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La más grande de todas las polémicas (USA vs URSS 50 aniversario) 2ª parte

En una caja fuerte de Lausana. En la sede del Comité Olímpico Internacional. En el anverso la diosa de la victoria con una palma en la mano izquierda y una corona de laurel en la derecha. En el reverso dos jóvenes desnudos, representando la pureza del cuerpo atlético. Son doce las medallas de plata que allí aguardan, en un frio recipiente chapado de acero de una ciudad suiza a la espera de ser recogidas. La larga espera suma 50 años y nadie le augura fin. Alguno de los doce componentes del equipo norteamericano de baloncesto ya ha dejado este mundo. Otros aun no lo han hecho. Pero tantos unos como otros han sido tajantes. Ni ellos, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos, podrán nunca recoger esas medallas. Así lo atestiguan sus testamentos. Y sólo el acuerdo unánime de esos doce hombres o sus descendientes podrían sacar esas medallas del letargo en el que están asumidas.

Esas doce medallas son el amargo recuerdo de los tres segundos más corrosivos que el baloncesto ha parido. Del partido más controvertible jamás celebrado. De la más grande de todas las polémicas.

Una vez Doug Collins ha sido arrollado por Sakandelidze se dispone a lanzar dos tiros libres. Quedan tres segundos para el final. Antes hubo que levantarlo del suelo, porque el golpe fue terrible. Anota el primero ante el rugir del público. 49-49. Respira hondo, lanza con seguridad el segundo y vuelve a encestar. 50-49. Es la primera ventaja de Estados Unidos en todo el partido y el público y el banquillo norteamericano comienza a celebrar la victoria.

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Toda la presión para Collins

En el momento en el que el segundo tiro de Collins vuela hacia el aro suena una bocina. Es el indicativo que confirma que Kondrashin ha solicitado un tiempo muerto. En la retransmisión televisiva el sonido se escucha claramente, pero no así en el pabellón donde la algarabía enloquece a los presentes.

El árbitro brasileño Renato Righetto se gira hacia la mesa para ver qué ocurre, pero el búlgaro Artenik Arabadjan pone el balón en manos de Alzhan Zharmukhamedov. En ese momento se puede ver a Kondrashin y sus ayudantes haciendo con las manos el gesto de tiempo muerto totalmente desesperados. Zharmukhamedov saca rápido de fondo y envía el balón a Serguei Belov que intentará un lanzamiento a la desesperada desde el centro del campo. Justo cuando cruza la línea del medio los árbitros paran el partido. La solicitud de Kondrashin ha sido aceptada y habrá tiempo muerto. Queda un segundo para el final del choque.

Por entonces no se contabilizaban las centésimas, pero es evidente que desde que Collins lanzó los tiros libres han pasado un par de segundos, y no es lo mismo jugarte el partido con tres segundos de posesión que con tan sólo uno.

Jugadores y cuerpo técnico de ambas selecciones rodean a los colegiados y a la mesa de anotación buscando una solución satisfactoria a sus intereses. El caos es colosal. Es la locura. La prensa salta a la pista y los miembros de seguridad se afanan por devolver a todos a sus respectivos lugares.

Según las reglas de aquel momento, el tiempo muerto debía pedirse antes de que se lanzaran los tiros libres, y podía ser concedido o antes de los lanzamientos, o entre el primero y el segundo, nunca después del segundo.

¿Fue el tiempo muerto pedido correctamente? Kondrashin asegura que el tiempo muerto fue pedido antes de los lanzamientos, con la intención de hacerlo efectivo entre el primer y el segundo tiro libre. El hecho de que la mesa hiciera sonar la bocina cuando Collins ya tenía el balón en sus manos indica un intento de evitar que se produjera el segundo lanzamiento. En cambio, Hans Tenschert, responsable de la mesa de anotación, explica que en aquel torneo se había dado a los entrenadores un aparato electrónico para señalar a la mesa la intención de pedir tiempo muerto. Según Hans, los soviéticos no manejaron bien el aparato y acabaron pidiendo el tiempo muerto demasiado tarde. Mas tarde, cuando todo esto haya concluido, se acabará reconociendo que el error había sido de la mesa. Pero no adelantemos acontecimientos. Falta mucha tela que cortar.

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El VAR de 1972

De repente, y tras esos instantes de tensión, un hombre con una fina capa de pelo blanco, sempiternas gafas y una pajarita que daba un cierto aire cómico a su aspecto aristocrático, baja haciendo aspavientos desde la tribuna presidencial hasta la mesa arbitral. Se trataba de William Jones, presidente de la FIBA desde su fundación en 1932. Jones no tenía autoridad alguna para influir en los árbitros, pero al mismo tiempo tenía toda la autoridad para hacerlo. Era el hombre que había logrado que el baloncesto fuese olímpico y era mando respetado en todo el orbe. Así que cuando Jones levantó tres dedos al aire indicando que se otorgasen los tres segundos y se concediese el tiempo muerto la discusión finalizó con rotundidad.

Lo cierto es que más allá de la tropelía de Jones había una prueba que quitaba toda la razón a los norteamericanos. Al sonar la bocina tras el segundo lanzamiento de Collins se había encendido una luz en la mesa de los jueces. Quizás se podía argumentar que no se había oído la sirena, pero la luz encendida era una prueba irrefutable.

Total, que hay un nuevo saque de fondo y la jugada vuelve a ser la misma. Los protagonistas no. En el alboroto, Edeshko ha entrado por Zharmukhamedov para sacar de fondo y Paulauskas era el escogido para intentar el tiro a la desesperada en lugar de Serguei Belov. Los árbitros deciden reanudar el choque, mientras en la mesa gritan que paren, que todavía no están preparados. Defendido por el pívot McMillen, Edeshko se la pasa a Paulauskas, que lanza el balón hacia el aro. La bocina suena en el mismo momento que el jugador lituano recibe la pelota.

¿Fin del partido?

En ese momento el reloj sigue anclado en un segundo para el final porque alguien ha sido tan cenutrio como para volver a poner el partido en juego sin haberlo arreglado. En las centésimas que van desde que el balón sale de las manos de Edeshko hacia el infinito alguien se da cuenta del error y pone el cronómetro en 50 segundos. Entendemos que su intención era dejarlo en 3, pero con los nervios no se sabe que botón fue a tocar. El caso es que un miembro de la mesa se da cuenta del disparate y toca la bocina para invalidar todo lo que está sucediendo.

El balón surca el cielo y toca el aro estadounidense y la fiesta hace su aparición. Era la segunda vez que los norteamericanos alzan las manos y festejan la victoria y también la segunda vez que el público monta el jolgorio e intenta entrar en la pista.

Aquí el guirigay ya es de traca. Los yankees celebran con lujuria y el desenfreno es absoluto. Mientras varios hombres con traje intentan calmarlos alzando las manos con tres dedos al aire. ¡Faltan tres segundos! ¡Faltan tres segundos!

¿Faltan tres segundos?

Claro que faltaban tres segundos. Pero convencer al Team USA del error humano será imposible. Lo fue entonces y lo sigue siendo medio siglo después. Para los allí presentes todo aquello no era más que un complot. Entendían que esa jugada se repetiría las veces que hiciese falta hasta que los soviéticos lograsen la victoria. Para aquellos que lo vieron por televisión, la duda siempre permanecerá en el aire. Es cierto que la bocina sonó antes de tiempo, como también es cierto que el reloj marcaba erróneamente 50 segundos. Pero la realización televisiva nos obvió lo que pasaba en la pista mientras enfocaba el marcador electrónico. Tras una polémica primera repetición de la jugada, hubo quien quiso, y sigue queriendo ver, una segunda mano negra en esta segunda ocasión.

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¿Victoria norteamericana?

¿Cómo pudo haber semejante error? Se dijo que fue un error de comunicación. En la mesa de anotación se hablaba solo alemán, y los árbitros Righetto y Arabadjan no tenían una lengua común. Los relojes eran de la marca suiza Longines que se había llevado el acuerdo para esos Juegos y para los de cuatro años más tarde. Como curiosidad, había un miembro de Longines en esa mesa de anotación de infausto recuerdo. Era Joseph Blatter, quien años más tarde sería nombrado presidente de la FIFA. Fuese como fuese, estaba claro que la actuación de la mesa era indignante. Hubieron de pasar unos cuantos minutos hasta que las aguas volvieron a su cauce y se pudieron disputar por tercera y última vez los famosos tres segundos restantes.

En esta ocasión Edeshko decide obviar el pase corto y enviar un pase de fútbol americano al otro Belov, a Aleksander, que espera bajo la canasta estadounidense.

Esta vez sí, el cronómetro se sitúa en tres segundos y el partido se va a reanudar de nuevo. Arabadjan entrega el balón a Edeshko. Y aquí hay otra polémica. El árbitro búlgaro parece hacer un gesto a McMillen para que se aleje de Edeskho y le permita sacar de fondo sin oposición. Fuese por cansancio o por falta de concentración por todo lo ocurrido, en vez de dar un paso para atrás McMillen directamente se va de la escena y permite que Edeskho saque con total comodidad. El balón vuela y es recogido por Aleksander Belov debajo de la canasta estadounidense. Recoge el balón en carrera, le gana la partida a Forbes y a Jones que salen despedidos en una posible falta. Con los dos americanos fuera de juego, a Aleksander Belov aun le da tiempo a amagar con una finta en un acto reflejo antes de anotar una fácil bandeja a tabla. Había encestado prácticamente en el mismo sitio donde había fallado antes de que Collins anotase los dos tiros libres que iniciaron todo el galimatías.

Suena la bocina. Belov alza los brazos y su imagen corriendo patillas al aire la pista quedará grabada para la eternidad. La Unión Soviética vence por 50-51. Es la primera derrota estadounidense en baloncesto en la historia de los Juegos Olímpicos.

Si el ajedrez era estadounidense, ahora el baloncesto era soviético. La Guerra Fría volvía a las tablas.

Edeskho podría haber lanzado ese mismo pase otras diez veces y el resultado nunca sería el mismo. La fría delegación soviética saltaba y gritaba en el centro de la cancha como si de mediterráneos se tratasen. Los estadounidenses se frotaban los ojos y clamaban al cielo por la injusticia mientras se formaba un tumulto en el que a Hank Iba le robaban su cartera con 370 dólares de la época.

Por supuesto la historia no acabó aquí. El equipo norteamericano firma el acta con protesta, alegando que el tiempo total transcurrido en el partido es de 40 minutos y 3 segundos. La protesta se eleva al jurado de apelación. Se reúnen a las dos de la madrugada y la discusión se extiende hasta las diez de la mañana. Entre altísimas medidas de seguridad los cinco miembros del comité seleccionado por la FIBA comenzaron a revisar las imágenes para dictar sentencia. Mientras los dos bloques movían hilos entre bambalinas para influir en la decisión. Al final se reafirmó la victoria soviética por tres votos a favor y dos en contra. El escándalo en Estados Unidos fue incluso mayor que el producido por el resultado del partido. Votaron a favor del triunfo de la URSS los representantes de Cuba, Polonia y Hungría, todos países pertenecientes al bloque comunista. Votaron en contra Italia y Puerto Rico, todos países miembros de la órbita capitalista. “Nos la han metido doblada”, declaró Richard Nixon. “Ahora sé que Dios existe”, exclamó triunfante Leónidas Breznev.

Y con todo este panorama tendría lugar la ceremonia del pódium. Allí la imagen era impactante. Si en el tercer cajón estaban los doce héroes cubanos y en el más alto los doce exultantes soviéticos, en el segundo escalón el vacío hacía acto de presencia.

El Team USA no se presentó. No pensaban recoger una medalla que según ellos no les correspondía.

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Ni rastro de la plata

La protesta americana se extiende al comité olímpico, pero en febrero de 1973 dicen que eso es una decisión que atañe a la FIBA, dando carpetazo definitivo el tema. Al menos de manera oficial. Medio siglo después los jugadores americanos siguen diciendo que les robaron la medalla de oro y que no aceptan la medalla de plata. Para recibir la medalla de plata todos los miembros del equipo (o sus descendientes) deberían estar de acuerdo. Y eso nunca sucederá.

El resto es historia. Alzhan Zharmukhamedov relata que todo el equipo se quedó hasta las tres de la mañana en los vestuarios del pabellón, con la incertidumbre de si su victoria sería invalidada o si el partido se tendría que repetir. Lo cierto es que habían dominado el marcador durante 39 minutos, y de hecho deberían haber cerrado el encuentro antes de que se llegara al final de infarto.

La concentración de errores humanos fue grandiosa, pero todo indica que la victoria soviética fue justa. Hubo quien dijo que todo había sido orquestado por William Jones para acabar con el dominio americano. Pero que Jones, un aristócrata británico, simpatizase con los comunistas era tan poco probable como el matrimonio entre un elefante y un grillo. Deportivamente hablando, los soviéticos se podían considerar justos vencedores, pero también era cierto que, a pesar de los avances del baloncesto internacional, el equipo americano era el más flojo de cuantos habían presentado a los Juegos Olímpicos. La baja de Bill Walton mermó sensiblemente el poderío interior y privó al equipo americano de su jugador más diferencial. Y, aun así, la URSS solo había conseguido una victoria por un punto en el último segundo con muchísima polémica.

El reinado americano seguía vigente y desde ese momento estuvieron con el cuchillo afilado esperando a la revancha que tendría lugar cuatro años más tarde. Pero al igual que Anatoly Karpov recuperó el trono del ajedrez para los soviéticos con la amarga sensación de no poder batir a un retirado Fischer, el equipo de baloncesto de Estados Unidos recuperó el trono sin ganarle a la URSS. En los Juegos de Montreal 76 Yugoslavia derrotó a la URSS en semifinales impidiendo una revancha y los boicots norteamericanos y soviéticos en Moscú 1980 y Los Ángeles 1984 retrasaron el duelo por excelencia. Hubo que esperar a Seúl 1988 donde Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaron en semifinales con clara victoria de la URSS (82-76) y esta vez sin discusión alguna.

Fue entonces cuando Estados Unidos decidió llevar a los Juegos Olímpicos a sus figuras de la NBA, lo que cambiaría totalmente el ‘status quo’ del baloncesto internacional. La victoria de Estados Unidos en Barcelona 92 fue de una rotundidad pasmosa. Por entonces la Unión Soviética ya no existía y el mundo pasaba de ser bipolar a unidireccional. Ya hacía bastante más tiempo que no estaba Aleksander Belov, el legendario héroe con aquella canasta imposible. Había fallecido al filo de los 27 años víctima de un galopante sarcoma. Tras Múnich siguió militando en el Spartak de Leningrado a las órdenes de Kondrashin a pesar de las presiones para que firmara por el CSKA.

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Aleksander Belov

Si la victoria de Barcelona 92 de Estados Unidos fue una exhibición de poder, la de la Unión Soviética en Múnich 72 cambió para siempre la historia del baloncesto. Aquel deporte creado en Norteamérica pasaba a ser global. Con discusión o sin discusión, esa victoria demostró que Estados Unidos era batible. No fue solo un partido de baloncesto, sino que fue la más grande de todas las polémicas.

“Los estadounidenses tienen que aprender a perder, aun cuando creen llevar la razón”. William Jones

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