Induráin contra la Santa Alianza
A Miguel Induráin se le acusa de ser un gran campeón de una sola carrera. No les falta razón a sus críticos. En su palmarés no se encuentra ninguno de los cinco monumentos y tan sólo se coronó en 1990 logrando la Clásica de San Sebastián. Por muchos cinco Tours seguidos que conquistase el gigante de Villava su palmarés palidece ante bestias competitivas del calado de Merckx o Hinault. Sin embargo, muchos olvidan que Miguel logró dos triunfos en el Giro de Italia (1992 y 1993) ambos en doblete con el Tour. Y el único en la historia de las dos ruedas que ha conseguido semejante proeza en dos años consecutivos es Miguel Induráin Larraya.
El Giro es aún hoy la más local de las tres grandes carreras ciclistas. Ninguna gran ronda es tan prolífica para los corredores nativos como la carrera más dura del mundo en el país más bello del mundo. Hasta 69 victorias italianas se suman en 104 ediciones, aunque bien es cierto es que en la última década solo Vicenzo Nibali (2013 y 2016) ha hecho sonar el himno de mameli en el pódium final. Es por ello que cuando un icono extranjero se aventura a asomarse por el país de la bota todo son agasajos y sonrisas.
Así pasó con Induráin. La organización del Giro lo trató como un rey antes de la salida. Desde Hinault en 1982 el vigente ganador del Tour no competía en el Giro de Italia. Miguel había renunciado a correr la Vuelta para evitar la presión mediática (por entonces la carrera española era en abril), en una decisión que fue muy protestada por los poderes fácticos. Renunciar a la Vuelta, la carrera nacional, donde el año anterior había sido segundo, para debutar en el Giro con veintisiete años no era algo del agrado de la prensa deportiva española.
Hace ahora 30 años, a la altura de 1992, ningún ciclista español había logrado vencer en el Giro de Italia. Induráin llegaba al prólogo de Génova como vigente campeón del Tour, pero no era el favorito. Por el contrario, los grandes candidatos a la victoria eran los transalpinos Franco Chioccioli y Claudio Chiappucci. El primero, apodado ‘Il Coppino’ en honor a Fausto Coppi, era un gran escalador, había ganado el Giro el año anterior y conformaba el estereotipo tipo de ciclista italiano con rendimiento sorprendente dentro de sus fronteras mas incapaz de exportarlas al exterior. El segundo era un diablo sobre dos ruedas que a punto estuviera de arrebatar el Tour a Induráin el año anterior. Chiappucci era un purasangre, un tormento que ponía a prueba el temple de Miguelón, que acumulaba pódiums en Giro y Tour, pero que confiaba en subir al escalón más alto por vez primera. Más lejos en las quinielas estaban Massimiliano Lelli, la gran promesa, y el veterano Marco Giovanetti.
El Giro empezó con un prólogo cronometrado por las calles de Génova en el que se puso de rosa el francés Thierry Marie. Induráin quedó a ocho segundos, pero en la tercera etapa se colocaría de líder tras un ataque de Chiappucci que puso patas arriba el pelotón. No era una jornada de montaña, simplemente fue uno de esos sin sentidos que tanto le gustaban a Claudio. Hubo un corte en el pelotón y el de Villava será maglia rosa. Al día siguiente tocaba contrarreloj, y en los 38 kilómetros a pleno esfuerzo Induráin tritura a sus rivales. Le mete 2’16’’ a Chioccioli y 1’09’’ a Chiappucci. “El tiempo es bueno, pero podría haber sido mejor”, comenta el ciclista navarro. Pero lo cierto es que es el patrón del Giro y tiene a sus rivales donde quería. Y sólo iban cuatro jornadas.
En el Giro abundaban los equipos italianos y los ciclistas italianos. Al igual que en el baloncesto o en el fútbol, no existían escuadras de otros lugares capaces de poner en solfa el dominio transalpino. La cantidad de liras que movía el deporte profesional italiano en los 80 y buena parte de los 90 era inimaginable. Fue Massimiliano Lelli el que puso el grito en el cielo. Daba igual quien fuese el ganador, pero tenía que ser de la casa. No se podía permitir que Miguel Induráin resultase el vencedor del Giro.
La propuesta fue bien acogida por el GB-MG (Chioccioli, Vona), Carrera (Chiappucci), Gatorade-Chateau d’Ax (Giovanetti) o Ariostea (Lelli). Se creó entonces lo que se daría en conocer como la ‘Santa Alianza’, cuyo objetivo era evitar a toda costa la victoria de Induráin. El zafarrancho tenía que comenzar en las etapas llanas para desgastar a un equipo Banesto mucho más limitado que sus rivales. En principio Induráin había ido al Giro para preparar el Tour, así que la teoría decía que iría de menos a más. La idea era destrozarlo día a día para que al llegar la montaña acabase desfondado.
Se sucedieron los pequeños ataques y las emboscadas hasta llegar a la novena etapa con final en el alto del Terminillo, en los Abruzzos. Chioccholi demarró e Induráin se quedó sólo. Sería una constante el resto del Giro. El Banesto se había desfondado en las etapas llanas. El objetivo se había cumplido. Pero Induráin se puso en marcha. Con su ritmo machacón cogió a Chioccholi y se puso a marcar el ritmo al punto de que ‘Il Coppino’ se dejó tres minutos. Induráin, fiel a su estilo, dejó ganar a Lucho Herrera mientras que sólo Giovanetti aguantaba su rueda. Chiappucci se dejaba treinta segundos.
Al día siguiente, Chioccholi, encorajinado, recupera dos minutos en una escapada consentida por el gran jefe navarro. Pasan los días y se llega a los Dolomitas. Es la etapa de Alta Badia. Ataca Franco Vona y se va. Es el único. Atacaran todos. Lelli, Giovanetti y, sobre todo, Chiappucci y Chioccholi. Una, dos, tres, diez, veinte veces. Es la ‘Santa Alianza’ en acción. Molesto, Induráin se coloca tubular con tubular una, dos, tres, diez, veinte veces, y mira desafiante hacia atrás. ¿Queréis guerra? Tendréis guerra. Si Induráin normalmente dejaba marchar por delante a los escaladores a cierta distancia para tenerlos contentos y controlados al mismo tiempo, esta vez no será así. O llegan todos juntos, o ninguno. Incluso se dio el gusto de quedar el segundo de la etapa tras dejarlos marchar a 500 metros de la meta y exhibirse con un sprint portentoso para demostrar quién era el patrón del Giro.
Aún quedaba el consuelo de la etapa del día siguiente, con final en el Monte Bondone tras un doble paso por el mismo, además del Pordoi y Campolongo, pero fue otro consuelo vano; Indurain salió de los Dolomitas indemne sin dejar las migajas para los demás.
La Santa Alianza no cejó en su empeño y en las tres etapas alpinas volvieron a la carga. Aquí Miguelón fue permisivo. Permitió una victoria parcial de Giovannetti en un ataque consentido, pero se mostró inflexible con Chioccioli y Chiappucci, que llegarán a la meta de Milán sin poder dejar de rueda en ningún momento al líder de la carrera. No necesitaba hacer gran cosa. A veces bastaba un gesto, una mirada, para controlar la carrera. Induráin jamás se enfadaba, pero aquel Giro había colmado su paciencia. Se estaba hartando de matar moscas con el rabo.
Quedaba la crono final. 66 kilómetros entre Vigevano y el palacio de los Sforza en Milán. El Giro estaba más que sentenciado, pero Induráin se había propuesto destrozar a todos aquellos que lo habían estado desafiando. Colocó una rueda lenticular y corrió con la misma bicicleta con la que mes y medio después tenía pensado disputar la primera contrarreloj del Tour, que aquel año sería en Luxemburgo.
Ese era el objetivo. Poner la primera piedra para ganar el Tour.
Induráin fue un rayo. La crono una carnicería. Acabó doblando en la misma recta de meta a Chiappucci que había salido tres minutos antes. El diablo hizo una de las mejores cronos de su vida quedando tercero en la etapa, por lo que la impotencia fue aún mayor. La estampa de la aplastante superioridad del navarro no se marcharía nunca de la cabeza del italiano. De hecho, Chiappucci confesaría más adelante que aquella tarde comprendió que jamás vencería a Induráin, cosa que así sería porque en el mes de julio repetirá en el segundo cajón del pódium detrás de Miguelón.
Y es que Chiappucci quedó segundo en la general final a más de cinco minutos y Chiocchioli tercero a más de siete minutos. Induráin quedo además el tercero en la clasificación de la montaña y segundo en la de la regularidad por detrás de Mario Cipollini. La ‘Santa Alianza’ había fracasado al igual que fracasó en 1815, cuando las monarquías europeas firmaron un pacto para detener los ideales de la Revolución Francesa y proteger a las monarquías absolutas por toda Europa.
Nadie fue capaz de contener a la democracia. Al igual que nadie fue capaz de contener a Induráin.
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