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La búsqueda de la felicidad de Alexandre Pato

Aun se abalanzaban sobre los asientos del Camp Nou los socios que habían salido esa tarde de trabajar, los que siempre llegan tarde o los que, aun siendo metódicos en su preparación, se habían visto atrasados por culpa de un atasco. El caso es que los rossoneros sacaron de centro y los azulgranas iniciaron una profunda presión que obligó a los primeros a retrasar el balón a los pies de Abbiati. El portero del AC Milan envió el balón de una fuerte patada al círculo central. Alexandre Pato recibió por delante de Keita y con un inteligente golpeo con el interior se adelantó el balón. En un parpadeo se llevó por delante a dos defensas del Barça, se plantó en un mano a mano delante de Víctor Valdés y batió al cancerbero catalán con un fuerte disparo que se arrojó por debajo de sus piernas.

Por entonces Alexandre Pato acababa de cumplir 22 años. Su presente y su futuro eran esplendorosos. Semanas atrás el Chelsea había puesto encima de la mesa 85 millones de euros para hacerse con sus servicios. Esa fue la cima de la carrera de Pato. Días después de marcar aquel gol ante los azulgranas tuvo la primera de las muchas lesiones que le han atormentado desde entonces. Cuando al final de esa temporada, la 2011/12, el AC Milan repita enfrentamiento ante el FC Barcelona, en esta ocasión en los cuartos de final de la Copa de Europa, Alexandre Pato, suplente, saldrá al terreno de juego mediada la segunda mitad y apenas podrá aguantar diez minutos sobre el campo antes de retirarse lesionado bajo un mar de lágrimas.

Pato tenía 17 años cuando escogió al AC Milan por delante del Real Madrid. Los italianos eran los vigentes campeones europeos y confiaban en ese niño brasileño para acompañar a Pirlo, Seedorf o Kaká y sustituir a ya un veteranísimo Filippo Inzaghi. Meses atrás había estallado en el firmamento exhibiéndose en la final del Mundial de clubes en la que el Internacional de Portalegre derrotó al Barça de Ronaldinho. Rápido, técnico y de una elegancia pasmosa, su futuro era el futuro del fútbol.

Todo iba sobre ruedas. Nadie sospechaba entonces que los rossoneros iban camino de una larga decadencia. El Inter había tomado el mando de la Serie A, pero no existía promesa mayor que Pato en el horizonte. A Alexandre le había tocado lidiar con ser bandera milanesa y de la canarinha. Junto a Neymar, estaba destinado a reemplazar a Ronaldo y a Ronaldinho en las esperanzas de la verdeamarela que en 2014 debía ganar un Mundial cuya final tendría lugar en Rio de Janeiro. Para entonces, con 24 años, Pato debía ser el delantero total de un Brasil con el que ya había debutado a los 18 y a quien lideró en la punta de ataque en la Copa América de 2011.

No fue así.

No fue así porque desde el año 2011 Alexandre Pato encadenó lesión tras lesión. En los dos años siguientes apenas jugó 15 encuentros con el AC Milan antes de intentar recuperar su mejor nivel en Brasil. De ahí un par de intentos fallidos con vuelta en Europa, primero con el Chelsea y luego en Villarreal, un retiro antes de tiempo en China y una segunda juventud en Estados Unidos, donde sigue ya bien cumplidos los 30.

Antes, lágrimas. Unas cuantas. Antidepresivos, lloros, enfados y discusiones. Pato entraba al campo con miedo, con terror a lesionarse cada vez que tocaba el balón. Cada vez que se recuperaba de un problema muscular, otro surgía en su cabeza. Incomprendido, llegó a ocultar sus lesiones para que nadie lo tildase de blando. Jugaba con el tobillo hinchado y abusaba de los corticoides para intentar complacer a los que le rodeaban.

Tampoco es que fuese la primera vez. Con once años dejó su pueblo natal para asentarse en Portalegre. Nunca había jugado al fútbol grande. Siempre al fútbol sala. Dio igual. Un cazatalentos del Internacional les dijo a sus padres que aquel niño era una veta gigante de la que se podría extraer un filón de oro. Era causa menor que el chico se rompiera el brazo izquierdo por el mismo lugar en dos ocasiones. El dolor era tremendo y se descubrió que allí habitaba un tumor. El médico propuso la amputación, pero el Internacional buscó una segunda opinión. El tumor era benigno. El brazo estaba salvado.

Pato había salvado el brazo, pero hubo de vender su alma.

Fue entonces cuando ese niño se convirtió en hombre y hubo de saber lo que era la presión. Tuvo que sacar un hueso de la cadera para convertirlo en su nuevo brazo izquierdo. Inyecciones e inyecciones a cambio de una promesa de cientos de goles. Quizás entonces comenzaron los problemas en algún lugar de su cerebro.

Internacional se hacía cargo de las costosas operaciones, pero no del alojamiento. A fin de cuentas, Pato era un paciente, no un jugador. Los padres de Pato no tenían mucho dinero. Su madre estaba enferma y el padre apenas ganaba lo suficiente para mantenerla a ella y a sus dos hijos. Decidieron alojar a su hijo en un motel con vistas al estadio Beira-Rio, coliseo del Internacional. Allí, mientras aquel niño peleaba para recuperar una de sus extremidades, en las habitaciones de al lado hombres hechos y derechos soltaban unos cuantos dólares a cambio de dar rienda suelta al más significativo músculo masculino.

A los 17 Pato llegó a Italia. Carletto lo acogió como a un hijo. El técnico sin libreto, el hombre exitoso sin método científico, tiró de su mano izquierda para adoptar a un diamante falto de un joyero que le diese brillo. Ancelotti incluso llamo Pato a su perro. Llevaba a Alexandre a casa y allí cenaba un buen plato de pasta casero elaborada por su esposa. En otras ocasiones Alex se iba de fiesta y acudía presto a la ayuda de papá Carlo para aguantar una mala cara, pero un presto desayuno. No es que Carlo fuera como un padre, más bien era como un abuelo que todo lo consentía con tal de ver feliz a su nieto.

Aquel niño había sufrido tanto que ahora vivía en un mundo de fantasía. Hasta que Carletto dejó el AC Milan. Fue en 2009. El año que Pato ganó el Golden Boy, el Balón de Oro del futuro. La imaginación de Alexandre viajó a lugares inhóspitos. La noche se hizo su dueño. Empezó a salir con Bárbara, la hija de Silvio Berlusconi. El gran jefe. Dicen que había más cuernos que en una ganadería. De ambos lados de la pista. Enfados, besos y sobredosis. Pero seguía habiendo goles. No pasaba nada. Viva la vida.

Alexandre Pato: "Sería un sueño volver al Milan"
¿Balón de Oro?

Pero aquellos dos años plagados de dolores quebraron la voluntad de aquel chaval. Tobillo, aductor, tendón de Aquiles y decenas de lesiones musculares. Todo empezó a pasar factura y no se vislumbraba el fin. En enero de 2013 se marchó al Corinthians en busca de una vuelta al inicio. Viajaba por Sao Paulo con guardaespaldas. Falló un penalti que le costó a su equipo un título por lanzarlo a lo Panenka. Escapó al Sao Paulo FC. Al otro lado de la ciudad. Hubo bates, cuchillos y hasta bombas lacrimógenas. Su vida se convirtió en un infierno. No disfrutaba jugando.

Pero en el Sao Paulo FC pasó una temporada sin lesionarse. Todo un logro. Se acordó de él el Chelsea FC. Parecía una segunda oportunidad. Pero la cosa no iba. Banquillo tras banquillo. Pequeño paso atrás hasta El Madrigal castellonense. Mas de lo mismo. Toca ir a ganar millones a China. Pato apenas tiene 27 años.

Mientras todos esto sucedía Alexandre Pato rompe con Rebeca, una vieja amiga brasileña convertida en fugaz novia. Viaja a China con un colega. Los dos vivirán solos en un lujoso apartamento a cuerpo de rey. Pato mete goles, cumple con el bajo nivel exigido y se dedica a disfrutar de su soltería. Las mejores copas, los mejores coches, los mejores hoteles, las mejores compañías.

Cierto día decide coger un vuelo privado y dar una vuelta por la noche de Los Ángeles. Allí, rodeado de lujo nocturno, tiene una revelación. Sentado, junto a una espectacular rubia de escote interminable, Pato esnifa una raya de coca. Una de tantas. Pero aquella no era una dosis más. Algo en su interior despertó. De repente se levantó y salió del local. Sentado, miró al cielo estrellado y se hizo una promesa a sí mismo.

Envió un WhatsApp a su amiga Rebeca. Quedaron para tomar un café. En cuestión de segundos le prometió una vida limpia y feliz a su lado. Lo hizo tras comprarse una Biblia. Le hizo una promesa inquebrantable. A Dios, a ella y a sí mismo.

E iba a cumplirla.

Vuelve a Tianjin y decide visitar a un fisioterapeuta. Amablemente invita a su amigo a salir de su vida. A ese, y otros tantos como ese. Aprovecha el anonimato de China para escapar a la calle y jugar al fútbol clandestinamente en parques y plazas. Vuelve a ser feliz. Recupera una infancia que le fue arrebatada. Aprende chino en unos meses, cuando antes había sido incapaz de hablar italiano tras dos años. Hace rollitos de primavera, arroz de distintos tipos y se convierte en un experto de los fideos.

Mete 30 goles y vuelve al Sao Paulo FC. No lo hace mal, pero la presión le exige demasiado. Llega el Covid. Escapa a Estados Unidos. Se lesiona la rodilla. Pero le da igual. Es otro Pato. Es feliz. Tiene novia y pretende tener hijos. Su salud mental es excelente.

Pato nunca llegó a ser Balón de Oro. Ni fue el sucesor de Ronaldo. Ni pudo ser la estrella del Mundial de Brasil. De hecho, nunca ha jugado un Mundial. Pero Alexandre Pato es hoy un hombre feliz. Tiene 32 años, juega al fútbol profesional en Orlando y cuenta con una familia a la que adora. Le ofrecieron una cantidad indecente de dinero por jugar al fútbol en Irak. Le ofrecieron una oportunidad por volver al escaparate del fútbol europeo. Ambas veces dijo que no. No es tiempo de fiesta. Ni tampoco es tiempo de ambiciones. Es tiempo de vivir. Es tiempo de ser feliz. Es tiempo de volver a ser niño.

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