La final del caballo blanco (White Horse Final)
Un puente peatonal sujeto por más de 13.000 tornillos comunica la estación intermodal que une la parada con el estadio. Enjambres de aficionados cruzan la pasarela para luego atravesar la entrada del majestuoso coliseo de Wembley. Hace unos cuantos años, cuando visité el estadio, recuerdo que me habían dicho que desde el circulo central hasta la Abadía de Westminster hay una distancia de 22 kilómetros. Londres es un monstruo de madera, cemento, hormigón y acero y llegar a Wembley no es tarea sencilla. El caso es que a aquel puente, inaugurado a comienzos de este siglo para descongestionar el tránsito en la zona, hubo que bautizarlo con un nombre. La opción ganadora tenía que ser la de Geoff Hurst, el delantero que anotó tres goles en la única victoria de Inglaterra en un Mundial tras vencer por 4-2 a Alemania en la final celebrada en Wembley en 1966.
Hurst quedó segundo en la votación. El nombre escogido fue ‘White Horse Bridge’. Es decir, Puente del Caballo Blanco.
Hace ahora 100 años.
La FA Cup (Football Association Cup) es el torneo de fútbol más antiguo del mundo. La copa inglesa comenzó su andadura en 1872 y conserva intacta su mística gracias a su particular sistema de competición. Existen catorce rondas de eliminación que emprenden su andadura por el mes de agosto con equipos procedentes de la décima categoría del sistema de ligas inglés y galés. Cuando quedan 64 clubes en pie entran en juego las escuadras profesionales de las dos primeras categorías. El sábado siguiente al final de la Premier League, tradicionalmente a finales de mayo, tiene lugar la gran final y el fin de fiesta de un torneo con diez meses de duración.
Salvo las rondas de clasificación iniciales, donde se realiza un sorteo con condicionantes geográficos para abaratar gastos de transporte a los equipos más modestos, todas las eliminatorias se celebran sin cabezas de serie y sin condicionante alguno. Se juega a un partido y, en caso de empate, (no hay penaltis) se disputa un encuentro de desempate en el campo del conjunto que en el primer partido había ejercido como visitante. Este partido es conocido como ’replay’. Si el ‘replay’ también finaliza con una igualada entonces el vencedor se decidirá tras una tanda de penaltis.
Es tal la magnitud del torneo que cada año participan unos 700 clubes. 44 de ellos han logrado proclamarse campeones. El sueño de todos ellos es subir las escaleras que conducen desde el césped al ‘Royal Box’, donde un miembro de los Windsor hará acto de entrega al capitán de la escuadra ganadora de la copa de hojalata más valiosa de las Islas Británicas.
Pero el caso es que no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que Wembley no era más que una quimera.
Cuando en 1872 el Wanderers FC derrotó al Royal Engineers por 1-0 para alzarse con la primera FA Cup de la historia, la final se disputó en el Kennigton Oval de la capital, un campo de criquet, aun hoy en funcionamiento, en el que también se disputó el primer partido internacional de todos los tiempos entre Inglaterra y Escocia. Se puede visitar. Échenle un ojo si van a Londinium. Hubo también finales en el hoy desaparecido campo de Crystal Palace, donde se había celebrado la Expo 1851, y en Stamford Bridge, el recinto ubicado en el exclusivo barrio de Chelsea.
Y sin embargo había excepciones. El fútbol no era cosa de londinenses. Una vez se hizo profesional, el fútbol pasó a ser propiedad de los Midlands, de Yorkshire y Lancashire y del industrial norte fronterizo con Escocia. Sheffield, Blackburn, Nottingham, Birmingham, Liverpool, Bolton, Manchester, Newcastle, Huddersfield o Bolton. Eso es el fútbol inglés. Unos permanecen y otros palidecieron. Pero allí está la esencia del deporte rey. Entre chimeneas, acero y campos embarrados. Por ello hubo finales en Old Trafford, Goodison Park o en el legendario Bramall Lane de Sheffield, inaugurado en 1855 y aún vivito y coleando.
Finalizada la I Guerra Mundial la disputa de la final le fue otorgada al londinense campo de Stamford Bridge. Mas lo hizo con escaso éxito. Fueron tres las ediciones contendidas tras la guerra y el caso es que la afluencia no había sido masiva. En 1922 se enfrentaron el Huddersfield Town y el Preston North End, dos modestos del norte del país que apenas consiguieron movilizar aficionados en una época de carestía. Los londinenses, poco interesados por el choque, no llenaron el estadio.
Mas algo estaba sucediendo durante ese trienio. Finiquitada la contienda bélica se promovió la construcción de un estadio nacional en Londres para dar trabajo y conferir patriotismo a partes iguales. Existía en Londres el White City construido en 1908 en el barrio de Hammersmith para la celebración de los Juegos Olímpicos, pero su capacidad de transformación era menor y se usaba para carreras de galgos y exhibiciones automovilísticas. En su interior incluso se había habilitado una piscina olímpica. Allí llegó a jugar sus partidos como local en ciertos periodos el Queen’s Park Rangers, hasta que el estadio fue demolido en 1984. Y por supuesto había múltiples recintos capitalinos como el citado Stamford Bridge, White Hart Lane o Highbury, pero todos estaban asociados a un club y no representaban al conjunto de la nación.
Para 1924 Londres iba a acoger la Exposición Universal. Lo de las Expo era una idea francesa originaria a raíz de la acelerada industrialización del siglo XIX. Su objetivo era mostrar la grandeza del país al resto del mundo en una época donde la movilidad, el transporte y el comercio llegaba por vez primera a los cinco continentes. No menos importante era exponer la fortaleza del imperio y asombrar a ciudadanos y extranjeros con el poder de la nación. Si en el siglo XIX lo significativo era manifestar los avances tecnológicos, para el siglo XX tomaba relevancia la cultura. Hoy las expos languidecen, aunque se mantienen como instrumento de autopromoción de la ciudad y su región.
El caso es que Gran Bretaña quería revelar la fortaleza de su Imperio a través de un gran estadio. Acababa de perder Irlanda y se mostraba más débil que antes de la I Guerra Mundial por lo que debía dar un golpe en la mesa que recordase a propios y extraños quien era el dueño del planeta.
El conocido como Empire Stadium (Estadio del Imperio) fue concebido por los arquitectos John Simpson y Maxwell Ayrton en 1922. Se esperaba tenerlo finalizado para dos años después, pero fue tal la celeridad del proyecto que, al año siguiente, meses antes del inicio de la Exposición Universal, ya se pudo inaugurar. Fueron 1.500 obreros y 300 días seguidos de trabajo. Costó 750.000 libras, el equivalente a unos 50 millones de euros actuales, y fue levantado en unos terrenos situados al noroeste de Londres propiedad del duque de York. La idea era demoler el estadio al finalizar la Expo para levantar allí edificios de viviendas, pero fue tal el éxito del recinto que, afortunadamente, se mantendría en pie desde entonces.
Wembley. Basta el nombre para evocar al mito. Ganar allí no es como ganar en otro lugar. Wembley es un templo del fútbol mundial lleno de encanto.
Fue un trabajo de vanguardia. Una única tribuna parcialmente cubierta con un anillo para 125.000 espectadores de los cuales algo menos de la mitad tenían asiento, algo extraordinario para la época. Mientras las columnas imposibilitaban las vistas en la mayoría de los campos ingleses, en Wembley todo era vistoso y funcional a partes iguales. Esa majestuosidad lo ha diferenciado siempre del resto de estadios británicos caracterizados por una arquitectura básica, integrada en el entorno y poco llamativa. La suntuosidad del proyecto se coronaba con los 39 escalones que llevan al Palco Real, donde un miembro de los Windsor recibe a los vencedores. En Wembley, en la Catedral del Fútbol como fue bautizada por Pelé, son numerosos los legendarios partidos disputados a la sombra de aquellas 39 gradas que te introducen por derecho propio en la historia del balompié.
Al menos lo de los 39 escalones se mantiene en la actualidad, no así las dos distintivas torres gemelas blancas de estilo victoriano de 40 metros de alto que daban la bienvenida al aficionado en la cara norte del estadio. Cuando fueron demolidas en 2002 se quebró la magia del Wembley original que pronto dio paso a un arco de 113 metros símbolo del nuevo Wembley. Se mantiene la mística, pero se ha perdido parte del encanto. ¿Qué hubiese costado haberlas mantenido? ¿Modernizar en vez de destruir? ¿O trasladar esas torres a un nuevo estadio? El hilo conductor de un estadio que nunca debería haber sido demolido, siguen siendo los 39 escalones camino de la gloria.
Pero volvamos a 1923.
Decíamos que el estadio se finaliza antes de tiempo y hay ganas de ponerlo en funcionamiento. No existía mejor forma de inaugurarlo que con la final de la FA Cup. El torneo más proverbial del fútbol había encontrado el marco propicio para ser exhibido. Desde entonces serán todas, pero aquella iba a ser la primera. La final de la FA Cup de 1923 tendría lugar un 28 de abril de 1923 en el estadio de Wembley bajo presencia del rey Jorge V del Reino Unido, hijo de la reina Victoria y abuelo de la reina Isabel II.
Las autoridades de la Federación Inglesa se mostraban inseguras ante tan magno acontecimiento. Los precedentes no eran alentadores y se temía que se registrase una floja entrada en aquella mole con capacidad para 126.407 aficionados. A mayores de todo, a la final habían llegado dos conjuntos modestos. Perteneciente a una ciudad fabril de la zona del Gran Manchester, el Bolton Wanderers era miembro fundador de la Football League, pero jamás había logrado un título. Iniciaba en la década de 1920 los mejores años de su historia donde acabaría logrando tres de los cuatro títulos coperos que adornan su palmarés. El otro finalista era el West Ham, entonces conjunto de segunda división y que jamás había jugado en la máxima categoría. Era, eso sí, una escuadra londinense con fuerte arraigo entre los trabajadores del acero y de los astilleros del estuario del Támesis.
Temerosos ante la baja afluencia de público, la FA puso en marcha una fastuosa campaña publicitaria para promocionar el partido. El nuevo estadio de Wembley y la presencia del rey eran el gancho perfecto. A medida que se acercaba el día 28 el ambiente fue creciendo y se supo que 5.000 seguidores del Bolton acompañarían a su equipo en la capital. Dado que el West Ham era un conjunto capitalino se contaba con que al menos se sobrepasara con creces la media entrada.
A las 11:30 del mediodía, tres horas y media antes de la hora prevista para el inicio del partido, las puertas de Wembley se abrieron y el goteo de público comenzó sin mayores problemas. A medida que pasaban los minutos era evidente que lo de la media entrada era marca más que superada. No era cuestión de fútbol, era curiosidad popular. Wembley era símbolo de los nuevos tiempos, un formidable coliseo y el deseo era formar parte de la eternidad.
A eso de la 13:30 el estadio estaba prácticamente lleno. Aquello había sido demencial. Los 5.000 aficionados del Bolton habían aparecido en la estación de Picadilly vía tren, pero el problema es que eran bastante más que 5.000. Mas ahí no radicaba el problema. La contrariedad era lo acontecido con los londinenses. Esa mañana se vendieron más de 200.000 tickets de metro con destino a Wembley. Y no solo eso. Riadas de gente formaban hileras que llegaban a los diez kilómetros de largo rumbo al oeste de Londres. La marabunta era absolutamente terrible y decididamente maravillosa. De nada sirvió que desde las estaciones de metro parejas de policías imploraran a la gente que se abstuvieran de transitar camino a Wembley.
Así pues, a eso de las 13.45 horas una masa tremenda de seres humanos había entrado en Wembley con o sin entrada. Aquella gran ola de humanidad, aquella ingente masa sólida de personas, había sucumbido a los encantos del fútbol y de una preciosa mañana soleada de primavera para convertirse en una marabunta que saltaba torniquetes y ocupaba las gradas bajas del estadio ante una organización incapaz de colocar a la turba en las gradas altas del coliseo.
Fue entonces cuando la policía cerró las puertas de Wembley impidiendo que nadie más accediera a su interior. La muchedumbre siguió creciendo y los empujones y los insultos hicieron acto de presencia. Asustados y alarmados, los policías se apartaron y la turba derribó una de las puertas de acceso. Después de la primera, cayeron las demás. Por entonces no existía la venta anticipada, por lo que la gran mayoría de esas personas sencillamente se había acercado para ver el choque sin saber lo que les esperaba. Contaban con llegar, comprar su entrada y ver el partido tranquilamente. Viendo que ni con el dinero en la mano podían entrar, decidieron tomarse la justicia por su cuenta.
Todo fue en vano.
A eso de las 14.15 horas una última gran masa de gente irrumpió en las gradas. Aquellos que estaban en los escalones más bajos se vieron aplastados, por lo que tuvieron que saltar las vallas para no quedar atrapados. De pronto el césped empezó a cubrirse de gentío hasta que al cabo de un par de minutos el verde brillaba por su ausencia. La totalidad del 105 x 70 estaba ocupado. Los futbolistas no podían saltar al césped a realizar ejercicios de calentamiento. Parafraseando a los estudiantes de la Sorbona, el césped estaba debajo de los adoquines.
El verde era una ilusión.
La gente protesta, grita y ríe, cuando a las 14.45 horas el rey Jorge V llega al palco. Su sorpresa fue mayúscula. La de los directivos de la FA también. Se temía no poder superar la media entrada y ahora se estimaba que cerca de 300.000 personas okupaban Wembley. Si, okupaban, con K.
Y de pronto el silencio. Suena el himno. El God Save The King. 300.000 almas entonan a pleno pulmón.
Pura magia.
Los acordes callan y toca tomar una decisión. La policía estaba desbordada y se maneja hacer uso de la fuerza. La otra alternativa era suspender el partido. Un alto cargo de la policía y otro de la comitiva real comenta a los jugadores que se disputará un choque amistoso para calmar los ánimos y que al día siguiente, a puerta cerrada, se disputará la verdadera final. La propuesta, cierta o no, no pasa de anécdota, aunque habrá jugadores del West Ham que declaren años después que no sabían que estaban jugando la verdadera final hasta llegado el descanso. Son precisamente los futbolistas del West Ham, que evidentemente eran los que contaban con más aficionados en las gradas, los que saltan al campo intentando hacer razonar al respetable.
Lo único que consiguen son palmadas de apoyo, ser manteados y no pasar de poco más que el túnel de vestuarios.
Son las 15.10. Van diez minutos de retraso sobre el horario previsto. 300.000 almas ocupan un recinto cerrado con no demasiadas escapatorias. Parece que la única decisión posible es hacer uso de la fuerza.
Fuese esa u otra la decisión a tomar, todas parecen un suicidio.
Aquello iba a acabar en tragedia.
Fue entonces cuando apareció Billie.
Crin brillante, chirriar de dientes, aire natural, galope a cuatro tiempos, Billie comienza a danzar. Billie emprende un giro sobre sí mismo. Avanza en bípedo diagonal, primero de izquierda y luego de derecha, siempre haciendo círculos. Sobre Billie está un tal George Scorey, policía del distrito metropolitano de Londres. Un Bobby. Un booby sobre corcel blanco.
Scorey acaricia las riendas de Billie y el caballo, paso a paso, va aumentando la circunferencia de su baile. Nadie encuentra una explicación a lo que sucedió entonces. Los de la primera fila se agarraron las manos e iban presionando suavemente hacia atrás, intercalando más y más gente entre ellos. Al poco comenzó a verse una mancha verde en el centro del campo. Después un vasto césped, luego las áreas y más tarde el rectángulo en su plenitud. La gente se había ido apartando a medida que aumentaban los radios de la circunferencia del equino. Poco a poco el público fue abandonando el césped y apelotonándose detrás de la línea que marca el fin del terreno de juego.
A medida que Scorey y Billie hacían su magia otros policías imitaron la escena y el público acabó apiñándose entre las gradas. Fueron más de 1.000 personas las que hubieron de ser atendidas con heridas leves y tan sólo 22 tuvieron que pasar por el hospital. No hubo ningún fallecido entre los 300.000 presentes.
Aquello fue un milagro.
A las 15.45, con cerca de una hora de retraso, dio comienzo la final. Los jugadores se quejaron de que en las bandas solo había surcos y agujeros provocados por los caballos que trotaban de un lado hacia el otro impidiendo que el público ocupara de nuevo el terreno de juego. El descanso apenas duró cinco minutos, dado que los futbolistas fueron incapaces de alcanzar los vestuarios ante la que allí había montada. Bebieron un trago de agua, cambiaron de campo y vuelta a empezar.
En medio del caos ganó el Bolton 2-0. Se adelantaron al poco del inicio. David Jack se aprovechó de que su marcador se había quedado atrapado entre la multitud tras un saque de banda. El segundo gol tuvo lugar en el segundo tiempo. Fue un chut que entró y fue sacado por un seguidor que estaba detrás de la portería. Pero los futbolistas del West Ham reclamaron que no había cruzado la línea y que el balón había pegado en el poste. Fuese como fuese, el 2-0 hizo que muchos se fuesen de Wembley antes del final de los 90 minutos viendo que el partido estaba decidido y permitiendo que el desalojo del coliseo fuese pacífico y sin incidentes.
En las portadas de los periódicos del día siguiente no estaba el capitán del Bolton ni el rey Jorge V, sino Billie, el caballo que salvó la final. Un caballo gris, pero que el vigor del blanco y negro del metraje y de la fotografía convirtió en un blanco nieve para la eternidad. Durante las siguientes semanas en el Parlamento Británico se debatió por vez primera sobre el fenómeno hooligan y sobre la necesidad de aumentar la seguridad en los estadios de fútbol. Se decretó la obligatoriedad de colocar tornos antes de las puertas de entrada y se habilitó la posibilidad de comprar entradas con antelación para los grandes eventos.
A Billie le dieron alfalfa de por vida y a George Scorey entradas para ver las finales de la FA Cup en Wembley desde aquel entonces hasta el día de su muerte. Murió en 1965 sin acudir nunca más al coliseo londinense. No le gustaba el fútbol.
O tempora, o mores.
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