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Rompetechos en bicicleta (la historia de Álex Zülle)

Yo era por entonces un niño paleto. Paleto de pueblo. O paleto de aldea. En Galicia hay aldeas, que no pueblos. Conviene aclarar que era paleto de aldea. También hay paleto de ciudad. La diferencia es que el paleto de aldea sabe que es paleto. El paleto de ciudad no es consciente de su tontuna. Por lo tanto, el paleto de ciudad es paleto entre paletos dado que es paleto por partida doble. Bien. Aclarado este punto, volvamos al inicio. Yo era un niño paleto de poco más de siete años. Apenas llevaba unos meses viviendo en la ciudad. Aquello acongojaba. Escaleras mecánicas en un centro comercial. Inteligencia artificial para mis sentidos. Yo, que corría y vagaba por descampados el verano anterior, pasé a encerrarme en casa con llave y a tener miedo hasta de bajar al portal a tirar la basura. El caso es que en abril de 1993 el vivir en la ciudad me permitió acceder a un evento deportivo de primer nivel.

La Vuelta Ciclista a España.

Aquel era Año Santo. Era el primer Año Santo. El primero con fanfarria, quiero decir. Manuel Fraga había patentado Benidorm, Paradores y el Spain is Different en tiempos de Franco. La cosa había salido bien. Ahora, patrón de la Xunta de Galicia, decidió convertir la tumba del Apóstol Santiago en evento turístico internacional. Albergues y flechas amarillas. Ray Charles, Julio Iglesias, Bruce Springsteen, Neil Young, Sting, Chuck Berry o Bob Dylan. Y la Vuelta a España. Aquel año la Vuelta partiría de Coruña para finalizar en Santiago de Compostela con una contrarreloj que finiquitaba en la Plaza del Obradoiro. Las cuatro primeras y las dos últimas etapas de aquella Vuelta serían por territorio gallego y con presencia en las cuatro provincias.

La primera etapa es un prólogo contrarreloj de diez kilómetros por Coruña. La capital herculina acaba de inaugurar un precioso paseo marítimo y toca enseñarlo al mundo. Por desgracia, llueve. Perdón. No llueve. Arrolla. Yo me instaló en la fuente de Cuatro Caminos. Voy agarrado a la mano izquierda de mi padre. En la derecha mi progenitor se aferra a un paraguas e intenta proteger a su hijo. Digo bien se aferra, dado que en Coruña no existe la lluvia vertical. La lluvia es oblicua, dañina y perversa para los sentidos. Te ataca desde la punta del cogote hasta la perpendicular del tobillo. Estamos a la altura de la calle Fernández Latorre próximos a la cafetería Remanso. A la izquierda el Bingo, algo más allá la Estrella Galicia y enfrente las oficinas de La Voz de Galicia. La esencia de Coruña. Los ciclistas tienen que bordear la Fuente de Cuatro Caminos para volver por sus pasos, tomar rumbo hacia el centro de la ciudad y dar la vuelta final por el Paseo Marítimo.

Allí, apostado con mi padre, entre culos y paraguas, intento ver a los esforzados de la ruta. Desde siempre me gustó el ciclismo, como siempre me gustaron los coches. Nunca me interesó la mecánica, ni al recibir la mayoría de edad me interesó comprar vehículo alguno o fardar de uno o de otro. Me la sopla tener un Ford Fiesta o un Mercedes Clase S. Presumir nunca ha sido lo mío. Lo que me gusta es la libertad. La independencia. El movimiento. La geografía. La cultura. La historia. El conocer. El abrir la mente a nuevos lugares. Eso es el ciclismo. Y tiene algo más. Algo que no tienen los coches. El esfuerzo. La épica. El honor. Las gestas. Y para cantar las gestas están los trovadores. Los periodistas. La radio. Y entonces estaba José María García, las unidades móviles, los helicópteros, los puntos de control y las entrevistas en directo bajando en moto a 80 km/h.

Para aquel niño paleto ir a ver una etapa de la Vuelta a España era como ir a Disneylandia.

Cosa que, por cierto, no creo que supiese entonces ni que existía.

Total. Que llueve. Y llueve mucho. Y el asfalto resbala. Es una carretera con líneas. Muchas líneas. El asfalto de ciudad es el más odiado por el ciclista. Es tocar una raya blanca y al suelo. Estoy instalado en la curva. Ohhhhh. Ayyyyyy. Se caen unos cuantos. Se levantan. Otros gritan. Y tardan más en levantarse. No abandonan, pero acaban tocados.

Llega entonces Álex Zülle. El chaval promete. Milita en la ONCE y viene como un tiro. Ha ganado la Vuelta a Asturias, la Vuelta a Burgos y la Escalada a Montjuic. En la contrarreloj es favorito. Va primero en los parciales, cuando toca dar el giro en la Fuente de Cuatro Caminos. Encara la curva a la izquierda, pisa el freno…

…y se cae. Cae poco más allá de mis pies. Los mecánicos de la ONCE saltan del coche, lo ponen en pie y tratan de subirlo a la burra. José María García enchufa el micrófono a grito pelado convirtiendo sus escasos 160 centímetros de altura en un gigante que podría rivalizar con el mismísimo Hércules. Zülle vuelve a rodar, toma impulso bajo el aguacero y enfila rumbo al Paseo Marítimo.

Álex Zülle gana la etapa a pesar de la caída. Pero no ganará la Vuelta a España de 1993. Volverá a caerse.

Y es que Álex Zülle siempre se cae.

Zülle en 1993

Álex Zülle era un suizo que hizo fortuna en España. Entre 1991 y 2000 militó en la ONCE y en el Banesto, los dos grandes equipos españoles del momento. En sus años de gloria conquistó la Vuelta a España (1996 y 1997) engrosando las filas del equipo de los ciegos. La paradoja era curiosa. Miguel Induráin militó durante su lustro glorioso en Francia en el Banesto. Año tras año la estructura del equipo se desmoronaba conforme el banco de crédito saltaba por los aires gracias a los tejemanejes de Mario Conde. Mientras, la ONCE aumentaba su caché temporada tras temporada y se convertía en el mejor equipo del mundo. Se da pues la singularidad de que Induráin tuvo en sus últimos años en la ONCE a su máximo oponente, siendo este un equipo liderado por Laurent Jalabert (francés) y Álex Zülle (suizo). Pero es que son tiempos donde el ciclismo español está supeditado a un único ciclista. En la Vuelta de 1996, la Vuelta en la que Induráin pone pie en tierra y abandona el ciclismo, Zülle logra el triunfo y hay que bucear hasta la décima posición para encontrar al primer ciclista español de la clasificación.

Zülle llegó tarde al ciclismo. No se puso en serio con la burra hasta los 18 años. Manolo Saiz, patrón de la ONCE, lo captó y el chico comenzó a funcionar como una moto. Y eso que en un principio no lo quería. Llevaba pendientes y aquello era tema tabú para Saiz. Ocurría que el chaval era un fuera de serie. Para la Vuelta del 93 venía como tapado, no obstante, se le consideraba un peligro para Tony Rominger, también suizo, y gran favorito. Zülle golpea en las contrarrelojes y se defiende más que bien en la montaña atacando sin miedo si es necesario. Y así se llega a la traca final con Rominger líder con 33 segundos de ventaja sobre Zülle. Falta la última etapa de montaña en Asturias antes de afrontar una contrarreloj de 44 kilómetros en Santiago de Compostela. Se espera la victoria de Zülle del que se cree capaz de aguantar en montaña y asestar un golpe definitorio en la lucha contra el crono.

Llueve. Como ha llovido durante una Vuelta a España donde el punto más meridional ha sido Valencia. La etapa es corta para la época. Poco más de 150 kilómetros. Su suben cinco puertos con final en el Naranco con Oviedo a lo lejos. Por el camino La Cobertoria, puerto duro y de peligrosísima bajada. Hay ataques, pero se saldan sin éxito. Diluvia. Y toca bajar aquella pista de patinaje estrecha y llena de baches. Y Álex Zúlle no entra bien en un giro. Y se va al suelo. Y se levanta. Y no encuentra la bici en las flogues, que es como él se refiere a las flores en su castellano macarrónico. Y le dan su bici. Y vuelve a arrancar.

Y allí pierde la Vuelta. Faltan 50 kilómetros para la meta, pero desesperado, con el culotte roto y embarrado hasta las cejas quedarán allí enterradas sus opciones de alzarse con la victoria. Zülle ganará la crono en Santiago con 48’’ de ventaja sobre Rominger, ocurre que será insuficiente. Oportunidad perdida.

Zülle perdió aquella Vuelta, pero se ganó la simpatía del público español que pronto le consideró unos de sus favoritos. Tipo simpático, siempre sonriente en la derrota y siempre modesto en la victoria, afable con prensa y compañeros y terriblemente educado, en aquella caída en La Cobertoria dejó una de las más hilarantes entrevistas deportivas que se recuerdan; “Agua en carretera, culo y bicicleta en flogues”, así explicó con sencillez lo que había sucedido.

El tema es que Zülle no veía tres en un burro (un cegato en la ONCE, otra paradoja). Contaba con cinco dioptrías en cada ojo. El chico usaba gafas y no hay peor asunto para un miope que la lluvia. Las lentes se empañan y las gotas se pegan al cristal. Hay que sacarlas y limpiarlas. Un auténtico coñazo. Y ni te cuento si vas subido a una bicicleta cuando a las gotas de lluvia hay que añadirle las ácidas gotas de sudor. En el mundillo ciclista se decía que Zülle era siempre favorito en cualquier prueba salvo con lluvia. En ese caso la apuesta era saber en cuál kilómetro se iría al suelo.

A Zülle le daba miedo el agua y era terrible descendiendo puertos. Rompetechos en bicicleta. No obstante, el pánico venía de tiempo atrás. De adolescente había coqueteado con hacerse esquiador profesional, pero una fuerte caída en un descenso le provocó una fractura que le hizo cambiar de deporte. Para mejorar la rehabilitación le recomendaron la bicicleta y, con ayuda de su padre, acabaría desplazándose a Holanda, donde pronto comenzó a llamar la atención por su desempeño en las contrarrelojes. 

No fue ni será el único ciclista propenso en irse al suelo. Pero lo de Zülle eran palabras mayores. Con esa cara de niño bueno y esas sempiternas gafas hay quien dijo de él que era el resultado de unir a un científico loco con un cachorrillo abrazable. Manolo Saiz lo azuzaba para llevarse mal con Indurain y él no paraba de darle palmadas en la espalda en carrera y rendirse ante él cada vez que un plumilla le preguntaba.

Amarillo con dioptrías

En 1996 Álex Zülle va al Tour henchido de moral. El año anterior había finalizado segundo en Francia tras Induráin y ese mismo año sumará triunfo en la Vuelta a España. Hay etapa en Les Arcs. Frío y lluvia. Es la etapa que todos recordamos como la del día donde Induráin dijo adiós a su sexto Tour ante Bjarne Riis. Pero antes de todo eso, el bueno de Zülle se caería hasta en dos ocasiones bajando el Col de Roselend, un complicado descenso donde hace falta técnica, paciencia…y vista. Tras la segunda caída unos fotógrafos hubieron de sacarlo de unos matorrales. En este caso no hubo declaraciones para la posteridad.

Al año siguiente se pegaría una hostia de padre y muy señor mío en la Dauphiné Liberé y dos semanas más tarde se fracturará la clavícula en otra bajada, en esta ocasión en la Vuelta a Suiza. Llegará cortísimo de forma al Tour, donde, como no, volverá a irse al suelo.

La traca final tiene lugar en 1999. Tour de Francia. Última oportunidad. No están ni Pantani ni Ullrich. Es favorito. En la segunda etapa la organización prepara una etapa en el Passage de Gois, una carretera que une tierra firme con una isla al sur de Nantes. Todo precioso. Todo turístico. Y todo tremendamente televisivo. Pero el caso es que en el Atlántico hay mareas y el passage sólo queda al descubierto durante unas horas determinadas del día. Y el caminito…pues tiene sus algas, es húmedo…digamos que no es lo que un ciclista desea para ir a 60 km/h.

No creo que resulte muy complicado saber lo que sucedió. Hubo una caída. Una señora hostia. Y una extraña hostia. Los ciclistas caían unos sobre otros o danzaban con los neumáticos hasta chocar con las rocas a una velocidad irrisoria. Y por supuesto, por si alguien tenía alguna duda, Álex Zülle se fue al suelo. El pelotón se deshace en pedazos y uno de los rezagados es nuestro querido Rompetechos a quien, con el golpe, se le han caído las gafas…y no las encuentra. Comienza una persecución kilométrica en la que Zülle perderá todas sus opciones de triunfo al dejarse 6’03’’ con el grupo de favoritos liderado por Lance Armstrong. Aquel Tour será el primero del norteamericano (el primero antes de que se le fuesen retirados todos por dopaje) en el que Álex Zülle finalizará segundo a 7’37’’. ¿Quién sabe si habría ganado ese Tour en caso de no haberse caído?

Subiendo el Naranco

Álex Zülle fue un superclase. Vencedor en dos Vuelta a España, segundo en dos ediciones del Tour de Francia y campeón del mundo contrarreloj. Pero para quienes lo vimos, ya fuese en carne y hueso o a través de la pequeña pantalla, Álex Zülle siempre será ese entrañable ciclista que se iba al suelo cuando llovía porque no veía tres en un burro.

P.D: Meses antes me había escapado de casa. Cuando aún era paleto de pueblo. Me había escapado en bici. Mis padres me castigaron todo el fin de semana en mi habitación sin juguetes. Me dejaron la radio. Y en la radio el fin de semana sólo hay deportes. Yo nunca fui futbolista frustrado que decidió ser juntaletras. Siempre quise ser juntaletras.

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