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Poulidor y la leyenda del Puy de Dôme (1ª parte)

Todos los días del mes de julio, la ciudad (el pueblo en muchos casos) que da la salida o la llegada a una etapa del Tour de Francia se parece a un centro comercial. Es un hervidero de gente, patrocinadores, periodistas y ciclistas. Políticos, deportistas y personalidades varias. Durante el Tour, hay dos hombres, ya veteranos, que son siempre saludados y buscados por gente de todo tipo y condición. Uno es el pentacampeón Bernard Hinault, la gran leyenda del ciclismo francés, el otro, es un señor de pelo blanco, amplia sonrisa y mofletes de bonachón. Un abuelo con el que todo el mundo quiere sacarse un selfie; Raymond Poulidor.

Hace un par de generaciones una de las expresiones más empleadas, no sólo en el deporte sino en la vida, era ‘ser un Poulidor’. Hay un país donde esa expresión sigue usándose en la actualidad. De hecho, tiene acepción propia en el diccionario. Ese país es Francia, donde aún se sigue valorando el carácter de un político preguntándole si es de Anquetil o de Poulidor. Y es que el primero, frío y distante, fue el primer pentacampeón del Tour y orgullo de Francia. El segundo, cálido y humano, es uno de los personajes más aclamados y adorados por los franceses a pesar de no haber ganado nunca la más grande de las carreras ciclistas.

`Pou Pou’ (apodo con el que fue bautizado por la prensa francesa y que le daba un toque más ñoño si cabe al personaje) concurrió en 14 ocasiones en el Tour terminándolo en 12 ediciones y subiendo en hasta ocho veces al pódium. Correcto contrarrelojista y escalador de ritmo, hasta en tres fechas terminó en segundo lugar (1964, 1965 y 1974) y en cinco ocasiones en tercera posición (1962, 1966, 1969, 1972 y 1976), esta última vez a una edad imposible, con 40 años a sus cuestas. Se dio un baño de masas en Paris y colgó la bicicleta. Pocas carreras deportivas ha habido tan exitosas y tan longevas en el tiempo.

Pero nunca ganó el Tour. Ni siquiera logro vestirse de maillot amarillo a pesar de sumar 7 victorias de etapa. En 1973 quedó segundo en la etapa prólogo por 64 centésimas, acrecentando su ya legendaria mala suerte.

Dicen que coincidió en el tiempo con dos monstruos. Cuando era joven pero inexperto con Anquetil y cuando era veterano pero desgastado con Merckx. Pero también compitió contra sí mismo. Quizás esta última fue su peor derrota. En 1965 quedó segundo detrás de un por entonces desconocido Felice Gimondi. Le dejó marchar en las primeras etapas esperando recortar distancias en la montaña, especialidad donde el francés era superior, pero Gimondi logró aguantar todos los ataques y se alzó con la victoria. En 1966 hubo un complot contra él orquestado por buena parte de la prensa francesa para apoyar a Lucien Aimar, un joven francés antiguo gregario de Anquetil. Éste último hábilmente maniobró para que varios equipos apoyasen a Aimar en las etapas decisivas. Y en 1968, sin Gimondi ni Merckx, y como indiscutible favorito, Poulidor chocó con una moto descendiendo un puerto con tan mala suerte que se quemó el rostro con el tubo de escape teniendo que abandonar el Tour cuando era líder virtual de la carrera.

El hombre de la legendaria mala suerte.

La mala suerte de Poulidor está íntimamente ligada a la buena estrella de Jacques Anquetil. Para convertirse en un gran campeón es conveniente contar con una némesis, alguien que demuestre y ensalce tu valor. En la década de 1990 Miguel Induráin no contó con una némesis y su prestigio se vio resentido por ese motivo. Anquetil, el primer pentacampeón de la historia, tuvo más suerte. Le tocó convivir, y ganar, al eterno segundón, al bueno de ‘Pou Pou’.

Anquetil tenía un estilo relajado y sus esfuerzos eran calculados al milímetro. A menudo comentaba que para él el ciclismo era un trabajo que le permitía ganar dinero para gastar en placeres de la vida. Era elegante, un hombre selecto. Sin embargo, su honestidad y sus afirmaciones a pecho descubierto chocaban con los valores que reclamaban buena parte de los aficionados al deporte de las dos ruedas. Adjetivos como valeroso, luchador o generoso, eran del todo inexistentes en ‘Maître Jacques’.

Anquetil le había levantado la mujer a su médico. Poulidor estaba recién casado con el amor de su adolescencia. A Anquetil le gustaba el vino blanco y el marisco. A Poulidor los quesos y la pesca. Anquetil era guapo y esbelto, con un rictus señorial. Poulidor era bruto en las formas, de ceño fruncido, pero de franca sonrisa. Anquetil corría para extranjeros. Poulidor fue fiel al maillot malva de Mercier, la gran marca de bicicletas francesas. Anquetil era del norte, no muy lejos de Paris. Poulidor era de la parte más profunda del hexágono, la que sólo conoce de Paris por las postales. A la gente le gusta decir que Anquetil nació rico para acrecentar las diferencias. Pero los dos eran igual de humildes. Anquetil se sentía sólo a pesar de estar rodeado de la fama. Poulidor quería estar sólo y no entendía porque la gente le quería. Anquetil nunca entendió porque Poulidor era el niño mimado de Francia. Poulidor solía decir que él se tomaba más en serio las carreras.

Anquetil diría en una ocasión: “A veces me despierto de madrugada y no puedo conciliar el sueño angustiado en planificar hasta el mínimo detalle de una etapa. Sin embargo, sé que Raymond (Poulidor) duerme de un tirón durante toda la noche”. Poulidor diría una vez retirado: “Ser segundo no está tan mal. Si yo hubiera ganado un solo Tour, habría sido mucho menos importante, nadie se acordaría de mí”.

La fama de segundón de Poulidor nació en 1960, el año en el que se convirtió en profesional. Disputó una carrera de un día llamada “Las Boucles de la Seine”, hoy ya desaparecida. La prueba, de cerca de 300 km, finalizaba con una vuelta completa al velódromo del Parque de los Príncipes de Paris. El pobre de Poulidor pensaba que bastaba con llegar a la línea de meta y alzar los brazos. Evidentemente, le adelantaron, los demás dieron la vuelta correspondiente al velódromo y Poulidor se estrenaba en el profesionalismo evidenciando despiste y gafe de forma entrañable.

En el Tour de 1964, en una edición llena de hechos memorables, se daría una inolvidable lucha mano a mano entre aquellas dos formas de entender la vida y el ciclismo, entre Anquetil y Poulidor. Fue una carrera que merece capítulo aparte y que concluiría con la subida al Puy de Dome, en una de las batallas más hermosas jamás libradas, no sólo en el ciclismo, sino en el mundo del deporte.

Continuará.


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