Lance Armstrong: El fraude de un campeón (1ª parte)
En el año 2004 Lance Armstrong estaba en la cúspide de su existencia. Se preparaba para acudir en julio a Francia, darle una vuelta al hexágono galo y ser el primer ser humano en sumar seis Tours en su palmarés. La temporada siguiente remataría semejante hazaña logrando un séptimo y definitivo título para autoproclamarse el más grande de todos los tiempos. Pero antes, al inicio de aquel año, presentó en la sede de ‘Livestrong’, su fundación contra el cáncer, una pulsera amarilla de plástico que se pondría a la venta por 1 euro y cuya recaudación iría íntegramente al estudio e investigación de proyectos oncológicos.
‘Livestrong’ contaba con vender cinco millones de pulseras en todo el planeta. Se estima que fueron ochenta los millones de ellas que adornaron las muñecas de medio mundo, incluidas las de los más grandes deportistas durante los Juegos Olímpicos de Atenas de 2004.
Y es que Lance Armstrong era un héroe. Era el hombre que había vencido al cáncer. Fue en octubre de 1996, cuando apenas contaba con 25 años de edad. Aquel verano ya había renunciado a correr por una complicada bronquitis, aunque la realidad es que tenía molestias al sentarse en el sillín porque uno de sus testículos estaba hinchado sobremanera. Por vergüenza calló, hasta que pasados unos meses comenzó a esputar sangre. Era un cáncer testicular de estadio 4 con metástasis en los pulmones y en el cerebro. Al día siguiente del diagnóstico ya estaba tumbado en la mesa de operaciones con menos de un 20% de posibilidades de supervivencia según le expresó su urólogo.
Pero pocos enemigos tan implacables iba a tener el cáncer como Lance Armstrong. Aquel joven texano, que no aceptaba las reglas y que siempre vivía al límite, se iba a defender con uñas y dientes. Como cuando falsificó su fecha de nacimiento para poder competir en su primer triatlón. O como cuando salpicaba a sus rivales en la piscina para lograr la victoria. Era el mismo chico que insultaba a sus compañeros de equipo cuando subía un puerto y los llamaba nenazas porque no eran capaces de seguir su diabólico ritmo.
Lance era un bocazas y un irresponsable, pero también una bestia parda que encontró en el triatlón una forma de desahogo y que vio en el ciclismo una manera de hacerse millonario. Con 18 años se pasó a las dos ruedas y decidió quedarse con el apellido Armstrong de un padre adoptivo al que detestaba, porque lo consideraba más comercial que el Gunderson de un progenitor biológico que le abandonó al poco de nacer. Desde niño aprendió a odiar y a afilar un colmillo competitivo que es santo y seña de los grandes campeones.
Por eso era evidente que si alguien podría formar parte de ese 20% de supervivencia tenía que ser Lance. Apenas dos meses después de operarse, y con los pulmones aún encharcados, se volvió a subir a la burra. A finales del año siguiente ya formaba parte de un nuevo equipo norteamericano de ciclismo, el US Postal, dirigido por un ex corredor belga llamado Johan Bruyneel. Pero Armstrong tuvo que empezar de cero. Todo el respeto que se había ganado como ciclista había sido sustituido por cautela y escepticismo.
El Lance Armstrong de antes de la operación había sido campeón del mundo en 1993 por delante del mismísimo Miguel Induráin. Armstrong era el macho alfa del equipo americano Motorola, un ‘rara avis’ en el ciclismo, un deporte eminentemente europeo. Y si bien los españoles suelen ser humildes, los belgas metódicos, los italianos astutos y los franceses arrogantes, a los estadounidenses ni se les conocía ni se les esperaba. Armstrong resultó ser lo que es. Un texano de pura cepa. Odioso, ilógico y sin pelos en la lengua. Podría ganar muchas carreras, pero Lance Armstrong nunca podría ganar un concurso de popularidad.
Armstrong no era una persona equilibrada. Ni antes ni después. Pero cuando uno está a punto de morir cambia de principios. Si no tiene algo, lo quiere. Y lo quiere rápido. Así que Armstrong no iba a aceptar ser un don nadie. Lance Armstrong quiso volver a ser grande.
Concretamente decidió que iba a ser el más grande.
Y no existía camino más rápido para lograrlo que a través del dopaje.
El dopaje. Ah, el dopaje. El doping es tan intrínseco al ciclismo como los Alpes o los Pirineos. Desde el comienzo de los tiempos, desde que a alguien se le ocurrió recorrer más de 4.000 kilómetros sobre una bicicleta subiendo y bajando montañas en apenas unos días, se hizo necesaria la ayuda externa para afrontarlo. Eso es lo conocido como dopaje legal. Al principio fueron chorros de alcohol, para, poco a poco, sofisticar el asunto. La burra cabalga a través de los analgésicos, las anfetaminas, la cortisona, y, sí, también, cocaína.
Antes del cáncer Armstrong ya se dopaba. Y como él todos. O casi todos. No vaya a ser que alguien se ofenda. Cortisona y anfetaminas estaban a la orden del día. Eso era lo permitido. Lo otro o pasó de moda (alcohol) o era rotundamente ilegal (cocaína). Pero he aquí que a finales de los 80 un médico italiano llamado Michele Ferrari empieza a experimentar con la eritropoyetina, más conocida como EPO. Se trata de una sustancia que aumenta la capacidad para transportar oxígeno amplificando la cantidad de glóbulos rojos en sangre. Esto implicaba que a través de una transfusión se podía minimizar la fatiga y aumentar el rendimiento en altitud. A mediados de los 90 era práctica común en el pelotón internacional. Todos lo intuían, pero, y aquí está el matiz, se trataba de dopaje ilegal. No estaba permitido.
Para 1998 la burbuja estalló cuando en un control rutinario de la policía durante el Tour se descubrieron en los tráileres de varios equipos sustancias dopantes a nivel industrial. El llamado ‘caso Festina’ fue algo semejante al salvaje oeste. Una carnicería deportiva, pero, y aquí está el quid de la cuestión, un escándalo con consecuencias legales y penales. Se creó la Agencia Mundial Antidopaje (AMA) y el ciclismo prometió limpieza. No obstante ya se sabe que tanto la justicia como la ciencia son lentas, por lo que aún tendría que pasar una década para que los vampiros fuesen por delante de los ciclistas.
Y mientras todo esto sucedía, mientras el ciclismo se asomaba al averno, Lance Armstrong se convertía en un icono de la lucha contra el cáncer y creaba su propia fundación para ayudar a los pacientes oncológicos testiculares. Así fue en un principio, pero su fulgurante éxito convirtió en pocos años a ‘Livestrong’ en un gigante de la investigación contra todo tipo de cáncer y de apoyo asistencial a pacientes en Estados Unidos.
Ah, pero mientras todo esto sucedía, mientras Lance Armstrong decidía volcar sus esfuerzos para luchar contra el cáncer, determinó dar el paso y viajar a orillas del Lago Como para visitar al doctor Ferrari. Era 1998, y entretanto el ciclismo mundial entraba en una espiral de autodestrucción, Lance Armstrong comenzaba a suministrarse con regularidad la famosa EPO.
Para 1999 Estados Unidos volvía al Tour de Francia a través del equipo US Postal. Era el Tour de la redención. Se redujeron los kilómetros y las etapas de montaña para minimizar los esfuerzos de los ciclistas. Pero la realidad es que la EPO seguía siendo indetectable. No había forma de averiguar su consumo en competición. El Tour de la redención, el Tour más humano, resulta que fue el Tour más rápido de la historia. Y fue el Tour de Lance Armstrong, que lideró la carrera con absoluta suficiencia.
Era el gran héroe americano. El hombre que había derrotado al cáncer ahora ganaba la prueba ciclista más dura del mundo. Era el mesías del ciclismo. Pero había fraude. Y se sabía. Y la gran diferencia es que mientras a mediados de los 90 se estaba al tanto de que los ciclistas de elite usaban EPO, igualándose mutuamente en términos de fuerza y estafa, después de 1998 había una clara línea que separaba a los que hacían trampa de los que no. El problema era averiguar quién era cada cual.
A punto se estuvo.
A mediados de aquel Tour la prensa francesa desvelaba que Lance Armstrong había dado positivo en cortisona en una prueba de orina. La cortisona, aceptada antes de 1998, pasaba ahora a ser prohibida salvo para dolores intramusculares justificados. Hein Verbruggen, presidente de la Unión Ciclista Internacional (UCI), defendió públicamente a la gallina de los huevos de oro. Absolución total. El ciclismo tenía a su redentor, a la gran estrella del deporte mundial, y nada ni nadie iba a impedir que Lance Armstrong se coronase en los Campos Elíseos de Paris.
El problema es que Lance Armstrong también habría dado positivo en EPO si se hubiesen podido detectar las muestras de eritropoyetina por aquel entonces.
Dos años después la AMA ya estaba en condiciones de detectar la EPO en cada control. Para 2002 nadie podría inyectarse EPO sin ser detectado.
No habría más fraude. Los tramposos iban a ser cazados.
Y sin embargo Lance Armstrong ganó sus siete Tour de Francia sin dar jamás positivo. En 1999, 2000, 2001, 2002, 2003, 2004 y 2005.
Continuará…