El experimento Nowitzki
Con toda la fastuosa y emotiva parafernalia del ‘show business’ estadounidense esta semana el mundo del baloncesto despedía a Dirk Nowitzki. Lo hizo tras un emotivo homenaje de los directivos, empleados y seguidores de los Dallas Mavericks, club en el que ha militado de forma ininterrumpida durante 21 temporadas, récord absoluto en la NBA. Lo hizo tras un soberbio partido con 30 puntos, uno de esos encuentros diseñados para el lucimiento del homenajeado. Nowitzki se retira con 1 título de la NBA (2011), 1 título de MVP de la temporada (2007. Primer y único europeo en lograrlo), 13 presencias en el All-Star, 4 presencias en el mejor quinteto de la NBA y entre otras muchas cosas como uno de los tres únicos jugadores en la historia que han sido capaces de promediar más de 25 puntos y 10 rebotes durante los playoffs, el momento en el que se separa el grano de la paja.
Se retira Nowitzki y se retira el primer jugador de baloncesto del siglo XXI. Nowitzki fue el primer jugador híbrido. Grandes que juegan por fuera, pequeños que juegan por dentro. El basket del siglo XXI. El baloncesto multiplataforma. Fue el primer siete pies (más de 2’10 metros) cuyo radio de acción se encontraba fuera de la zona. Jugador con excelso lanzamiento de tres puntos y soberbio tiro a contrapié a 5-6 metros, fue el primer jugador alto que huyó del poste para buscar el exterior. Indefendible para hombres altos y pesados por fuera e indefendible para hombres rápidos y pequeños por dentro. Nowitzki también fue el primer jugador de élite que triunfó sin pasar por ninguna universidad americana ni por ninguna cantera del baloncesto europeo. Nowitzki fue un producto de laboratorio, un chaval hecho a sí mismo que fue descubierto por el mundo en un torneo de verano y que fue modelado por un semidesconocido llamado Holger Geschwindner, que, como si de un plan quinquenal soviético se tratase, diseñó un método para convertir a aquel espigado chaval alemán en uno de los mejores jugadores de todos los tiempos.
En 1993, a punto de cumplir los 50 años, Geschwindner mataba el tiempo jugando en la tercera división alemana de baloncesto. Había llegado a disputar los Juegos Olímpicos de Münich con la selección germana, pero ni había sido un gran jugador ni Alemania era nada en el mundo de la canasta por aquellos tiempos. El caso es que en uno de esos partidos de tercera coincidió con Dirk Nowitzki, por entonces un flaco y larguirucho adolescente de 15 años hijo de un padre voleibolista y una madre baloncestista. Geschwindner engatusó a los padres de Dirk y los convenció de lo arriesgado de mandar a su hijo a una universidad estadounidense (California) o de ingresar en las filas de la cantera de un gran club (FC Barcelona). Según Geschwindner lo que iban hacer con los 2’13 metros de Nowitzki era enterrarlos debajo de la canasta, obligarlos a hacer pesas para ganar masa muscular y convertirlos en un tosco pívot.
Geschwindner tenía otros planes. Se ofreció a cuidarlo como si fuese su hijo y se propuso convertirlo en un jugador total. En algo nunca visto. Comenzó así una relación que ya dura un cuarto de siglo y por la que Geschwindner se ha negado siempre a cobrar ni un céntimo. Nowitzki tan sólo le paga la estancia y la manutención allá donde vaya.
El experimento de Geschwindner fue criticado hasta la saciedad. Comenzó a diseñar entrenamientos técnicos pensados en mantener el equilibrio. Nowitzki se pasaba horas tirando sobre una pierna y con un peso en la otra. Después era obligado a elevar el balón lo máximo viable a través de un arco imposible que alcanzara el cielo antes de iniciar su descenso hacia el aro. Le llamaron el tiro del arcoíris. Cuando al año siguiente el Wurzburg, equipo de segunda división de la ciudad natal de Dirk, intentó ficharlo, Geschwindner puso dos condiciones; él tendría que ser el entrenador y Nowitzki tendría que jugar de alero tirador, nunca como pívot.
El experimento se dio en llamar ‘Institute of applied nonsense’ (Instituto del sinsentido aplicado). En los ratos libres Nowitzki tenía prohibido hacer pesas. En los 90, tiempos del baloncesto ultradefensivo, de jugadores hipermusculados y de gemelos como rocas, Geschwindner se empeñó en pulir la técnica de Dirk y olvidarse de sus pectorales. Por las noches dormía sobre el parqué para adaptarse al tacto de una pista de baloncesto y por la mañana temprano cogía una barcaza y remaba por un lago durante horas mientras Geschwindner le daba lecciones de historia, música, filosofía y sobre todo física.
Amante de los ordenadores, de la física y de la tecnología, Geschwindner había calculado que el tiro perfecto tenía que tener un arco de 60 grados. Ya lo había establecido con papel y lápiz cuando él era un base de 1’92 metros, pero cuando pudo plasmar sus ideas en un programa informático y vio los 2’13 metros de Nowitzki se sintió como san Pablo cuando cayó del caballo y comprendió cual era el sentido de su existencia. Durante años pulió el lanzamiento de Dirk a capa y espada. Todo estuvo milimetrado, desde el roce con el balón, la resistencia del viento, la presión de los pulgares o la longitud de los brazos. Ese tiro, ese bello lanzamiento de arco imposible le dio el apodo a Nowitzki de ‘Robin Hood’, porque con aquellos enormes y largos brazos extendidos la plasticidad del lanzamiento se asemejaba a la de un arco del medievo en plenitud de su tensión.
La idea de Geschwindner era clara. Nowitzki tendría que lanzar decenas, cientos, miles, millones de tiros con la mano derecha. Cuando fuese capaz de tener un porcentaje de aciertos próximo a la perfección debería a empezar a hacer lo mismo con la mano siniestra. Su razonamiento era simple. Si no era capaz de anotar sin oponentes, ¿cómo iba a ser capaz de encestar rodeado de rivales en un partido? Por ello, cuando el tiro ya estuvo perfeccionado, Geschwindner obligaba a cambiar a Nowitzki el arco de su lanzamiento con continuos golpes, pisotones y empujones para que se adaptase a la realidad de un partido.
Lo de remar durante horas era asueto en comparación con otras pruebas a las que era sometido Nowitzki. En verano, Dirk trabajaba durante un mes en una granja de sol a sol con el objetivo de aprender el valor del sacrificio y fortalecer grupos musculares que no se ejercitaban en el baloncesto. Cuando un par de años más tarde llegó a Estados Unidos, Geschwindner llevó a Nowitzki a escalar el Gran Cañón del Colorado. Una vez en la cima le dijo que en vez de mirar hacia abajo mirase hacia la inmensidad del cielo. Era su forma de decirle que aunque estuviese en la NBA el sacrificio estaba lejos de finalizar. Siempre había más por lo que luchar.
Todo ese arduo entrenamiento dio como resultado un lanzamiento antológico que más que una técnica deportiva se asemejaba a un paso de baile. El apodo que triunfaría sería el de ‘Robin Hood’, aunque a mí siempre me gustó más el menos conocido de ‘Flamingo’. Y es que, tirando de imaginación, el icónico tiro a una pierna de Nowitzki es la viva imagen de la silueta de un flamenco. Como diría años más tarde el bicampeón de la NBA Kevin Durant: “Tiene muchísimos movimientos que intento robar, sobretodo su paso de baile del flamenco.”
Y es que Nowitzki bailaba sobre una pista de baloncesto. Según se cuenta, en el programa de Geschwindner había ideas tomadas prestadas de violinistas y de pianistas. Al parecer gustaba de que Nowitzki lanzara a canasta mientras por los altavoces sonaban piezas de jazz con el objetivo, según él, de “darle al baloncesto sentido científico para liberarlo de su belleza natural”. Años después Nowitzki tocaría la guitarra en la boda de su hermana. Geschwindner le había obligado a aprender a tocarla durante su entrenamiento. Entiende el baloncesto como una suerte de danza con música de fondo. Un paso hacia adelante y otro hacía atrás. Giros continuos, dribblings y lanzamientos quirúrgicos. Desplazamientos laterales y arranques verticales. El deporte como ciencia y como arte. “El baloncesto es música. Cinco muchachos pueden ser reyes en su instrumento pero deben hacerlos sonar juntos para tocar una pieza. Uno de ellos puede ser clave, pero si no escucha a los demás no conseguirá nada”, comentó el mentor en una de sus escasas entrevistas.
Las comparaciones con Larry Bird fueron constantes, aunque las diferencias entre ambos fueron siempre mayores que las similitudes. “Tira mejor que yo, rebotea mejor que yo, corre más que yo, pero no es mejor jugador que yo”, contestó el siempre irónico Larry Bird cuando le preguntaron por Nowitzki. Lo cierto es que el alemán fue un arma ofensiva imparable por su combinación de lanzamiento exterior y movimientos al poste. En lugar de ir al choque, ‘Robin Hood’ usaba su increíble capacidad de equilibrio para alejarse de su defensor y anotar con facilidad. Quizás adolecía de capacidad de pase y, según muchos críticos norteamericanos, de capacidad defensiva, si bien, para el mundo NBA, el arquetipo de jugador europeo blanco es una máquina de fundamentos ofensivos con fallos estructurales en defensa.
Nowitzki no fue Bird porque no fue una estrella, fue una antiestrella. Espécimen tímido, huidizo de los focos, de esos que a través del silencio cimentan su liderazgo. Nunca soberbio, querido por todos. Sin ser humilde, siempre respetuoso. Se ha convertido en un hombre respetado y respetable en Dallas. Integrado en la vida norteamericana es frecuente verlo en actos benéficos, apoyando luchas sociales e interesándose vivamente y no de palabra por el futuro de su ciudad. Cuando en 2010 acordó un nuevo contrato a razón de 20 millones de dólares anuales lo hizo con un simple apretón de manos y le dijo a Mark Cuban (presidente de los Dallas Mavericks) que no hacía falta firmar nada, que con su palabra era más que suficiente. Geschwindner también hizo un excelente trabajo en el aspecto humano.
Nowitzki se va. Y lo hace como el mejor jugador europeo por trayectoria NBA, como uno de los mejores ¿ala-pívots? de la historia, y, sobre todo, como el primer jugador del siglo XXI, como el Usain Bolt del baloncesto, el primer siete pies que gobernó el baloncesto siendo alto pero sin precisar de su altura para gobernar.
“Lo que más agradezco de aquellos tiempos es que Geschwindner me llevó un día a ver Parsifal de Wagner al festival de Bayreuth” Dirk Nowitzki.