Cuando Hinault ganó al sprint en los Campos Elíseos
Ambos con gorra calada en la cabeza. Ambos con visera en contra dirección. Uno con cuadro rosa y manillar en blanco, a juego con los colores del Ti-Raleigh. El otro con bicicleta azul, pantalón negro y ‘jaune’ resplandeciente, túnica sagrada al viento. Ambos, primero y segundo en la general, agotados por el esfuerzo, escudriñados por las miradas embobadas de cientos de conductores y motoristas, de miles de transeúntes y de algunos de los lugares más hermosos jamás concebidos por la mente y la capacidad técnica del ser humano.
Así rodaban, Campos Elíseos arriba y Campos Elíseos abajo, Bernard Hinault y Joop Zoetemelk, primero y segundo clasificado del Tour de Francia de 1979.
Salvo que a los organizadores les dé por plantar una contrarreloj el último día (como en la memorable edición de 1989 en la que Lemond superó en ocho segundos a Fignon tras el famoso despiste de Perico en el prólogo) la etapa final del Tour consiste en un paseo turístico por el centro de París. La clasificación final ha quedado grabada en piedra la jornada anterior, por lo que ese día el Tour se convierte en una fiesta para cicloturistas. Una exhibición de héroes de las dos ruedas ante el caluroso publico galo.
En los primeros kilómetros de la etapa abundan las bromas. Hasta el champán corre entre los ciclistas mientras los unos y los otros posan para la posteridad. El más solicitado por los hacedores de retratos es el maillot amarillo, quien junto a sus compañeros de equipo lidera el pelotón en la primera de las muchas veces que el circuito pasa por la avenida más glamurosa sobre la faz de la Tierra. También hay sitio para los hombres del pódium, el maillot de topos rojos de la montaña o para el verde de la regularidad. Todos, en mayor o menor medida, reclaman su momento de gloria por ser alguno de los supervivientes que, tras tres semanas de agonía, son aclamados por la gente y sucumben ensimismados por la belleza de los Campos Elíseos.
No fue así en 1979. Lo de aquel 22 de julio de 1979 fue una locura. Una bendita locura.
El ganador de aquel Tour era Bernard Hinault. Por entonces era su segundo Tour. Con el tiempo vendrían tres más. A Hinault le apodaban ‘Le Blaireau’. En castellano, ‘El Tejón’. En nuestro mundo urbanita no somos capaces de apreciar el acento rural de tan acertado apodo antropomórfico. En los pueblos no se le tiene cariño alguno al tejón. Destroza los cultivos, entra en los gallineros y revienta los setos. Lo normal es juntarse con un grupo de lugareños y sus fieles perros y pasarse una mañana matando tejones.
Suceso inexplicable, sanguinario y horrendo para el ‘urban style’.
Pero el tejón, aún a regañadientes, es un animal respetado en el campo por su inmensa fuerza y tenacidad. Cuando le atacan vuelve a su madriguera, se recompone y vuelve a la carga. Y así era como competía Bernard Hinault, como un animal orgulloso e insoportable. A diferencia de Eddy Merckx (‘El Caníbal’) a Hinault (‘El Tejón’) había que azuzarlo para que fuese a por la victoria. Quizás Merckx sea el más grande, pero, en cuanto a fuerza bruta, en cuanto a competir por el simple hecho de competir para demostrar su valía, no ha habido nadie como Bernard Hinault.
El Tejón’ llegó a los Campos Elíseos tras tres semanas de dominio absoluto y siete victorias de etapa. El segundo, a más de diez minutos, era el holandés Gerardus ‘Joop’ Zoetemelk, un hombre que iba a sumar por quinta vez un segundo puesto en el Tour. Tras haber soportado la tiranía de Merckx durante un lustro ahora le tocaba aguantar el absolutismo del irreductible Hinault. El tercero y el cuarto, el portugués Joaquim Agostinho y el neerlandés Hennie Kuiper respectivamente, acabaron a unos 27 minutos del francés. Las distancias que marcaba Hinault con los demás eran siderales.
No obstante, la diferencia entre Agostinho y Kuiper por el tercer cajón del pódium era escasa. Aunque el guion establecía un ‘pax romana’ no era la primera vez que alguien intentaba lo imposible durante los primeros kilómetros de la etapa final. Así que Kuiper demarró en cuanto pudo y Agostinho se pegó a su rueda como gato siamés. La carrera discurría por el valle de Chevreuse, al sur de Versalles, a unos 100 kilómetros de los Campos Elíseos. Pronto Kuiper entendió que el intento era infructuoso y que había que enterrar el hacha de guerra.
No fue así para el patrón del Tour. Fuese por el simple hecho de competir o fuese porque el tejón se había visto atacado, Hinault decidió que aquel día no habría paseo por Paris. Arrancó la moto y se balanceó con la furia de una manada rumbo al infinito.
Solo Zoetemelk consiguió aguantar la embestida y pegarse a su rueda. Era algo inaudito. Eran dos aficionados, en el buen sentido de la palabra. Dos chicos que estaban pasándoselo bien.
Hinault nunca fue un hombre de mantener las formas. Y aquella era la prueba. Consiguió una ventaja de unos cientos de metros y luego de más de un minuto. Simplemente decidió no parar. Esperó deliberadamente a que llegara a su rueda Zoetemelk para que el paseo fuese más divertido. “Dos tipos diminutos paseando en bicicleta por una avenida vacía no es algo que se ve todos los días”, diría después.
Hinault y Zoetemelk se reían y se atacaban mutuamente mientras el pelotón se hacía trizas y marchaba con la lengua de fuera. Eran dos adolescentes que se ponían rueda con rueda y esprintaban retándose a ver quién aguantaba más. Cuando uno conseguía marcharse inmediatamente frenaba y esperaba por el otro. Cyrille Guimard, el espartano director de Hinault, se llevaba las manos a la cabeza con aquel espectáculo, mientras el tejón ignoraba sus consejos.
En la última vuelta por el circuito parisino, cuando tocaba la última entrada triunfal a los Campos Elíseos, Zoetemelk se dirigió a Hinault y le dijo algo así como déjame ganar la etapa que total tú vas a ganar el Tour. Los ojos ya de por sí pequeños de Hinault se empequeñecieron aún más. Esbozó su media sonrisa de Tejón y dio comienzo el sprint.
No hizo falta foto finish.
Bernard Hinault ganó con claridad la etapa. El pelotón llegó hecho trizas. Una treintena de corredores llegó a más de dos minutos. El siguiente grupo lo hizo en más de siete. Aquellos dos tarados habían convertido en migajas a más de una centena de ciclistas profesionales en una etapa completamente llana y relativamente cómoda.
Fue un espectáculo igual de precioso como de surrealista. Aquel era el primer Tour que fue retransmitido por una televisión estadounidense. Los comentaristas yankees iban de un lado a otro preguntando qué era lo que estaba sucediendo. No entendían nada. Les habían dicho que la última etapa era un paseo cuyo fin era mostrar Paris al mundo. Era normal su incredulidad. Aquello ni tenía precedente ni explicación.
Hinault hizo una exhibición de poderío gratuita. Simplemente porque podía y porque le dio la real gana. Nadie había visto nunca a un maillot amarillo hacer algo así y nadie volverá a vérselo hacer nunca jamás. Por eso lo hizo Hinault. Porque era un reto. Porque le apetecía. Porque le gustaba competir.
¿He dicho que la hazaña nunca volverá a repetirse?
Pues hubo una vez más.
Fue en 1982. Era el cuarto Tour del ‘Tejón’. Esta vez Hinault cumplió con la tradición. Se hizo las fotos de rigor, rodó con el resto de pelotón y se tomó las cosas con calma. Hasta que llegó la ‘flamme rouge’, el último kilómetro, cuando los velocistas mandan a sus pretorianos poner un ritmo infernal para luego llevar a su rueda a esos locos que se jugarán la victoria a 70 kilómetros por hora con no más protección que su piel y sus huesos.
A Hinault se le cruzó el cable y le dijo a Charly Berard, uno de sus gregarios, que lo llevara hasta los últimos 500 metros. Berard no entendía nada, pero por supuesto hizo lo que su amo y señor mandaba. Luego la fuerza bruta de Hinault hizo el resto. Se metió en medio de los sprinters, recibió un codazo de bienvenida en las costillas por obra y gracia de Sean Kelly y mantuvo la velocidad suficiente para volver a salir vencedor en los Campos Elíseos. Era su segunda victoria en las calles de Paris. Es, por supuesto, el último ganador del Tour en ganar en la etapa fin de fiesta. Y es, por supuesto, el único que lo ha hecho en dos ocasiones.
“Si alguien golpea a un tejón con una pala en la cara el tejón comenzará a roer esa pala. Es el único animal capaz de hacer algo así. Me considero totalmente de acuerdo con esa visión de mí mismo”. Bernard Hinault.
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