La más grande de todas las polémicas (USA vs URSS 50 aniversario) 1ª parte
Allá por 2017 el Gran Teatro de Moscú vestía sus mejores galas para presentar en sociedad la película ‘Going Vertical’. El estreno se aguardaba con premura en Rusia y las entradas se agotaron en todos los cines del país en cuestión de horas. Con el paso de las semanas ‘Going Vertical’ se convertiría en la película más taquillera del cine ruso. Aquella noche, dos bigardos imponentes, ya quebrados por la edad, fueron aclamados por la multitud que aguardaba a las puertas del Gran Teatro. Uno, el más carismático, presentaba un canoso bigote, gran sonrisa y repartía saludos por doquier. Se trataba de Ivan Edeshko. El otro, callado y camastreado, quebrado como débil junco, respondía al complejo nombre de Alzhan Zharmukhamedov. Ambos, juntos a los ausentes Modestas Paulauskas, por enfermedad, y Anatoli Polivoda, éste último por motivos políticos, son los únicos supervivientes de la más grande de todas las polémicas que el deporte haya parido. Los cuatro, bielorruso, uzbeko, lituano y ucraniano, respectivamente, portaban la camiseta de la selección soviética de baloncesto en los Juegos Olímpicos de Múnich 1972, cuando tuvieron lugar los tres segundos más impactantes que se recuerden en el mundo de la canasta.
Hace ahora medio siglo, tal día como un 10 de septiembre de 1972, la selección de Estados Unidos de baloncesto perdía por vez primera un partido tras 63 victorias consecutivas en el torneo olímpico. Y no era un partido cualquiera. Era la final de los Juegos Olímpicos.
En España la película fue comercializada con el título de ‘Tres segundos’. Pueden encontrarla. Es complicado, pero factible. Dudo mucho que logren localizarla en Estados Unidos. Y no por falta de calidad del filme, sino por lo tabú de su contenido. En Estados Unidos aquella final es una humillación que cincuenta años después aún sigue carcomiendo los cimientos del único deporte de repercusión mundial que fue inventado en Norteamérica.
Desde que en 1936 el baloncesto hizo su aparición en los Juegos Olímpicos de Berlín no ha habido nación que haya logrado más oros que Estados Unidos. Su balance en 2022 es de 143-6 y 16 medallas de oro. Su dominio del deporte de la canasta es tal que durante décadas lo hizo usando a jugadores universitarios que apenas superaban los veinte años, mientras el resto del mundo presentaba a sus mejores baloncestistas. Son cerca de 90 años de rotundos triunfos sólo cortados por las catárticas derrotas de 1988 y 2004. Tras la primera de ellas, Estados Unidos decidió llevar a los Juegos a baloncestistas profesionales de la NBA. El resultado fue tan arrasador que las estrellas de la NBA declinaron participar en ediciones posteriores aburridos por la facilidad de las victorias. Hubo una nueva derrota en 2004, y desde entonces el nivel del ‘Team USA’ se ha mantenido en un montículo de excelencia que es intocable para el resto del mundo.
La derrota de 1972 no existe para los Estados Unidos.
Y es ahí donde reside el quid de la cuestión. ¿Qué pasó durante esos tres segundos? ¿Quién fue el vencedor moral de la final olímpica de baloncesto de 1972? Lo que para unos es blanco para otros es negro. Lo fue, lo es, y siempre lo será. Esos tres segundos cambiaron la historia del deporte de la canasta.
¿Por qué un simple partido de baloncesto forma parte de la psique de una nación? ¿Por qué es humillante e injusto para los estadounidenses? ¿Por qué es capaz de inflar el orgullo ruso medio siglo más tarde?
En 1972 Estados Unidos y la Unión Soviética mantenían una batalla política, ideológica y económica que se dio en llamar Guerra Fría. Afortunadamente los conflictos militares se dieron en escenarios secundarios y jamás hubo un enfrentamiento a campo abierto entre las dos superpotencias. Durante unos días de octubre de 1962, el mundo contuvo la respiración ante una inminente guerra nuclear que finalmente se solucionó diplomáticamente en la isla de Cuba. Ese fue el clímax de la Guerra Fría. Sabiendo que un enfrentamiento derivaría en el fin de la humanidad, a partir de entonces dio comienzo una época de conflicto y relajación a partes iguales en que cada potencia quiso vencer a la otra a base de logros en el ámbito civil. A la larga, los costes de la carrera armamentística, la mejor disposición americana a la creación de bienes de consumo y la burocratización y falta de libertad de la economía soviética, daría como rotundo vencedor al bloque capitalista. Pero en 1972 la partida se mostraba todavía muy igualada.
Tres años atrás Estados Unidos había conseguido enviar al ser humano a la Luna. Aquello había sido un golpe de efecto sideral. Los americanos estaban enfangados en una guerra cruenta y costosa en Vietnam y en la URSS había una calma chicha. Su líder, Leónidas Breznev, ni hacia ni dejaba hacer. Sus casi dos décadas en el poder fueron completamente anodinas y cimentaron el estancamiento soviético. Mientras, Nixon, aun a salvo del escándalo del Watergate, se erigía en vencedor. Era el presidente lunar, había suprimido el servicio militar obligatorio, viajó a China para jugar al ping pong con Mao y fue el mandatario del primer viaje oficial estadounidense a Moscú. En dicho viaje firmaría el tratado Salt-I, el primer acuerdo de reducción armamentística entre la URSS y Estados Unidos.
El deporte era la plaza predilecta para la propaganda en la Guerra Fría. Desde que en 1952 la Unión Soviética se incorporó al redil olímpico hubo una lucha fratricida para ocupar el primer lugar del medallero. Si Estados Unidos quedó primera en 1952, 1964 y 1968, la Unión Soviética lo había hecho en 1956 y 1960. Invariable era la presea dorada en baloncesto que de antemano ya era otorgada a los estadounidenses. El torneo de baloncesto solía ser una lucha entre las grandes potencias que era ganada con enorme suficiencia por los capitalistas. Incluso en 1968 Yugoslavia fue capaz de arrebatarle la plata a los soviéticos.
Pero apenas cuatro días antes del inicio de los Juegos Olímpicos iba a ocurrir algo que hasta entonces se consideraba imposible. Tras dos meses de reñidas partidas el estadounidense Bobby Fischer derrotaba a Boris Spasski y se convertía en el campeón mundial de ajedrez. Era el primer norteamericano en lograrlo y el único no soviético en cuarenta años. Aquello fue tremendo. Nunca antes y nunca después una partida de ajedrez tuvo tal cobertura mediática. Los libros de ajedrez y los tableros proliferaron por las escuelas y las casas occidentales y en la Unión Soviética se silenció todo lo que se pudo semejante humillación.
No es de extrañar que días después, justo antes de la ceremonia de inauguración de los Juegos de Múnich, un par de miembros de la KGB aborden a Vladimir Kondrashin, técnico soviético, con un mensaje claro. Hay que devolver el golpe. Se debe vencer a Estados Unidos y lograr la medalla de oro en baloncesto. No hay marcha atrás.
Era un imposible, pero Kondrashin llevaba dos años preparando lo imposible. Había sido nombrado seleccionador dos años atrás tras el fiasco en el Mundial de 1970 y había preparado una revolución destinada a vencer a los norteamericanos. La tradición mandaba hacer el equipo en función de la plantilla del CSKA, el venerado equipo del ejército rojo. Kondrashin, que había destacado fuera de Moscú entrenando al Spartak de Leningrado, declinó convocar a los jugadores en función de los dictámenes de la cúpula y preparó una estrategia basada en el contraataque a sabiendas de que era inferior a los estadounidenses. La rotunda victoria de Kondrashin en el Europeo de 1971 le dio carta blanca para su revolución. Pero había algo más. Kondrashin tenía un hijo en silla de ruedas y contaba con la promesa del Politburó de costear su operación si lograba el triunfo olímpico. No necesitaba que ningún trajeado del KGB lo intimidase con charlotadas sobre patriotismo y socialismo. Estaba más que motivado para lograr el oro.
El seleccionador soviético en 1970 era Alexander Gomelsky, quien era venerado por sus chicos porque era capaz de mantener alejados a los burócratas. Se encargaba de organizar excursiones en el extranjero cuando el equipo salía fuera de la URSS y conseguía unos cuantos dólares extra para sus chicos a través del contrabando. Gomelsky es el ‘Pope’ del baloncesto soviético y cerrará su carrera ganando el oro olímpico en 1988, pero tras el fracaso de 1970 fue cesado del cargo oficialmente por haberle encontrado pantalones vaqueros en la aduana. Fue entonces cuando accedió al cargo Kondrashin. Éste era mucho mejor técnico que Gomelsky. Era técnicamente genial, estudioso del baloncesto y un obseso del trabajo físico y defensivo. Todos los jugadores consideraban a Kondrashin un genio, aun a sabiendas de que la fiesta con él estaba descartada.
Kondrashin contaba con una generación extraordinaria, un grupo nacido en 1944-45, y que tan sólo sería superado por el bloque soviético conformado a mediados de los 80. Los exteriores eran el lituano Modestas Paulauskas y el georgiano Zurab Sakandelidze, los aleros eran el ruso Ivan Edeshko y el georgiano Mijail Korkia y los pívots eran el ruso Aleksander Belov y el uzbeko Alzhan Zharmukhamedov. Esos seis jugadores formaban el heterogéneo bloque que Kondrashin logró unir para formar una familia. Pero en el compacto grupo sobresalía una rutilante estrella. Se trataba de Serguei Belov, un finísimo escolta con un impresionante lanzamiento de a cinco y seis metros y que por entonces era el mejor jugador del Viejo Continente. Aun hoy, Serguei (que nada tiene que ver con Aleksander) mantiene el récord de medallas mundialistas (cuatro) y europeas (siete), así como suma cuatro medallas olímpicas y dos Copas de Europa con el CSKA Moscú.
Muy diferente era el ambiente en el USA Team. El seleccionador era Hank Iba, doble campeón olímpico (1964 y 1968) y con más de tres décadas a los mandos de la Universidad de Oklahoma State. Pero Iba llevaba dos años retirado y estaba de vuelta de todo. Era un hombre de 70 años enfrentado con el desenfadado juego moderno y que mantenía una disciplina espartana acorde con otros tiempos. La elección lógica hubiese sido la de John Wooden, técnico de UCLA, que consiguió encadenar siete títulos universitarios consecutivos. Por entonces reinaba gracias a Jamaal Wilkes y, sobre todo, Bill Walton, un pívot de 213 centímetros con movimientos de danzarín que era el mayor proyecto deportivo del mundo. Walton, vegetariano y pacifista, al ver que Wooden no era el técnico escogido rehusó ir a los Juegos Olímpicos como protesta por la invasión estadounidense de Vietnam.
Julius Erving, el otro gran proyecto norteamericano, había accedido a jugar en la ABA antes de dar el salto a la NBA, por lo que al haber abrazado el profesionalismo no podía acudir a los JJ.OO. Swen Nater, la otra estrella de UCLA, acabó marchándose de la concentración estadounidense hastiado de la dureza de los entrenamientos de Iba. Así, el USA Team era un equipo cuyos hombres más destacados eran el base Tom Henderson, el alero Bobby Jones, el ala-pívot Dwight Jones o el pívot y futuro congresista Tom McMillen. La estrella del equipo era el escolta y futuro número 1 del draft Doug Collins, quien, siendo un buen anotador, no pasó de una aceptable carrera en la NBA. Sabedor de estas limitaciones, Iba decidió que su equipo se dedicase a ganar los partidos en la defensa extasiando a unos jugadores a los que por un lado se les exigía la victoria como un proceso natural, pero por el que por otro lado se les tachaba de limitados frente a sus antecesores.
Todo esto sería genial de comentar si se hubiese hecho a calzón quitado, pero días antes del inicio de los Juegos estos análisis eran del todo secundarios. Ya podía Estados Unidos presentar un equipo más flojo de lo normal que la victoria estaría igualmente asegurada. De hecho, había quien consideraba que la Yugoslavia liderada por Kresimir Cosic podría incluso quitarle la plata a los soviéticos. Otros candidatos a las medallas eran Brasil e Italia.
El torneo de baloncesto de los Juegos Olímpicos se disputó entre el 27 de agosto y el 10 de septiembre de 1972. Lo hizo en el Rudi-Sedlmayer-Halle, conocido en la actualidad por cuestiones de patrocinio como Audio Dome. La sala, entonces de 7.000 asientos, formaba parte del espectacular complejo deportivos del Olympiapark, cuya magnifica cúpula de metacrilato con forma de carpa costó el triple que la entera organización de los Juegos de Roma de 1960. Los alemanes querían demostrar que el nazismo era un amargo recuerdo.
La competición constaba de 16 equipos divididos en dos grupos de ocho escuadras. Los dos primeros de cada grupo se clasificaban para semifinales. En el grupo B pelearían por las dos plazas la URSS, Yugoslavia e Italia. En el A podrían acompañar a Estados Unidos en la clasificación a semifinales Brasil, Checoslovaquia y quizás España. Los españoles habían logrado entrar en los Juegos Olímpicos tras clasificarse en el preolímpico de Groningen a última hora. Conformaban un equipo limitado en altura y donde destacaba el sempiterno base Nino Buscató y los nacionalizados Wayne Brabender y Clifford Luyk.
España hizo un torneo mediocre. Ganó a Australia y cayó con estrépito ante Brasil o Cuba. Luego se supo que el ambiente en la selección era tóxico, que hubo intento de motín y que veteranos y jóvenes andaban a la gresca. Diaz-Miguel salvó el puesto con una honrosa derrota ante Estados Unidos (56-72), quienes lograron con suficiencia el primer puesto del grupo. Causó sensación la victoria estadounidense ante Checoslovaquia, a la que dejaron en sólo tres canastas en la primera mitad. Aun así, a pesar de que las victorias eran claras lo eran con muy pocos puntos. Hank Iba cerró los entrenamientos a público y prensa en una decisión que se antojaba exagerada. Lo cierto es que el equipo ganaba por exuberancia física, pero era limitado en ataque.
El segundo puesto del grupo fue logrado por Cuba tras una sorprendente victoria ante el Brasil de Ubitarán tras fallo carioca en el último segundo. Los cubanos nunca jamás repetirían actuación igual y se tendrían de enfrentar en semifinales a la URSS, que ganaron su grupo invictos y con mayor promedio de puntos que los estadounidenses. El segundo del grupo B fue la Italia de Meneghin, Bison o Marzoratti, quienes lograron meterse en la ronda final por ‘basket average’ al empatar en victorias en el segundo puesto con Yugoslavia y Puerto Rico.
Antes de las semifinales el comando terrorista Septiembre Negro asaltó la Villa Olímpica y tomó como rehenes a una decena de atletas israelís a modo de chantaje a favor de la causa palestina. La patética actuación de la policía alemana derivó en una catástrofe que acabó con 17 muertos y un shock de dimensiones mundiales. Los JJ. OO estuvieron a punto de cancelarse pero, tras más de 24 horas de deliberación, se reanudaron en una decisión no exenta de polémica.
Por entonces Mark Spitz ya había sumado sus siete medallas de oro en natación y Olga Korbut sus cuatro medallas áureas en gimnasia. No había muchas más ganas de Juegos. Faltaban apenas cuatro días para el fin de fiesta y tan sólo la posibilidad de que Laase Viren sumase otro oro en 5.000 al ya ganado en 10.000 se antojaba interesante para el espectador. El otro momento cumbre tendría que ser la final de baloncesto entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Antes tocaban las semifinales. Los norteamericanos cumplieron con creces. Pasaron por encima de Italia (68-38) y demostraron que estaban más que preparados para conseguir el oro. Los transalpinos fueron incapaces de superar la asfixiante defensa estadounidense y apenas sumaban 30 puntos a falta de dos minutos y medio para el final del encuentro. Estados Unidos llegaba a la final con una fascinante media de tan sólo 44 puntos encajados en el torneo. En la otra semifinal los cubanos llegaron a mandar hasta por siete puntos gracias a Ruperto Herrera y Pedro Chappé, pero finalmente la altura soviética se impuso por un ajustado 67-61. Como ya apuntamos, los cubanos nunca más volverían a tener un baloncesto de semejante nivel que coronaron con una sorprendente medalla olímpica al derrotar en el partido por el bronce a Italia tras un fallo transalpino en el último segundo.
El 9 de septiembre, un día antes de la celebración de la ceremonia de clausura, Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaban en la final de baloncesto en un abarrotado pabellón que simpatizaba con los capitalistas. Sin embargo, en los anuarios quedó grabado que la final fue el día 10. Lo cierto es que el choque dio comienzo el día 9 a las 23.30 hora local para adecuarse al ‘prime time’ televisivo estadounidense, aunque su resolución tendría lugar en la madrugada del día 10. No era solo un enfrentamiento deportivo. Era mucho más que eso. Eran dos formas antagonistas de entender la vida.
Desde que la selección de Estados Unidos compitió por vez primera en los Juegos de Berlín de 1936 su balance era de 63 victorias y ninguna derrota. Los números hablaban por sí solos, pero pronto se vio que la URSS estaba dispuesta a vender cara su derrota. A través de un claro dominio del rebote y un mayor acierto a media distancia los soviéticos se pusieron por delante desde la primera canasta. Estados Unidos no logra estrenar su casillero hasta que van cuatro minutos de partido. El marcador es de 11-21 por los soviéticos gracias a diez tantos de Serguei Belov, pero tras un arreón estadounidense la ventaja se reduce a cinco puntos en el descanso (21-26).
La segunda parte fue durísima y plagada de errores. Los soviéticos fueron siempre por delante hasta que faltaban seis segundos para el final. Llegaron a tener otra ventaja cercana a los diez puntos, pero Iba pidió un tiempo muerto y los norteamericanos salieron a morder. Desde ese momento abundaron los golpes y las faltas. El soviético Korkia y el estadounidense Brewer fueron descalificados por los árbitros que, como no podía ser de otro modo, representaban a los dos bloques, uno procedente de Brasil y el otro de Bulgaria. Los puntos se suceden a cuentagotas. Cada canasta es un sacrificio. A falta de seis minutos el marcador era de 36-44 para la URSS que se mantenía firme gracias a Serguei Belov, quien acabaría el partido con 20 tantos, 2/5 partes de los de su equipo.
Los últimos seis minutos se antojan ridículos a ojos del espectador moderno. Aquellos chavales de patillas algarrobianas, pantalones fardahuevos, calcetines invernales y camisetas de todo a cien, acumulaban pérdidas de balón, lanzamientos a destiempo y faltas fragantes sin ton ni son. Si eses eran los mejores jugadores de baloncesto del mundo, que baje Dios y lo vea. Aun así, la tensión agarrotaba más a los comunistas que a los capitalistas que poco a poco sumaban capital para llevarse el bote gordo. La defensa americana es tan brutal que en varias jugadas los soviéticos tienen que retroceder a su propio campo para tomar aire (por entonces no había campo atrás). Seis puntos seguidos de Kevin Joyce, hasta entonces un meritorio del banquillo, ponía al Team USA a uno de distancia (46-47) a falta de 1’49’’ para el final.
A partir de ahí no se juega al baloncesto sino al ajedrez. Como si de Fisher y Spasski se tratase, el partido se va a decidir en el tablero ficticio de los tiros libres. Han de pasar 49 larguísimos segundos para que los soviéticos se pongan tres arriba (46-49) con dos lanzamientos tras falta personal.
En la siguiente jugada, y tras un saque de banda, Jim Forbes anota una preciosa suspensión sin oposición a cinco metros y coloca el 48-49 en el electrónico. Quedan entonces 39 segundos para el fin del encuentro. La URSS tiene tiempo de sobra para anotar una canasta que sentencie el partido. Cumple recordar que entonces no había línea de tres puntos. Serguei Belov sube el balón, que pronto pasará por todos sus compañeros de equipo ante la incapacidad de acercarse a canasta por la férrea defensa rival. Nadie se atreve a lanzar. Cuando la posesión se está consumando la pelota le llega a Aleksander Belov que está debajo del aro. Se levanta para anotar, pero recibe un tapón de McMillen. La bola vuelve a Belov que intenta un pase atrás interceptado por Collins.
Quedan menos de diez segundos cuando Doug Collins corre a la desesperada hacia el aro soviético. Si anota, la victoria será para Estados Unidos. Encara el aro por su vertiente izquierda y cuando se eleva para anotar una bandeja es arrollado por Sakandelidze.
Hoy hubiese sido una falta técnica. Por entonces era una personal sancionada con dos tiros libres.
Quedaban tres segundos para el final.
Lo que pasará a partir de entonces quedará en los anales de la historia.
“El ajedrez es una guerra sobre un tablero. El objetivo es aplastar la mente de tu adversario”. Bobby Fischer
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