El día que los hombres lloraron (Gavia 1988)
Vincenzo Torriani era el patrón del Giro de Italia. Era patrón del Giro como lo era de La Gazzetta dello Sport, el periódico que organizaba la corsa italiana desde su primera edición recién inaugurado el siglo XX. Torriani cogió las riendas en 1946 y no soltaría el cargo hasta 1989. Cuarenta años de mandato con alabanzas y críticas, siendo las primeras muy profusas en sus inicios y las últimas habituales en su tramo final. ¿Por qué? Fácil respuesta que contiene tres nombres. Giuseppe Saronni, Francesco Moser y Roberto Visentini. Tres campeones del Giro de Italia en la década de los 80. Tres italianos. Y tres ciclistas con amplias dificultades para sobrepasar la alta montaña. Durante esos años Torriani acortaba las etapas duras aduciendo problemas meteorológicos para beneficiar a los ciclistas transalpinos.
Y es que los problemas meteorológicos en el Giro son el pan de cada día. La prueba discurre durante el mes de mayo e inevitablemente finaliza cerca de los Alpes. El fin de fiesta tradicional es en Milán, aunque últimamente se apuesta por otras ciudades llevándose la palma Verona. El cogollo del asunto es acabar al pie de los Alpes que es donde se decide la prueba. Y no solo eso. El asunto es alargar lo máximo en el tiempo el paso por tan vastas y elevadas cumbres dado que en mayo aun las nieves son abundantes y los riesgos de tormentas y nieblas son elevados. No es extraño, por tanto, que en cada edición del Giro al menos una etapa tenga que ser recortada en unos cuantos kilómetros o haya que eliminar de la ruta uno o dos puertos de montaña.
No en 1988. Harto de críticas, entrando en los 70 años y ante su último Giro de Italia como capo, Vicenzo Torriani dijo que no. El Giro atrasó un par de semanas su inicio en busca del buen tiempo. Fue en vano. Aquel 5 de junio de 1988 habría un día de perros. Dio igual. No se iba a recortar kilómetro alguno. Para Torriani era el todo o el nada. Aquel día se subiría el Gavia. No se hacía desde 1960. 28 años atrás. No se iba a joder la ocasión. Por nada del mundo. El Paso Gavia (19 km al 7,3%) fue concebido en el siglo XVIII como un camino para mercaderes venecianos que desde la ciudad de la laguna hacían parada en Bormio, para luego marchar en dirección a tierras del Imperio Austrohúngaro. El Gavia, a sus 2.600 metros de altitud, no era más que un paso peatonal de carros y cabras hasta que en la década de 1960 se convirtió en una estrecha carretera propicia para las hazañas ciclistas.
Apenas 120 kilómetros de esfuerzo. Etapa cortísima para la época donde los 250 kilómetros estaban a la orden del día. Se sale de Van Malenco y se llega a Bormio en bajada tras superar el Gavia. El líder es Franco Chioccioli, escalador italiano. Llueve desde el inicio. Y hace frío. Unos siete grados de temperatura. Los últimos ocho kilómetros de la ascensión están sin asfaltar. Se teme que la lluvia se convierta en lodo. Al comenzar la prueba se informa de que nevará a partir de los 1.500 metros. Y Torriani dice que no.
Esta vez no.
Así que allí marchan los esforzados de la ruta.
A los pies del Gavia ataca Johan Van der Velde, un neerlandés que había sido quinto en el Giro de tres años atrás. Por detrás queda un grupo con los cinco favoritos. El citado Chioccioli marcha junto al también italiano Marco Giovanetti, el estadounidense Andrew Hampsten, el español Pedro Delgado y el neerlandés Erik Breukink. Van der Velde se mantiene en cabeza. Y lo hace sin guantes ni manguitos. Pedalea con fuerza. Luce la maglia ciclamino, una camiseta de color vino que ensalza al ganador a los puntos del Giro. Y corona el Gavia con cinco grados bajo cero. Es un héroe. Y da pena. Mucha pena. Tiene los brazos congelados. Tiene las piernas congeladas. Tiene las manos entumecidas y no siente los dedos de los pies. No cuenta con chubasquero. No cuenta con ropa de abrigo. Ni lleva nada encima ni tiene a ningún auxiliar cerca. Nadie contaba con que llegara a la cumbre en solitario. Intenta colocarse un chubasquero que le ofrece un aficionado. No tiene pericía suficiente para hacerlo. Así que allí sigue. Con -5º. Se lanza a tumba abierta en el descenso.
Sin ropa seca Van der Velde afronta la primera curva.
Y debe poner pie en tierra.
No tiene frenos. Están congelados. No debe poner pie en tierra. TIENE que poner pie en tierra.
No puede. No siente los pies. No siente los dedos. Es una especie de robot a punto de romperse.
Andrew Hampsten, que había coronado el Gavia un minuto por detrás, lo pasa tras un par de curvas. Luego vendrán muchos más.
Vuelve a subirse a la burra. Da un par de curvas. La niebla es densa. Resbala. Vuelve a bajarse de la bicicleta.
Van der Velde acabará llegando a meta con 45 minutos de desventaja con síntomas de hipotermia.

Vamos con Hampsten. La tierra es oscura. La cara está maquillada de barro. El lodazal asemeja un retroceso de medio siglo en el tiempo. Los pedales y los cambios automáticos y los tratamientos médicos milagrosos han convertido al ciclismo en un espectáculo menor. Hoy, 5 de junio de 1988, no será así. El ascenso de Hampsten es apoteósico. La nevada desdibuja una carretera de la que solo queda el recuerdo. La imagen es fantasmagórica. Ciclistas que ascienden como autómatas entre muros de hielo. Andrew Hampsten tiene cara de niño. Hoy no. Hoy parece un anciano envejecido. Las arrugas recorren su rostro y el sudor y la nieve bailan alrededor de sus mejillas.
Hampsten y los demás parecen santos con una corona de nieve sobre sus cabezas. No hay cascos. Son los 80. Pelo al viento. Hampsten y los demás llevan chubasqueros, manga larga y guantes. Guantes que cubren la mano, pero dejan libres los dedos. Guantes que permiten abrazase al manillar. Pedro Delgado, el campeón español, no puede con el ritmo. Un hijo de la fría Segovia acabará clamando por lo inhumano del Gavia. Aquello parece el apocalipsis. Los aficionados, pocos, pero selectos, ni gritan ni se desgañitan. La mayoría permanece callada mostrando máximo respeto ante la locura. Alguno hasta se santigua y exclama un ¡Santa Maddona! al ver el paso de la comitiva. De los cadáveres andantes. De la marcha fúnebre.
Hampsten reduce la marcha. Tiene ropa seca, guantes de neopreno y gafas de esquí. Mete plato, baja los piñones y zigzaguea camino de la meta de Bormio. Hampsten corre en el 7- Eleven. Su director, avispado como pocos, había apostado a primera hora de la mañana un coche a 300 metros de la cima desde donde surtirá bebidas calientes a sus corredores. No sólo eso. Hampsten y el resto de chicos del 7-Eleven se habrán untando sus cuerpos de vaselina de la cabeza a los pies para combatir el frio.
Otros harán el descenso en coche. Los anónimos. Los currantes del pelotón. Muchos buscaron los automóviles de su equipo para buscar refugio y calor, la única manera de afrontar el descenso. La organización no quiso ver como al llegar al llano volvían a montarse en sus bicicletas para afrontar la llegada a Bormio. Luego se habló de que entre 40 y 50 corredores hicieron parte de la etapa subidos a un vehículo.
Algunos de los que han sobrepasado en el descenso a Van der Velde han tenido que pararse en la siguiente curva. Uno de ellos es Delgado. Toca bajar y saltar. Saltar y volver a saltar. Saltar para entrar en calor para volver a sentir unos pies que yacen perdidos. Saltar para insuflar aire caliente de los pulmones en unas manos que se tornan en inexistentes. Delgado pasará los siguientes dos días sin movilidad en los dedos. Jean François Bernard también tiene que parar para intentar entrar en calor. Marc Madiot contaba que bajaba un par de curvas en bici y luego esprintaba a pie cincuenta metros para entrar en calor y volver a coger la bicicleta para continuar con el descenso. Cada uno de aquellos héroes llega al llano como puede. En pequeños grupos de hombres que se unen para luchar contra la desgracia. Alguno entrará en meta resoplando. Alguno lo hará con los ojos inyectados en sangre deseando hablar con los medios para soltar improperios ante la organización. “Sois unos hijos de puta”, bramará el francés Bernard mientras bebía whisky y café a la vez.
El vencedor fue Erik Breukink quien consiguió sobrepasar en la meta a Hampsten a quien logró cazar en el descenso. Breukink, que iba mucho menos abrigado que él y por lo tanto bajaba con menos peso y más rápido, adelantó a Hampsten sin que el americano hiciese ni el intento de seguirle. El adelantamiento fue una de las pocas imágenes que se pudieron ver en directo por televisión en la parte final de la carrera. Breukink alza los brazos e inmediatamente después cae al suelo desmayado. Las mantas hacen su aparición en el fin de la etapa junto a las bebidas calientes. Son hombres que lloran como niños. En la práctica era un hospital de campaña. Rostros amoratados, descolocados. Miradas perdidas en cuerpos esqueléticos. Los periodistas y los aficionados se sacaban sus abrigos para ayudar a aquellos desvalidos. Juan Lukin, un modesto corredor español, acabó detrás del pódium sacándose la ropa mojada con la ayuda de una azafata. Cuando luego le contaban que había estado desnudo delante de ella siempre lo negaba ya que no recordaba nada de lo sucedido.

Al día siguiente La Gazzetta dello Sport titula: “Il giorno in cui gli uomini piansero”. (El día que los hombres lloraron).
Vincenzo Torriani tenía su venganza.
Andrew Hampsten ganó el Giro y se convirtió en el primer ciclista no europeo en ganarlo. Breukink fue segundo y Chioccioli, quien iba líder antes de la etapa del Gavia, finalizaría en quinta posición. Johan Van der Velde acabó en una irrelevante 65º posición, aunque subió al pódium final al alzarse con la maglia ciclamino de mejor velocista.
Nunca más se ha vuelto a correr una etapa así. Queda para la historia del ciclismo aquella locura del Giro de 1988.
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