Cuando el rugby convirtió a Sudáfrica en un país
La bandera de Sudáfrica tiene una forma un tanto singular. Está constituida por dos anchas bandas horizontales, la superior de color rojo y la inferior de color azul, separadas ambas por una tira central verde que remata en forma de y. La y griega está plasmada en negro y la separación entre colores está representada con unas estrechas franjas amarillas y blancas. En total la bandera de Sudáfrica consta de seis colores. Esta rareza colorida, única en el mundo, data de tan temprana fecha como 1994 y simboliza la unión de dos pueblos. El afrikáner blanco de origen neerlandés (blanco, azul y rojo) y el zulú negro de origen nativo (negro, amarillo y verde).
En abril de 1994 Nelson Mandela arrasó en las primeras elecciones libres celebradas en Sudáfrica tras el fin del apartheid. Era la primera vez que el 80% de la población podía votar. La primera vez que los negros podían votar. Y Mandela, el líder de la ANC (Congreso Nacional Africano), logró una amplia mayoría. La ANC quería venganza y muchos contemplaron así el resultado de las elecciones. Pero Mandela no lo veía así. A pesar de transitar medía vida en una celda, ‘Madiba’ sabía que para que la paz triunfase debía buscar la reconciliación de los sudafricanos. Por eso escudriñó una nueva bandera. Una insignia que no destruyese y sí que integrase. Por eso solicitó un nuevo himno que conviviese con el antiguo. Mandela, de 76 años, quería ser el padre de la nueva nación.
El problema es que su política de apaciguamiento no contentaba a nadie. Los sudafricanos blancos seguían controlando el ejército y las fuerzas de inteligencia, y pronto surgieron grupos paramilitares que acometieron diversos atentados para soliviantar al nuevo gobierno. Mientras, la ANC clamaba contra Mandela por mantener en sus puestos a los funcionarios blancos y grupos armados promovían el fin de la supremacía blanca. Mandela sabía que su ascendencia sobre los negros podría con todo y que si él pedía paz, tendría paz. Lo que no sabía era como ganarse el cariño de los blancos, y, sobretodo, como conseguir que blancos y negros conviviesen juntos. Como comentó años más tarde; “tuve que apelar a los sentimientos y dejar de lado a la razón”.
Meses más tarde, en el verano de 1995, Sudáfrica iba a albergar la Copa del Mundo del rugby. Era un acontecimiento extraordinario…para la población blanca. Los afrikáners son unos fanáticos del rugby. El equipo, que viste una camiseta verde, es conocido como los ‘springboks’ apelativo que emana de la gacela dorada que adorna el pecho de los jugadores. Durante los años del apartheid los ’springboks’ fueron excluidos de los eventos internacionales por lo que no pudieron acudir ni a la Copa del Mundo de 1987 ni a la de 1991. Era la primera vez que Sudáfrica iba a participar en un Mundial y lo haría en casa.
Para la población negra el rugby representaba el dolor, la angustia y la represión. Para ellos el rugby no era más que tipos, altos, rubios, vestidos con camiseta verde y pantalón caqui que pasaban el tiempo bebiendo cerveza y humillando a los negros. A ningún nativo le interesaba el rugby, por lo que se celebraban con júbilo las derrotas del equipo nacional. Todo adolescente zulú o xhosa admiraba a los ‘All Blacks’ de Nueva Zelanda, un equipo formado por blancos, negros y mestizos, considerado una suerte de Brasil del rugby.
Un día a mediados de octubre de 1994 Nelson Mandela citó a François Pienaar a tomar un café al palacio presidencial. Aunque ambos eran hombres públicos no se conocían en persona. Pienaar era el capitán de la selección de rugby de Sudáfrica. Era un genuino representante afrikáner. Con 1’92 metros de altura llevaba sobre sus hombros con ligereza sus 120 kilos de peso. Rubio, de mirada seria y penetrante y parco en palabras, personificaba perfectamente al ideal del blanco sudafricano.
Pienaar no era más que un producto de su tiempo. Un niño de clase media que creció en la década de los 80 escuchando de boca de sus padres que el negro era el enemigo y que el afrikáner era franco, sencillo y trabajador en contraprestación a los ruines, zafios y vagos negros que pululaban el extrarradio. Pero Pienaar no era un afrikáner cualquiera. Al ser deportista profesional había visto más allá de las fronteras del Traansvaal. Era, además, licenciado en derecho y tenía más conversación que la que se le presupone a un deportista. Y mucha más que la que se le conjetura a un jugador de rugby afrikáner.
Pienaar acudió a la cita con ciertos nervios y tiempo después admitiría que cuando estrechó la mano del presidente sintió pánico. Esperaba encontrarse a un anciano de 76 años y se encontró un hombre más jovial que él mismo. Mandela se mantenía en gran forma. Había sido boxeador en su juventud y durante sus años de cautiverio no dejó de practicar deporte. Ya como presidente todos los días se levantaba a las 4 de la mañana para hacer carrera continua. Era, además, un bigardo de 1’85 que podía mirar de tú a tú a Pienaar.
Lo primero que le extraño a Pienaar es que los policías que custodiaban la estancia eran afrikáners. No vio a ningún negro a excepción de la secretaria de Mandela. Por supuesto los policías aprovecharon para charlar con la estrella, comentar las esperanzas que todos tenían en los ‘springboks’ y pedirle un par de autógrafos. Mandela sonreía agazapado y así continuó hasta que su secretaria dejó a Pienaar sentado en una sala contigua. ‘Madiva’ espero cinco minutos para entrar en la estancia mientras Pienaar empezaba a sudar su traje con continuas miradas a su reloj de pulsera.
Al cabo de esos cinco minutos Mandela ordenó a la secretaria que dejase a entrar a François a su despacho. Éste golpeó con los nudillos la puerta, pidió permiso y entró. ¡Ah, François, gracias por haber venido!, esbozó Mandela con una amplia sonrisa y al mismo tiempo estrechaba la mano de Pienaar con soberana fuerza, como si de un placaje se tratase. Luego ambos se sentaron de frente en unos cómodos sofás mientras el presidente servía un café con leche a su invitado.
Durante la siguiente media hora François Pienaar borró de su mente todos los prejuicios que su educación afrikáner tenía para con los negros. A través de sus anécdotas y de su eterna sonrisa, Mandela consiguió que aquel gigante de pies de barro se sintiera cómodo y seguro. La intimidad y la complicidad entre ambos surgió enseguida y Mandela consiguió lo que había hecho con tantos y tantos blancos y lo que pretendía hacer con todos los demás. Le habló de la importancia del deporte y de que lo necesitaba para conseguir la construcción y la reconciliación nacional.
A partir de ese momento siguieron seis meses frenéticos de paz y armonía en las que el rugby fue el motor que consiguió calmar revueltas, disturbios y profundos odios de tiempos inmemoriales. Como magistralmente relató John Carlín en el libro ‘El factor humano’ y perfectamente recreó en el cine Clint Eastwood en ‘Invictus’, los afrikáners aprendieron a respetar a los negros, y éstos a confiar en los blancos. Los ‘springboks’ viajaron a aldeas xhosas y zulús a enseñarle el juego a los niños, se adoptó un nuevo himno que se cantó no sólo en inglés sino en los diferentes idiomas nativos y se potenció la figura de Chester Williams, el único jugador de raza negra de la selección.
El resto de la historia es sobradamente conocida. Sudáfrica venció contra pronóstico a Nueva Zelanda por 15-12 y se proclamó campeona del mundo ante las más de 60.000 personas que abarrotaban el Ellis Park de Johannesburgo (en la película de Eastwood se omite deliberadamente ayudas arbitrales a Sudáfrica en la semifinal y una posible intoxicación de los neozelandeses antes de la final). El partido ya se había ganado mucho antes de empezar cuando Mandela asomó en el palco y saludó al público vestido con una gorra de los ‘springboks’ y una camiseta con el número 6, el número del capitán François Pienaar. Cuando la abrumadora mayoría blanca del estadio vio a Mandela portar la sagrada zamarra verde los gritos de ¡Nelson! ¡Nelson! atronaron en un recinto colmado de las banderas de seis colores de la nueva Sudáfrica.
Hoy el rugby es objeto de deseo para muchos niños negros, aunque el fútbol sigue siendo el deporte preferido de zulús y xhosas. Es cierto que el número de academias de rugby ha aumentado en los barrios de raza negra, pero la proporción de practicantes sigue siendo baja en un país donde los blancos sólo constituyen el 15% de la población. Si Chester Williams era el único negro de los 15 titulares del equipo campeón de 1995, hoy la cifra no es mucho mayor. Ciertamente un joven xhosa llamado Siya Kolosi es el capitán de los ‘springboks’, pero tan sólo 3 o 4 jugadores de raza negra son habituales en la línea de salida de la Copa del Mundo de 2019. Un total de 11 de los 35 jugadores seleccionados son de raza negra, aunque buena parte de culpa la tiene una tasa implantada el año pasado por el gobierno que obliga a seleccionar al menos a un 20% de jugadores negros o mestizos.
A pesar de todas las complicaciones en la Sudáfrica actual no hay atentados, ni disturbios ni asesinatos. Como dijo Mandela “el deporte tiene el poder de cambiar el mundo, de curar heridas y dar esperanza donde antes solo hubo desesperación.” Mas en 2019 sigue habiendo desigualdad de clases, corrupción y miedo entre razas, algo tan intrínseco a las entrañas del ser humano que erradicarlo es sinónimo de utópico. Pero lo cierto es que la Sudáfrica de hoy, la que Mandela creó a través de gente como Pienaar, es una Sudáfrica multicultural en la que blancos y negros han conseguido vivir juntos y aprender a respetarse.
“Si quieres hacer la paz con tu enemigo tienes que trabajar con él. Entonces se convierte en tu compañero.” Nelson Mandela.
“Nelson Mandela ha sido el ser humano más extraordinario e increíble que ha existido. Siempre será un ejemplo y le estaré profundamente agradecido por el papel personal que me dio en la unión del país.” François Pienaar, en el entierro de Nelson Mandela.