muy sofisticado. Creo que demasiado maduro para su edad”, declaraba Shaquille O’Neal cuando le preguntaban por su joven compañero. Apenas un par de partidos después de su debut, el debut de un niño, los Lakers jugaron ante los Rockets. Otoño de 1996. Fueron apenas cinco minutos y una canasta para Bryant. Llegó al hotel infladísimo y vio en la tele como Allen Iverson metía 35 puntos a los Knicks. Tiró las sillas y la mesa al suelo y destrozó a patadas la televisión del hotel. Dormía solo. Como los genios. Y como los genios no quería compañía. En marzo se enfrentaron a los Sixers de Iverson que se salió con 41 puntos. La comparación era odiosa. Iverson era el otro prodigio. El que había ido a la universidad y estaba destacando. Bryant era el niño mimado del instituto que se había equivocado y que estaba fracasando. Vio mil y un partidos de Iverson aquel verano. Leyó artículos, entrevistas. Buscó debilidades. Se armó de paciencia. Tardaría años en aprender que los tiburones blancos cazan a las focas a base de esperar. Pero lo acabaría consiguiendo. Unos años más tarde Bryant dejaría a Iverson sin anotar en toda una mitad.

Pero si por algo Bryant fue odiado al principio de su carrera, la del número 8 a la espalda, es por su descaro a la hora de compararse con Michael Jordan.

Como el Jordan joven, el Kobe joven era un derroche de explosividad y plasticidad. Como Jordan, Kobe ganó un concurso de mates. Por aclamación popular fue elegido como titular para el All-Star de 1998. Tenía 18 años y ni siquiera era titular en los Lakers. La primera vez que se habían enfrentado, Jordan cogió el balón en la línea de fondo y con un ligero movimiento se escabulló de Bryant. Kobe quedó hechizado y comprendió que primero tocaba trabajar. El partido fue ganado por la Conferencia Este y Jordan fue elegido el MVP gracias a sus 23 puntos. Bryant defendió durante muchos minutos a su ídolo y acabó con 18 puntos. Lanzó más veces a canasta que dos vacas sagradas como Malone y O’Neal juntas. Por supuesto eso no gustó. Y por supuesto eso generó más odio y más rencor. Pero lo cierto es que Kobe crecía a pasos agigantados. Unas semanas más tarde los Bulls y los Lakers se enfrentaron con victoria de los primeros con 36 puntos de Jordan y derrota de los segundos con 33 de Bryant saliendo desde el banquillo. Era su mejor anotación en la NBA hasta ese momento.

Pero aun siendo odiado a Kobe Bryant nunca pareció importarle. Su fe en sí mismo iba más allá del sentido común. Su objetivo era ser él mismo. Como a su ídolo, a Kobe le gustaban los desafíos. Hacer sentir al rival incómodo. Retarlo para buscar lo mejor de sí mismo. En eso, al menos, igualó al maestro. En el amor por el juego. Buscar las fortalezas del rival y analizar cuáles eran sus debilidades. Sus dudas. Tocar el nervio correcto de cada compañero para que diera más de sí. Despertar su mentalidad asesina. Ejercer de concepción dominante. Demostrar liderazgo. Usar las emociones de los demás para hacerlos crecer. Aprender del fracaso y nunca del éxito, porque el halago debilita. Utilizar ese fracaso como combustible para encender el fuego competitivo.

Como Michael Jordan, Kobe Bryant lo sabía todo sobre el juego. Conocía la historia de la NBA, sus récords, los grandes jugadores, los grandes momentos, los fundamentos y el respeto por el legado. Y a diferencia de Jordan sentía un profundo respeto por el baloncesto del resto del mundo y por los grandes jugadores del basket europeo gracias a sus años de vivencia en Italia.

Jordan tuvo que ganar su primer anillo para ser respetado. Bryant tenía tres campeonatos con apenas 24 años, pero era una simple copia del original. Para pasar del odio al respeto necesitaba ser distinto. Tenía las condiciones, pero sobretodo tenía el hambre. Abundan los jugadores con grandes condiciones físicas. Abundan los baloncestistas inteligentes. Pero Bryant, como Jordan, tenía no sólo una plasticidad y una exuberancia juvenil, sino un exacerbado deseo competitivo unido a un gran sentido del juego. Kobe tenía la virtud de hacer lo necesario en cada momento. De intervenir con un triple, un pase, una penetración o un robo en el momento necesario. Hay muy pocos deportistas capaces de controlar el juego. Y Kobe lo hacía mejor que nadie.

Pero para eso necesitó paciencia. Para eso habría que esperar al Kobe de la segunda etapa.

“Si tuviese el poder de viajar en el tiempo jamás lo usaría. Entonces cada momento que viviste pasa a ser absolutamente nada. Podrías volver a hacerlo de nuevo, pero perdería su sabor, su belleza. Las cosas tienen un final. Revivir esos momentos es una tontería para mí.” Kobe Bryant.

“Me siento igual que creo que se debe sentir toda la ciudad de Los Ángeles. Donde pensamos que había una gran y sólida pared, ahora hay un enorme agujero (…) Mi asiento me quedaba justo detrás de él cuando tiraba desde su lado izquierdo. Sólo con verle levantarse ya sabía si el tiro iba a ir dentro.” Jack Nicholson, actor ganador de 3 premios Óscar y asiduo a los partidos de los Lakers desde hace cerca de medio siglo.


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