Cuando Michael Chang lanzó globos para ganar Roland Garros
Ivan Lendl y Michael Chang se enfrentaron en alguna primera ronda en algún torneo del año 1988. Lendl, primera raqueta mundial, apabulló a aquel adolescente de 16 años en dos plácidos sets. Al acabar el choque ambos se saludaron en el centro de la pista hasta que Chang se dirigió a las gradas para saludar a sus padres, dos inmigrantes taiwaneses que habían emigrado a Estados Unidos para brindarle un futuro mejor a Michael y al resto de sus hermanos. Fue entonces cuando Lendl, tan dechado de virtudes en la pista como ordinario fuera de ella, se acercó a Chang y le dijo: “No tienes saque ni tienes un segundo servicio decente. Por mucho que corras no podrás sobrevivir en la pista sino desarrollas un arma más poderosa para vencerme”.
El extracto de esta conversación la daría Michael Chang muchos años después cuando, con esas mismas miseras armas, acumule una década entre los diez mejores jugadores del mundo y haya disputado tres finales de Grand Slam, además de haber ganado Roland Garros en 1989.
A finales de la década de 1980 una serie de jóvenes estadounidenses se habrían paso a zancadas entre los mejores tenistas del mundo. El más mediático era André Agassi. También hijo de inmigrantes, en su caso iranies, Agassi era una estrella del rock empuñando una raqueta. Sin llegar a los 18 ya estaba entre los cinco mejores del mundo y sabía lo que era llegar a semifinales de un Grand Slam. Era un producto consumista perfecto con su melena cardada, sus camisetas de colores, su nervio visceral y con una sonrisa igual de agresiva que cautivadora. Era un producto grunge camino de ser el mejor tenista del planeta.
Agassi era el sucesor moderno de McEnroe. O del clasicista Connors. Ninguno de ellos había conseguido ganar nunca Roland Garros. De hecho, desde que en 1955 Tony Trabert había ganado en París ya iban más de tres décadas sin triunfo norteamericano en las pistas de arcilla. El favorito era el checoeslovaco Lendl que tantas y tantas veces había frustrado los intentos de McEnroe de salir victorioso en la tierra batida. Tenían opciones Edberg o Becker, pero ambos eran hombres de pista dura. Si había alguien que tenía que ganar en 1989 Roland Garros tenía que ser el adolescente André Agassi.
A excepción de Lendl, todos cayeron antes de octavos de final. Agassi cayó ante Jim Courier, un pelirrojo mozo estadounidense que era el favorito de los puristas. Con el tiempo Courier acabaría ganando Roland Garros, pero entonces aquello fue una sorpresa. Por lo tanto, el camino quedaba expedito para que Ivan Lendl ganase por cuarta vez en su carrera Roland Garros.
Una de las pequeñas piedras que Lendl se iba a encontrar por el camino era un tal Michael Chang. Como Agassi, Michael Chang era un prometedor adolescente, pero a diferencia de éste era un chico apocado y desapercibido. Era un hijo de taiwaneses que cumplía a la perfección con todos los estereotipos que el mundo le tenía asignado. Era delgado, pequeño, con cara de no haber roto un plato, de ojos rasgados, grandes orificios nasales y pelo desordenado. Era una tachuela enfrentándose a un terremoto.
Con 15 años había ganado su primer partido en el US Open, el más joven en alcanzar dicho logro, y con 16 su primer trofeo ya decoraba el salón de casa de sus padres. Con 17 afrontaba Roland Garros como decimoquinta raqueta del planeta.
Había hecho tanto o más que Agassi, pero nadie lo tomaba en serio. Era carne de mobbing escolar. Pocos creían que fuese a tener recorrido en el circuito profesional. Lo cierto es que su día a día en el torneo fue un lento pesar. Pasaba ronda con sufrimiento. Pero pasaba. Uno de los derrotados fue Pete Sampras, otro adolescente estadounidense entonces ni entre los 100 mejores del mundo, pero que con el tiempo se convertirá en uno de los mejores tenistas en pista rápida de la historia.
En octavos de final a Chang le tocaba enfrentarse con Lendl. David contra Goliat. Uno un niño de colegio de curas. El otro un Apolo en pantalón corto. Con el tiempo quedó en la retina como la final de Roland Garros 1989. La realidad es que no era más que un partido de cuarta ronda. ¡Pero qué partido!
Durante los dos primeros sets Ivan Lendl cumplió con el pronóstico y pasó por encima del imberbe estadotaiwanense con más claridad de lo que dictaba el electrónico (6-4 y 6-4). En el tercer set llegó a romper el servicio de Chang en lo que parecía una victoria clara y rotunda. No fue así. Chang se recompuso y empezó a devolver siempre un golpe más que su rival. Desde el fondo de la pista mandaba la bola hacia uno y otro lado convirtiéndose en una pared infranqueable. La misma pared y el mismo juego de contraataque que lo convertirá en un muro de elite durante la siguiente década.
En un abrir y cerrar de ojos, Chang había conseguido remontar el tercer set y se ponía también por delante en el cuarto (3-5). El día anterior los tanques del ejército popular chino habían entrado en la plaza de Tiananmén causando un número indeterminado de muertos. Chang era como aquellos estudiantes que se colocaron delante de los blindados reclamando libertad. Era terco y obstinado y no tenía miedo a nada.
Lendl había perdido los nervios, situación completamente inusual en el checo. No había derrochado una manga en todo el torneo y de repente estaba a un tris de perder dos. Comenzó a discutir con el juez de silla por cualquier nimiedad y emprendió a juguetear con los pantalones, con la bola, con el pelo o con la toalla. Todo le estaba mal.
Lo cierto es que por mucho que Chang acabase con la paciencia de Lendl, claudicar y dimitir del partido era lo que tendría que suceder. Su físico de niño endeble estaba a punto de finar. Los calambres hacían su aparición y la boca era incapaz de cerrarse. Con ese 3-5 y saque para finiquitar el cuarto set, Chang se dio cuenta de que era un moribundo. Empezó a tirar globos a campo contrario. Lendl golpeaba con todas sus fuerzas y Chang se limitaba a enviar bolas altas para poder recuperar el aliento entre golpe y golpe. Eran globos muy largos, groseramente altos, que obligan a Lendl a marcharse fuera de la pista para poder restar y seguir con el juego.
A los silbidos le siguieron las risas del entendido público parisino, pero lo cierto es que el ejercicio de supervivencia de Chang tuvo éxito y ganó el set por 3-6. Con aquel tenis de urbanización con piscina estaba ganando al mejor especialista en tierra batida del último lustro. La táctica de enviar la bola a la Luna surtió efecto en el quinto y definitivo set y Chang rompió el saque de Lendl para adelantarse por dos juegos de diferencia. Entonces los calambres volvieron a hacer su aparición y Lendl sacó a relucir su físico de granito para poner el 2-2 en el electrónico.
Según confesó Chang al acabar el torneo, en ese momento, después del 2-2 y con unos calambres insoportables, Chang se acercó al juez de silla con la intención de abandonar el partido. A escasos metros de la llegada decidió darse la vuelta y continuar con el choque. “Tengo 17 años, si la primera vez que me encuentro en una situación así, me retiro, ¿qué haré la cuarta o la quinta? Retirarme también”, comentaría a la prensa.
Luchando contra los elementos Michael Chang consiguió volver a romper el saque de Lendl y con ese nuevo break se ponía 4-3 a favor y con servicio para poner un 5-3 que se antojaba definitorio.
Con 15-30 para Lendl, y viendo que iba a perder su servicio, Michael Chang iba a idear un truco digno de niño de preescolar. Si lo de lanzar globos era tenis de urbanización con piscina lo que ahora pretendía realizar era tenis infantil de palas y bañador. Chang flexiona las rodillas, estira el brazo, inicia la rutina de saque…y saca de abajo a arriba.
Saca de cuchara.
Ojiplático, Lendl se ve obligado a correr hacia la red lo que acaba siendo una dejada. Como es un superclase lo consigue, pero Chang tiene todo de su mano para lanzar una derecha que firma el 30-30. El público ríe y aplaude a partes iguales, mientras Lendl revienta los labios a base de dentelladas de impotencia.
Chang logra el 5-3 de ventaja y se enfrenta al servicio de Lendl. Aún le quedaba otro truco en la recámara al hijo de taiwaneses. Lendl falla el primer servicio y Chang se coloca para el segundo al borde de la red. Un suicidio. Algo propio del tenis de dobles o del pádel, jamás de un partido a campo abierto entre dos tenistas. Otra vez el griterío hace su aparición entre incrédulo y jocoso, y otra vez Lendl pierde los nervios. El checo saca y la doble falta se consuma.
Michael Chang acabó ganando el partido en cinco sets (4-6, 4-6, 6-3, 6-3 y 6-3) para luego vencer en cuartos y en semifinales siempre remontando un set en contra. En la final le tocaba el sueco Stefan Edberg, el cual se puso dos sets a uno a favor. Chang no tiró de trucos en este caso, pero llegó a salvar hasta once bolas de break e incluso volvió a remontar un 0-2 en contra en el último set para al final salir victorioso por 6-2.
Con 17 años y tres meses Michael Chang se proclamaba campeón de Roland Garros. El día anterior otra adolescente de 17 años y, en este caso cinco meses, llamada Arantxa Sánchez Vicario se proclamaba vencedora en el torneo femenino.
Ivan Lendl ganó su último Grand Slam en Australia a inicios del año siguiente antes de dejar las pistas en 1994 como uno de los más grandes. Michael Chang no volvió a disputar una final de Roland Garros hasta 1995 donde perdió con claridad ante el austriaco Thomas Muster tras vencer en semifinales al español Sergi Bruguera. Con el tiempo Chang y Lendl han compartido tardes de pesca, aunque al parecer jamás han vuelto a hablar de aquel partido ni de aquellos globos propios de tenis de urbanización con piscina.
“Como haga lo mismo en Wimbledon y gane, prometo quitarme los calzoncillos en plena pista central”, John McEnroe sobre la victoria de Chang ante Lendl en los octavos de final de Roland Garros 1989.
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