Archivos

Alfred Hajos

Fue Temístocles quien otorgó el mar a Atenas. Paladín de la democracia, a Temístocles le tocó gobernar la polis griega en tiempos de guerra ante los persas. A través de su agraciada oratoria consiguió convencer a los nobles y al pueblo ateniense de la necesidad de construir una flota de 200 trirremes, lo que equivaldría a paralizar o cancelar todas las demás medidas de gasto público de la polis. Aquello era inaudito. Atenas no tenía ni tiene mar. Se creó un puerto y unos astilleros en El Pireo, a once kilómetros de la capital, y se diseñaron unos muros largos, una suerte de dos murallas que debían impedir el paso de los invasores y permitir un tránsito libre entre Atenas y El Pireo. Aquella controvertida decisión consiguió que Atenas y sus aliados doblegasen a un rival diez veces superior en número, pero que fracasó al enfangarse primero en las Termópilas y luego en la batalla naval de Salamina, donde los pasos estrechos marítimos beneficiaron sobremanera a la rápida y pequeña flota diseñada por Temístocles.

Dos milenios más tarde la antaño prospera y legendaria Atenas iba a ser la sede de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. Era la primavera de 1896. Eran diez los deportes que formarían parte de la competición. Y uno de esos deportes tenía que ser la natación, disciplina que, junto al atletismo, forma parte del alfa y omega de los Juegos Olímpicos.

El caso es que en 1896 no existían las piscinas olímpicas. Tardarían aún un par de décadas en hacerse realidad. Los problemas de construcción eran inmensos ya que era complejo crear estructuras capaces de soportar dimensiones tan grandes de agua y al mismo tiempo que fuesen impermeables en sus exteriores. El coste era elevadísimo y no sería hasta bien entrado el siglo XX cuando Estados Unidos las popularizase. Así pues, la competición de natación de 1896 no tendría lugar en piscina alguna, sino en mar abierto. Concretamente en el puerto de El Pireo.

Seguía siendo entonces El Pireo un pueblo marinero instalado en un promontorio rocoso con un gran puerto natural protegido de las inclemencias del normalmente tranquilo Mar Mediterráneo. Habría tres pruebas en liza, todas ellas masculinas. 100, 400 y 1.200 metros. El pronóstico era nadar en un mar tranquilo y caluroso, sin más complicaciones que la del flujo del agua al entrar y salir del puerto. Nada más lejos de la realidad. Un inusual temporal azotó la costa griega el día anterior a la celebración de la competición. El mismo día de autos las olas llegaban a los cuatro metros y la temperatura descendió hasta los 13 grados, unos diez menos de los considerados ideales para practicar natación.

Entre los participantes se encontraba un chico húngaro de 18 años que respondía al nombre de Alfred Hajos. Había nacido como Arnold Guttmann en el seno de una familia judía. Contaba con 13 años cuando decidió cambiarse de nombre. Fue entonces cuando su padre murió ahogado en el Danubio. Aquel fatídico día tomó dos decisiones; cambiarse el apellido para no ser insultado y menospreciado como huérfano judío y aprender a nadar para no acabar con el mismo destino que su progenitor.

Hajos en húngaro quiere decir marinero.

Hajos estudiaba arquitectura cuando se presentó en los Juegos Olímpicos. Era un excelente deportista. Uno de esos chicos entusiastas que en los albores del deporte destacaba en cualquier modalidad. Llegaría a ser campeón húngaro de 100 metros lisos, 400 metros vallas, lanzamiento de disco, árbitro internacional y delantero y capitán de Hungría del primer partido internacional de fútbol disputado por los húngaros en Viena que acabaría con triunfo austriaco por 5-0. Tal cantidad de éxitos, que hoy serían loados hasta la saciedad, se tornaban en vulgares en la época. Tras incorporarse a las aulas una vez finalizados los Juegos Olímpicos recibiría un sonoro aplauso de sus compañeros de estudios a los que el decano de la Universidad Politécnica de Budapest contestó con un rotundo: “Sus medallas no me interesan, lo que me interesan son sus respuestas en su próximo examen”.

El caso es que Hajos logró la victoria con facilidad en los 100 metros libres. Horas después intentaría lograr el oro en los 1.200 metros, prueba de resistencia con gran desgaste físico. El mar estaba embravecido y el viento comenzaba a azotar con fuerza. No había ni rastro del tan cacareado sol griego.

Los organizadores llevaron en tres lanchas a los nueve participantes para luego subirlos a un barco anclado exactamente a 1.200 metros de la costa. El frío era tal que Hajos decidió embadurnarse el cuerpo de grasa, algo más propio de aquellos nadadores que lo hacen en mar abierto en el Atlántico y en el norte de Europa. La carrera comenzó y la altitud de las olas hacían complicado el resistir. A mitad de recorrido Hajos decidió retirarse, pero, ante su sorpresa, las lanchas de rescate no hacían acto de aparición. Frente el mal tiempo decidieron vergonzosamente ir a resguardarse en el puerto de El Pireo. Exhausto, Alfred Hajos decidió continuar nadando con tal fuerza que acabaría llegando a la costa al borde del ahogamiento, pero también como primer y heroico clasificado con un tiempo de 18’22’’. Una eternidad que le servía para encaramarse al olimpo de los vencedores.

“Mi deseo de vivir era superior a mis ansias de ganar”, declaró a la prensa cuando recuperó el aliento con los pies en la arena de la playa de El Pireo. El miedo a morir pudo mucho más que la posibilidad de lograr la gloria olímpica. Al fondo, las lanchas de rescate hacían con tardanza su trabajo y rescataban a los supervivientes. Únicamente tres de los nueve participantes consiguieron finalizar la prueba. El segundo, el griego Ioannis Andreou, llegó a más de tres minutos de Hajos.

La proeza de Hajos impactó a la sociedad de la época. En la gala fin de fiesta organizada por la casa real griega para honrar a todos los vencedores de la medalla de oro, el entonces príncipe Constantino, luego rey, se acercó a Alfred Hajos y le preguntó a viva voz para que le oyeran todos los presentes: “Dígame, muchacho, ¿dónde aprendió usted a nadar de esta manera?”. Hajos, manteniendo el tono elevado, contestó con retranca: “En el agua”.

Alfred Hajos

Contaba antes que Hajos retornó a sus estudios de arquitectura. Por entonces, una vez acabada la carrera, no se concebía seguir practicando el deporte. No existía el profesionalismo en ninguna disciplina salvo en el fútbol y éste con muchos matices. Así pues, aquel joven de pelo engominado y de bigote ridículamente perfecto tal y como marcaba la moda de entonces, acabó sus estudios y se dedicó a ejercer la arquitectura.

Primero entró en un estudio como asociado, aunque rápidamente decidió ejercer por libre. El gusanillo del deporte no se le había olvidado a Alfred Hajos quien decidió presentarse a los Juegos Olímpicos de Paris, pero no como deportista. Lo haría como arquitecto. Desde 1912 a 1952 en el programa olímpico se habilitó lo que se dio en llamar competencias artísticas. La profesionalización y el negocio actual ha llevado al olvido la consideración del deporte como arte. Arquitectura, escultura, literatura, pintura y música hacían su aparición en los Juegos con la intención de unir a estas artes con el deporte.

En la edición de 1924 Alfred Hajos ganaría la medalla de plata (la de oro quedaría desierta) con el proyecto de creación de un estadio olímpico en una gran ciudad. De estilo Art Nouveau en sus estructuras, con el tiempo decidiría encajar un formalismo más modernista en sus planteamientos. Sus ideas y su amor por el deporte se vieron plasmados con la construcción del Complejo Acuático Deportivo de Hungría, con sede en la isla Margaret, una instalación verde enclavado en el Danubio entre Buda y Pest. Fue aquella la primera piscina cubierta del país y, en la actualidad, reformada y ampliada, sigue celebrando competiciones internacionales rebautizada como complejo deportivo Alfred Hajos.

Hajos y su Complejo Deportivo

Los años de la II Guerra Mundial significaron para Hajos un exilio forzoso por su condición de judío, pero su arte fue reclamado una vez finalizada la contienda. Sus éxitos como deportista le libraron de la cárcel y llegaría a refugiar a varios deportistas en su casa para librarse primero de los fascistas y más tarde de las purgas estalinistas. Tras la contienda recuperará honores y se convertirá en el arquitecto deportivo de referencia en Centroeuropa. En su Budapest natal diseñará el coqueto estadio de Ujpest, un velódromo y en sus últimos años de vida el cementerio y memorial del Holocausto judío.

Otras historias relacionadas

Una historia de agua y sangre en la Guerra Fría (puñetazos en la piscina entre húngaros y soviéticos)

Los límites del ser humano (¿cuántos récords del mundo seguirán batiendo los seres humanos?)

Cuando Mark Spitz ganó siete medallas de oro (la increíble historia del Rey de los Juegos de 1972)


¿Quieres recibir un email cada vez que se publique una entrada nueva?

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.