Stanley Cup 1987
Desde 1971 no se llegaba al séptimo partido en las finales de la National Hockey League (NHL). En juego la Copa Stanley. El voluminoso trofeo lleva el nombre de Lord Stanley, Gobernador general de Canadá, quien donó la copa en 1892 para el campeón de la liga profesional de hockey sobre hielo de Estados Unidos y Canadá. Hoy equipos tan veraniegos como los Florida Panthers ganan la NHL, pero antes, cuando el deporte era deporte, la cosa era canadiense. Los Montreal Canadiens cuentan con 24 títulos y son los mandamases históricos de la competición. En la década de 1980 el tema estaba entre ellos, entre los también canadienses Edmonton Oilers y Calgary Flames y entre los estadounidenses New York Islanders y Philadelphia Flyers.
Decía que había séptimo partido. Seven game. Las dos palabras más bonitas del deporte norteamericano. Es 1987. El primer finalista proviene de Canadá. Es el gran favorito. Son los Edmonton Oilers. Son los dioses del hielo. Habían sido campeones en 1984 y 1985. Cuentan con Wayne Gretzky, considerado el mejor de todos los tiempos. Gretzky es un ajedrecista que juega al hockey. No cuenta con fuerza, ni tiene potencia, pero si un conocimiento del juego que le permite ver el pase antes que los demás. Es un prodigio desde la niñez, ya que con poco más de dos años ya patinaba cuatro horas al día.
Al mítico número ‘99’ lo acompañaba un equipo que se define a sí mismo como hermandad. Deportistas desconocidos para el profano y mitos para los seguidores de la NHL. Son Jari Kurri, Paul Coffey, el anotador Glenn Anderson y el portero Grant Fuhr, de fuerte personalidad y que daba el tono emocional al equipo. Como acompañante predilecto del gran Gretzky está Mark Messier, una bestia robusta y agresiva que cubría las espaldas del ‘99’.
El año anterior habían caído en las Finales de Conferencia ante Calgary por un autogol de Steve Smith, un habitual suplente. Se habían confiado. Se sabían los mejores. Para la temporada 1986/87 se habían conjurado para lograr el triunfo.

El rival en la final son los Philadelphia Flyers. Son una sorpresa. Habían perdido la final de 1985 ante los Oilers por un claro 4-1 y nadie contaba con verlos llegar nuevamente al momento decisivo. De hecho, necesitaron un séptimo choque para eliminar a los Islanders y poder acceder a la final. Se contaba con una victoria fácil de los Oilers y el 4-0 era el resultado más votado en las casas de apuestas.
En los dos primeros partidos los Oilers ganaron en casa con relativa suficiencia. En el tercer choque los canadienses lograron ponerse con un 0-3 a favor que virtualmente los hacía campeones. Los Oilers volaban. Triangulaban pases a velocidad de vértigo y su preciosismo era un imán para las cámaras. Los Flyers no estaban en lo alto de la montaña, sino al fondo del valle. Entendieron que había que bajar el ritmo e ir a degüello. Tocaron a rebato y con el apoyo de 19.000 almas enfervorizadas dieron la vuelta al choque a base de pundonor y malas artes para ganar por 5-3 el partido. Todo volvió a su cauce en el cuarto con victoria de los Oilers (3-1 en el parcial) que los dejaba con pie y medio como campeones.
La eliminatoria vuelve entonces a Edmonton, en donde una victoria local da la Stanley Cup. Se habla de desfile de la victoria. Al poco de finalizar los canadienses ganan 3-1 a los estadounidenses. Ocurre que los de Philadelphia vuelven a remontar, acaban venciendo por 3-4 y suman su segundo triunfo en la eliminatoria. Hubo que volver a Philadelphia para el sexto encuentro, en donde a falta de 86 segundos para el final el marcador es de 2-2. Entonces el local JJ Daigneault metió el disco en la portería derecha de los Oilers para dar la victoria a Philadelphia y lograr el 3-3 en la eliminatoria. El gol de Daigneault hizo temblar al Spectrum, el pabellón de Philadelphia, y aun hoy, cuarenta años después, sigue siendo el mayor registro de decibelios jamás registrado en un rectángulo de juego.

Nos vamos así al séptimo partido. El primero en 17 años de finales. Las dos palabras más bonitas del deporte. Séptimo partido. Seven game. Si no sabes lo que eso significa es que estás muerto o estás en coma.
Los Oilers juegan el séptimo en casa. Pero tienen miedo. Mucho miedo. Recuerdan el fracaso del año anterior. Jugaban el séptimo de las Finales de Conferencia en casa. Y perdieron. Por un gol en propia puerta, pero, realmente, por un ejercicio de prepotencia y superioridad. Dominaban el choque y en vez de ir a por el rival dejaron pasar el tiempo hasta que cometieron un error fatal en un pase que acabó en una derrota que fueron incapaces de levantar.
Así pues, en Edmonton hay miedo. Mucho miedo. Y habrá más cuando Philadelphia se ponga por delante (0-1) en el primer periodo. Era la primera vez en toda la eliminatoria que Philadelphia anotaba un tanto en la primera de las tres partes con las que cuenta un partido de hockey. Por tanto, era la primera vez que los Oilers comenzaban un encuentro en desventaja.
Los Oilers responden. No lo harán con preciosismo. Lo harán con fuerza. Acusados de perder el quinto y el sexto partido por jugar como nenazas (expresiones de otros tiempos), apuestan por la lucha física y por enormes mensajes de fuerza. Aquello acaba como el rosario de la aurora y con dos jugadores excluidos temporalmente del partido. Comprenden entonces que deben jugar como saben y al poco de finalizar el primer periodo una pared entre Gretzky y Messier acaba con gol de este último (1-1).
Para el segundo período los Oilers son un vendaval. Una perfecta combinación de tamaño, velocidad, técnica y conocimientos. Son una sinfonía en movimiento. Y aun así no logran ponerse por delante. Una y otra vez disparan a puerta y una y otra vez todo acaba en nada.
La culpa la tiene un tal Ron Hexall.
Volvamos a 1985. Los Philadelphia Flyers son un equipo durísimo, ultradefensivo y el más odiado en toda la liga. Son también el equipo más joven. Pierden la final ante los Oilers. No obstante, su futuro es prometedor. El tótem del equipo es el sueco Pelle Lindbergh, el mejor portero del campeonato. La posición de guardameta es la más importante en el hockey, no solo por su impacto en el juego, sino por su impacto mental. Lindbergh lo tiene todo. Es el alma del equipo y es el último en su extirpe en jugar sin una máscara de fibra de video para proteger su cara de los impactos. El caso es que, tras el subcampeonato de 1985, Lindbergh tiene un accidente de coche por culpa de un exceso de alcohol en sangre y fallecerá a causa de muerte cerebral. Llegó a estar vivo gracias a la respiración artificial durante unos meses antes de dejar este mundo provocando un vacío inmenso en el vestuario y en la afición de los Flyers.
Fue entonces cuando accede a la portería de los Flyers un novato de 22 años llamado Ron Hexall. No era el mejor y no fue bien recibido, pero decidió recoger el legado de Lindbergh y unir en la desgracia a ese equipo. Hexall era un camorrista, un tipo que no se callaba nunca y que siempre buscaba pelea. Y era un excelente portero. Quizás no era el que tenía más reflejos, pero sí que era el que realizaba las salidas más arriesgadas y no rehusaba nunca la pelea. Pronto se convirtió en el favorito y pronto consiguió que Philadelphia renovase la ilusión.
Hexall ya había sido el héroe en la agónica victoria en el sexto encuentro, pero lo que iba a realizar en el séptimo superó todo lo conocido. Firmó un total de 40 paradas, cifra groseramente elevada. La intensidad del encuentro era tal que se podía tocar. Los dos equipos eran mejores que en el 85. Mucho mejores. Cada uno en la faceta del juego que dominaban. Uno en ataque y otro en defensa.
Sin embargo, el nivel de precisión y la velocidad de los Oilers se estaba haciendo inabarcable. Philadelphia le ponía pasión y trataba de bajar revoluciones a base de peleas y empujones, pero aquello tenía que partir en algún momento. El toma y daca acabaría con el 2-1 para los Oilers cuando el segundo período languidecía.
El tercer periodo fue una sinfonía de los Oilers coronada por una retahíla de paradas milagrosas de Hexall. Los que entienden de hockey dicen que fue el mejor periodo del mejor partido de la mejor final de la historia de la NHL. Hexall devolvía todos los golpes, sangre incluida, como cucaracha que se revuelve en mesa de domingo. A 2:35 del final llegó el 3-1 definitivo y el titulo se quedaba en Edmonton (4-3 en el global).

En palabras de los protagonistas fue una final devastadora, tanto en lo físico como en lo mental. Los Edmonton Oilers repetirían título la siguiente temporada. Entre 1984 y 1990 consiguieron cinco trofeos en cinco finales disputadas. Cuentan con el mejor promedio goleador en la historia de la NHL y para los entendidos es el mejor equipo que ha existido en el hockey sobre hielo.
Los Flyers volvieron a Philadelphia y fueron recibidos como héroes. Ron Hexall lo hizo con el trofeo de MVP (Most Valuable Player) bajo el brazo. Uno de los contadísimos casos en los que se le da el premio al mejor jugador de una final a alguien que no se ha proclamado campeón. Nunca ganó un título con los Flyers, pero Hexall sigue siendo el jugador con más partidos disputados y el más querido en Philadelphia.
El tiempo pasa, pero los recuerdos permanecen.
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