Archivos

El milagro de Berna

Hungría, Turquía, Alemania y Corea del Sur. Esa era la composición del grupo B del Mundial de fútbol de 1954. El orden el que se ha escrito. Los cabezas de serie fueron escogidos a dedo por la FIFA. Húngaros y turcos lo eran. Germanos y coreanos eran los parias. Un inciso antes de seguir. El lugar de Turquía estaba pensado para España. Hubo victoria en la ida y derrota en la vuelta y en el desempate no se pasó de la igualada tras prórroga. No hubo cuarto partido y no existían los penaltis. Una mano inocente sacó una bola que llevó a Turquía al Mundial. Sí, han leído bien. Una mano inocente. Un niño italiano para ser más precisos. Franco Gemma era el nombre del bambino. Fin del inciso. Seguimos. El sistema estaba pensado para favorecer a los gallos. Los cabezas de serie no se enfrentaban entre sí, de modo que cada equipo jugaba dos partidos. En caso de empate a puntos se celebraría un desempate. Para Hungría fueron dos entrenamientos. En el primer duelo masacró a Corea del Sur por un 9-0, entonces la mayor goleada en la historia del Mundial. Luego le tocó como rival Alemania.

Y fue otra masacre.

Alemania Federal jugó su primer partido internacional en noviembre de 1950. Alemania era un país partido en dos y apenas contaba con futbolistas profesionales. Tras la II Guerra Mundial los aliados vetaron la presencia teutona en cualquier competición internacional. El nivel de los germanos estaba muy lejos de lo que hoy podríamos imaginar. Vencía en los amistosos ante Luxemburgo, Irlanda, Suiza o Yugoslavia, pero caía, y a veces con estrépito, ante Francia, Inglaterra, Italia o la Unión Soviética. Su balance entre partidos amistosos y clasificatorios para el Mundial en sus cinco primeros años de vida es de 16 triunfos, 3 empates y 11 derrotas.

Hungría era el mejor equipo del mundo. Sumaba 33 partidos consecutivos sin perder, incluyendo un apabullante triunfo en los Juegos Olímpicos de 1952 y el histórico 3-6 ante Inglaterra en Wembley que puso fin al mito de la superioridad inglesa. No sólo eran los triunfos. Era la manera de lograrlos. A través de un 4-2-4 con continuos movimientos, Hungría tenía un portero que jugaba el balón al pie, defensas que armaban y barrían y delanteros que bajaban a recibir el balón al medio campo. Era el fútbol total antes de que existiese el fútbol total. Por entonces era conocido como fútbol socialista, al estar implicados ataque y defensa y ser Hungría dirigida por Gustzav Sebes, un técnico de firmes convicciones políticas. Impactaba la subida de los laterales al ataque, pero, lo más extraño a ojos del rival, era el uso y abuso de Puskás jugando de enganche abandonando su posición de ‘9’ y las salidas al borde del área grande para jugar el balón del portero Gyula Grosics.

La masacre se cimentó en la segunda parte. En el descanso el marcador en Basilea era un decoroso 3-1. Tras el intermedio un huracán devastó a los germanos. El resultado final fue un 8-3, y eso que Alemania marcó un par de goles en los últimos doce minutos que maquillaban ligeramente la derrota. Sandor Kocsis anotó cuatro goles lo que, junto al hat-trick marcado frente a Corea, le hacía llevar siete tantos en dos choques. Ferenc Puskás sumaba tres. Era el mejor jugador del momento. Ese año promediaba entre todas las competiciones la escandalosa cifra de 1,34 goles por encuentro.

Hungría 54 (a la izquierda Puskás)

Quince días después de aquel encuentro Hungría y Alemania repetirían enfrentamiento en la final del Mundial. Los húngaros habían vapuleado a Brasil en cuartos y a Uruguay, vigente campeón, en semifinales. Fueron dos partidos apoteósicos. Ante Brasil el buen juego acabó convirtiéndose en una batalla campal iniciada por los cariocas frustrados ante la derrota. Contra Uruguay tocó jugar una prórroga extenuante. Enfrente las dos mejores selecciones del mundo. La final anticipada. Sería la primera derrota del bicampeón (1930 y 1950) en un Mundial. En el otro lado del cuadro Alemania, quien había eliminado a Turquía en el desempate del grupo B, tuvo fortuna en el sorteo al enfrentarse a Yugoslavia en cuartos. Lo insólito se daría en semifinales con un rotundo triunfo ante Austria (6-1) que sorprendió a propios y a extraños. Con todo, no existía duda alguna que el campeón seria Hungría.

A las 17:00 horas del 4 de julio de 1954 en el estadio Wankdorf de Berna tendría lugar la final del Mundial. Derribado a inicios del siglo XXI para ser levantado en su lugar uno de esos estadios techados y de trazos igual de perfectos que aburridos, el Wankdorfstadion era un campo con personalidad propia. Las 64.000 personas que lo humanizaban se posaban sobre bancos corridos de madera con una única grada cubierta y dos torres marcador en dos córneres que se convirtieron en el símbolo del estadio. Fue tal el éxito que aún hoy forman parte del atrezzo del nuevo Wankdorf rebautizado con el insulso nombre de Stade de Suisse. Lo seña de identidad eran los postes cuadrados que hacían que los disparos que tocaran la madera tuvieran más opciones de salir despedidos fuera de las redes que en los más habituales postes circulares. El Wankdorf acababa de ampliar su capacidad en 15.000 asientos para acoger el Mundial. En su reinauguración había acogido un Suiza-Hungría que finalizó con un 0-9 para los magiares. ¡0-9!

Repetimos. Hungría llegó al Mundial como archifavorito. 27 triunfos y 4 empates en sus últimos 31 encuentros.

Aquel 4 de julio de 1954 la ciudad de Berna amaneció nublosa y lluviosa. Seep Herberger apartó las cortinas de su habitación, echó un ojo por la ventana y sonrió. Sabía que jamás le podría ganar a la invencible Hungría sobre un césped seco y perfectamente cortado. Czibor, Bozsik, Kocsis, Hidegkuti y el gran Ferenc Puskás. Aquello era inabordable para Alemania. Hungría era una trituradora. Sin embargo, Herberger, un viejo zorro que había sobrevivido de pie tras la guerra a pesar de tener carnet del partido nazi desde el lejano 1933, sabía que Alemania sólo podía tener opciones sobre un campo encharcado y pesado que dificultase la circulación de balón.

Y es que Alemania contaba con dos armas para la gran final. La primera era Fritz Walter, el capitán germano. Se trataba de un centrocampista de corte ofensivo que ya entonces sumaba 34 años. Sus mejores años como futbolista y parte de su salud se los había comido la II Guerra Mundial. Paracaidista de la Wehrmacht, pasó dos años en un campo de prisioneros ruso donde contrajo la malaria. Aquello provocaba que cuando el sol y las altas temperaturas hacían su aparición su rendimiento fuese paupérrimo. Cuando el frío y los jarros de agua helada caían sobre sus hombros, Walter danzaba por el campo como uno de los talentos más asombrosos de la Europa futbolística de los 50. En Kaiserlautern, donde jugó 384 partidos y ganó dos ligas, aún hoy se dice ‘Hace un día Fritz Walter’ cuando el frío y la lluvia hacen su aparición.

La otra arma secreta teutona era Adi Dassler. La mente pensante de Adidas había inventado unos tacos atornillados que permitían cambiar de longitud según el agarre que necesitase el futbolista en función de las condiciones del césped. Eran tacos extraíbles de nylon, más largos y apropiados para terrenos de juego resbaladizos. Los germanos aún no los habían usado en el torneo ya que la lluvia no había hecho su aparición. Serán estrenados en la final y su éxito encumbrará a Adidas como factótum deportivo del siglo XX y creará un cisma familiar que acabará con el enfrentamiento de dos hermanos y la creación de Puma para competir con Adidas.

Pero esa es otra historia. Que además ya ha sido contada en este blog.

Las botas de Fritz Walter

La reputación húngara y su favoritísimo era superior al del Brasil del 70 y la admiración popular y su constelación de estrellas semejante al del Madrid de los Galácticos. Al cabo de diez minutos el marcador ya era 0-2 para los magiares. En el segundo Czibor se aprovechó de una indecisión entre el guardameta Turek y el defensa Kohlmeyer para anotar el tanto. El primero fue obra de Puskás tras un golpeo de larga distancia. Puskás estaba de vuelta. Se había lesionado el tobillo en el encuentro de la primera fase ante los germanos tras ser cazado por Werner Liebrich. Regresó para la final tras haberse perdido los cuartos y las semifinales. No estaba en condiciones de jugar y, de hecho, sus dolores serán acuciantes en la segunda mitad. Aun así, cojo, a Puskás le daba para marcar diferencias.

Aquello estaba visto para sentencia. Tenía pinta de masacre. Pero había una diferencia sustancial con el primer partido. Entonces Fritz Walter no había jugado. El termómetro rondaba los treinta grados. Ahora, quince días después, la temperatura había bajado a la mitad. Llovía y Fritz Walter estaba en el campo. Max Morlock recortó distancias en una jugada afortunada instantes después del 0-2 y Helmut Rahn (el mejor futbolista teutón, delantero de tronío de disparo fortísimo) igualaba el partido antes del descanso tras un saque de esquina botado por Walter. Los alemanes no lo sabían, pero había nacido ese espíritu inquebrantable que define a los teutones y que los lleva a ganar decenas de partidos de forma incomprensible.

En la primera fase Alemania jugó al tantarantán un partido que daba por perdido. Hungría estaba exhausta tras unas semifinales con prórroga. Y llovía y llovía y llovía sin parar. A inicios del segundo tiempo el campo ya era un patatal. El agua golpeaba con fuerza los cuerpos de los jugadores y el balón se asemejaba a una roca empapada cuyo golpeo destrozaba el pie de quien osase molestarla. Hungría salió con todo tras el descanso a sabiendas que el depósito de gasolina estaba quedándose seco. Hungría pasa como un avión por encima de Alemania. Un lanzamiento al poste de Kocsis, un paradón de Turek a tiro de Puskás, otro lanzamiento al poste de Hidegukti y otro paradón de Turek a cabezazo de Kocsis.  A base de ganas, orgullo y algo de suerte Alemania sobrevive y se mantiene en pie.

Se estima que en ese momento solo había unas 20.000 televisiones en todo el territorio germano. Los afortunados que vieron lo que iba a suceder y los millones que lo escuchaban por la radio estaban a punto de presenciar un milagro.

Avanzada la segunda mitad jugada a jugada los húngaros resbalaban o tropezaban mientras los teutones se mantenían en pie haciendo de oro a Adi Dassler. El partido pasó a ser un monólogo alemán comandado por Fritz Walter, quien ejercía de director de orquesta mandando pases con los pies y ordenando el resto con su cerebro. Mientras Walter jugaba con mocasines e indiferencia aristocrática, los centrocampistas magiares caminaban de puntillas para evitar resbalar. Más arriba Puskás era una sombra que deambulaba por el campo y que cada dos por tres se llevaba la mano al tobillo buscando un consuelo que no llegaba. Los húngaros eran conscientes que el naufragio estaba próximo.

Corría el minuto 84 de la final cuando Bozsik pierde un balón. Fritz Walter se le pasa a Schäfer quien centra al área y el balón es despejado por la defensa húngara. El balón le llega a Helmut Rahn quien se quita de encima a un húngaro con la derecha y dispara con la izquierda aprovechándose del resbalón de Grosics bajo palos para anotar el 3-2 definitivo.

Herbert Zimmermann, narrador para la radio alemana, entonó un ‘¡Tor, tor, tor!’ (¡Gol, gol, gol!) que según algunas crónicas fue más escuchado que la declaración del fin de la II Guerra Mundial. Los húngaros observaban fascinados lo ocurrido, pero aún les dio para un arreón final en el que un Puskás, visiblemente cojo, anotó el 3-3 que sería anulado por un fuera de juego muy dudoso. No dio tiempo para más. Segundos después finalizaba el partido.

Alemania era campeón mundial.

La racha de Hungría llegaría hasta los 51 encuentros entre 1950 y 1956. Tan sólo perdieron uno. El más importante. Eran tan favoritos que la embajada húngara en Suiza había organizado ya para el día siguiente de la final una gran recepción en honor de los jugadores. Se había invitado a personalidades y periodistas. En Hungría ya se habían impreso sellos especiales y en el estadio Nep de Budapest ya se habían colocado los pedestales para 17 estatuas que homenajearan a los campeones. Nadie podía figurarse que Hungría no se coronase campeón. No perdían desde el 14 de mayo de 1950. Kocsis, máximo goleador del Mundial con 11 tantos, no logró mojar en la final. Puskás no volvería a jugar un Mundial con su país. En 1958 ya estaba en España exiliado tras el aplastamiento soviético de la revolución húngara de dos años atrás.

En Alemania la gente se echó a la calle a cantar el Deutschland über alles, la primera vez que ingentes masas de ciudadanos entonaban el himno alemán en público desde los tiempos del nazismo. Meses después la región del Sarre solicitaba un plebiscito que se resolvía con la reincorporación de la región a Alemania, algo que apenas un par de años atrás se tornaba en imposible. La victoria en el Mundial tuvo un asombroso beneficio político y social. Alemania recuperó la dignidad, dejó de ser un paria y se reintegró en la sociedad recordando el papel clave del deporte en la representación simbólica de cualquier comunidad. La victoria mundialista dotó de vida y orgullo a una nación desolada por la guerra.

El territorio de Alemania había sido dividido arbitrariamente como botín de guerra y su pueblo había sido partido en dos. La identidad nacional era confusa, y el nacionalismo de cualquier tipo estaba prácticamente prohibido. Aun separadas en dos, a aquel Mundial Alemania aún se presentó como única nación (aunque los seleccionados pertenecían en su totalidad a la RFA, de ahí que el titulo sea considerado ‘Occidental’) con jugadores amateurs, falta de fondos y muy lejos del nivel de las potencias futbolísticas del momento. Aquella victoria, bautizada como Das Wunder von Bern (El milagro de Berna) supuso la unión de un pueblo dividido. Son dos los momentos en los cuales la nación germana se estremeció y se unió. Uno de ellos será la caída del Muro de Berlín. El otro lo ocurrido en un campo de fútbol suizo una lluviosa tarde de julio de 1954.

Alemania 1954

“El balón es redondo para los dos equipos”. El seleccionador alemán Sepp Herberger en la charla antes del partido.

“No nos creíamos estar escuchando el himno de la final como para poder imaginarnos que podríamos ganarla”. Helmut Rahn.

“Para cualquiera que hubiera crecido en la miseria de la posguerra, El Milagro de Berna se convirtió en una extraordinaria inspiración. Todo el país recobró la autoestima y de repente volvíamos a ser alguien”. Franz Beckenbauer, dos veces Balón de Oro y por entonces un niño de nueve años.

“De repente nos dormimos. Cuando despertamos estábamos perdiendo por 3-2”. Ferenc Puskás.

Otras historias relacionadas

Cuando la trampa del fuera de juego cambió el fútbol para siempre (sobre como de la WM fue el primer paso antes del 4-2-4 que encumbró a Hungría en dos artículos)

Caín y Abel calzándose unas zapatillas (de cuando Adidas se hizo grande al darle botas de tacos a la Alemania de 1954 a través de dos artículos)

El puto amo (vida y obra de Franz Beckenbauer)

El partido del siglo (Alemania vs Italia en las semifinales de México 70 en dos episodios)

Der Bomber der Nation (los icónicos goles de Gerd Müller)


¿Quieres recibir un email cada vez que se publique una entrada nueva?

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.