París-Roubaix. Guía de viaje
En abril de 1919, cuando la guerra había terminado pero la paz aún no se había firmado, la París-Roubaix se puso en marcha como si nada hubiese pasado. Los ciclistas deambulaban por caminos de tierra llenos de cráteres y vías de tren partidas en dos. La tierra estaba sembrada de sangre y el olor a muerte se inhalaba en cada pedalada. Cuando aquellos locos llegaron al velódromo de Roubaix un periodista decidió cambiar para siempre el nombre de aquella carrera. Donde era conocida como ‘La Pascale’ (La Pascua), al celebrarse el Domingo de Resurrección, pasó a ser el ‘Enfer du nord’ (El infierno del norte).
El nombre triunfó, porque aunque los cráteres se aplanaron y los campos se sembraron, la París-Roubaix es terriblemente dura. Un verdadero infierno. ‘La clásica de las clásicas’ es distinta a los demás monumentos del ciclismo. Aunque su trazado es incluso más llano que el de la Milán San Remo, sus cerca de 60 kilómetros de adoquines sobre un recorrido de unos 260 kilómetros la hacen totalmente distinta a las demás clásicas. Es la única clásica primaveral que discurre totalmente en tierras francesas pero, en su espíritu, es la más flamenca de todas las pruebas belgas.
Aunque París está en el imaginario, lo cierto es que hace tiempo que la carrera no sale desde la vieja Lutecia. En 1896 la primera edición partió desde el Bois de Boulogne, antes coto de caza ahora pulmón verde de la megalópolis. Fue punto de inicio durante más de medio siglo hasta que los automóviles fagocitaron París y hubo que llevar la prueba más cerca de la naturaleza. En los 60 se mudó a Chantilly (la del castillo y la nata montada con vainilla) y en los 70 a la pequeña Compiégne, lugar donde sigue establecida.
Lo de salir de París fue una innovación. Donde siempre era llegar a la ciudad de la luz, pasó a ser punto de partida. Más radical fue convencer a la Iglesia de que cambiase el horario de los oficios. Los organizadores pronto descubrieron que la gente no acudía a las cunetas y si a la misa del Domingo de Resurrección. Hubo que programar misas excepcionales hasta que la secularización hizo efecto y las cunetas se llenaron sin la acción del fervor divino. Hoy la prueba se realiza el segundo domingo del mes de abril, diga lo que diga el calendario católico, y siempre y cuando la guerra, bélica o bacteriológica, no dicte lo contrario.
Decíamos que la carrera nace en Compiégne. Preciosa y coqueta villa con una plaza y un castillo fastuoso, está situada en las confluencias del Aisne y del Oise, dos ríos que dan agua al Sena y que la historia ha teñido de rojo en innumerables ocasiones. En Compiégne está el famoso vagón de la rendición. O mejor dicho, la reconstrucción de la petulancia francesa que Hitler se encargó de pisotear.
Como el Tour de Flandes, la París-Roubaix es una clásica que no recorre grandes núcleos de población sino que se adapta al terreno y lo hace suyo. Discurre por la vieja Artois, entre Picardia y Flandes. Hoy Artois es el Nord, tras una burocratización sin corazón de la République en plena ola de austeridad tras la crisis de 2008. Artois es el granero y el descanso de París, lugar de majestuosos campanarios y de melancólicas miradas. Artois es orgullo de Francia, pero también es traición. Fue borgoñona cuando la Guerra de los Cien Años y española cuando los Austrias campaban a sus anchas por medio mundo. Luis XIV la convirtió en su jardín, mas su vasta e indefendible campiña ha sido víctima de las desdichas del tiempo y de la muerte desde que Prusia giró al oeste y pasó a llamarse Alemania.
La París-Roubaix es una ruta por el corazón de la Revolución Industrial. Los campanarios y las granjas conviven en una enorme cuenca minera hoy adormecida pero antaño poderosa y gigantesca. No es verde ni azul. Gris es el color que nos acompañará durante nuestro viaje. El gris del carbón y el gris de las nubes, porque una París-Roubaix sin lluvia no es una París-Roubaix. Barro, polvo y lodazales. Esa es la Roubaix.
Es esta una región de paso para las borrascas. La humedad es constante y la condensación insoportable. Las temperaturas no son bajas, pero el frío húmedo cala en los huesos hasta dejarlos sin alma. Es más llana que la Milán San Remo y tan frugal como el Tour de Flandes, pero es la humedad lo que la hace tremebunda. La humedad, la lluvia y el pavés. El dichoso pavés.
Los adoquines se agarran a las piernas de los ciclistas y trepan por sus músculos disparando un estallido de dolor. Es un ejercicio de equilibrista donde se debe combinar la fuerza de la juventud con la maña de la veteranía. El pavés no es más que una calzada de adoquines. No es más, pero no es menos. Es una zona de vibración extrema donde cada pedalada descarga un trallazo en los brazos que se traslada por todo el cuerpo. La rueda no tiene donde agarrarse y el impulso de las pedaladas se diluye entre los ojuelos del pedrusco. El pavés seco genera una niebla de polvo que se inserta en los pulmones y acaba con el más fogoso de los incautos corredores. El pavés mojado convierte la estela de adoquines en una demoniaca pista de patinaje.
Y el pavés en la Roubaix es siempre mojado. Es espantosamente húmedo. La bici patina, las caídas son frecuentes. La hierba crece entre las molduras. Las carreteras no existen. Los caminos son autopistas para vacas. En la Roubaix las asociaciones de vecinos se afanan para conservar los caminos adoquinados intactos. Sin artificios, ni arreglos. La París-Roubaix es el heavy metal del ciclismo.
Son tres los puntos clave de la París-Roubaix. El primer gran muro de adoquines se encuentra a 90 kilómetros de meta. La trinchera de Arenberg es el nombre de este estallido de dolor de 2.400 metros de duración. Se encuentra en la villa minera de Wallers de donde era Jean Stablinski, campeón del mundo y de la Vuelta a España. A finales de los 60 la París-Roubaix estaba perdiendo su esencia ante el continuo asfaltado de las carreteras por la popularización del automóvil. Hubo que buscar nuevos caminos y Stablinski encontró una enorme recta a la que se entra en bajada, a todo gas, como toro en arena, para encontrarse un deforme camino de grava comprimida y adoquines desfigurados y mal colocados. Una verdadera autopista para vacas en medio de un bosque.
A 50 kilómetros de la llegada está ‘Mons en pavele’, otra trampa de 3.000 metros de longitud donde el barro se convierte en un accesorio de la cara. Es un tramo completamente llano que acaba con un giro de 90 grados a la izquierda en una inmensa explanada. Es el lugar preferido por los fanáticos de la París-Roubaix para acampar y hacer noche a la espera del gran día.
Tras dejar a un lado el precioso ayuntamiento de Valenciennes, en la única aproximación a una cuidad de toda la carrera, (Lille, motor económico de la región, quedará al oeste), el momento cumbre de la París-Roubaix está a 15 kilómetros de meta. El ‘Carrefour de L’Arbre’ es una recta de 2.000 metros a campo abierto adornada por un restaurante de estrella Michelin. A golpe de riñones y relinchar de dientes los supervivientes de la prueba encaran el acto decisivo antes de llegar a Roubaix.
Es una llegada apoteósica al viejo velódromo de la ciudad. Antes de levantar los brazos hay que cumplir con la tradición y dar una vuelta y media al óvalo. Antigua ciudad textil, Roubaix hoy presume de sus edificios Art-Decó y de su gran plaza, pero es el velódromo lo que hace a esta ciudad internacional. Los valientes que completan los 260 kilómetros pasan después a las viejas duchas del estadio con cajones de granito decorados con el nombre de los ganadores de todas las ediciones.
Nunca un español ha ganado en el infierno del norte. Son los belgas, clasicómanos por definición, los grandes triunfadores de la París-Roubaix. Tom Boonen y Roger de Vlaeminck cuentan con cuatro títulos en su palmarés. Con tres hay varios ciclistas, entre ellos, como no, el más grande, Eddy Merckx. El segundo en discordia, el francés Bernard Hinault, sólo ganó una vez en el ‘Infierno del norte’ (1981). A pesar de su carácter indómito, odiaba la París-Roubaix. El primer año que la corrió se cayó en hasta siete ocasiones. Furioso por las críticas recibidas, volvió la temporada siguiente y se llevó la victoria. Tras recibir el trofeo en forma de adoquín que se le entrega al vencedor, anunció que jamás volvería a disputar la prueba. “La París-Roubaix es una mierda”, soltó el más grande de los ciclistas galos en la única clásica de primavera que nace y muere en territorio francés.
Otras guías de viaje ciclistas y un par de historias más
Escogiendo al mejor de la historia (el más grande de siempre en dos partes)
Propuesta de un Tour por Europa (de Oslo a Lisboa a golpe de pedal)
La desconocida fiebre del ciclismo en Eritrea (el fanatismo ciclista en el corazón de África)
Milán-San Remo (luz y color en la primavera mediterránea)
Giro de Lombardía (marrones y verdes en el otoño italiano)
Tour de Flandes (ardor y delirio ciclista en tierras belgas)