Cuando Mark Spitz ganó siete oros, escapó en helicóptero y creó una marca de bañadores
Cuando Mark Spitz apenas contaba con doce primaveras ya se entrenaba seis horas diarias en la piscina de la Escuela YMCA, en Sacramento, en la soleada California. Al acabar cada sesión su padre le esperaba en la puerta del complejo acuático al volante de su coche para llevarlo a casa. Al salir del recinto, el progenitor siempre le preguntaba por el número de calles que tenía la piscina, a lo que Mark Spitz invariablemente tenía que contestar: “Tiene seis, pero sólo en una está la del ganador, que es la mía”.
El padre de Mark Spitz era húngaro y su madre era rusa. El patriarca de la familia era de origen judío y había escapado de la Europa cainita de la primera mitad del siglo XX. El nadador del bigote, el hombre de los siete oros olímpicos, aprendió a nadar antes que a caminar. Cuando tenía 18 años ya era considerado una estrella mundial. Era muy bueno, y él lo sabía. Su arrogancia hizo que sus compañeros lo marginaran. No era hombre de muchos amigos, ni de buenas conversaciones. Cuando se clasificó para los JJ.OO de México de 1968 quisieron eliminarlo del equipo de relevos. Pero Spitz era muy bueno, y con animadversión o sin ella, tenía que estar en ese equipo. Mark Spitz logró 2 oros (en relevos), 1 plata y 1 bronce. Un triunfo para muchos, pero no para él.
Aquel chico introvertido, egocéntrico, sobrado y prepotente que siempre soltaba aquello de “para mi nadar no lo es todo, sino ganar”, había quedado en entredicho. Un chico que nunca hizo pesas y que apenas media 1’76 metros, una estatura modesta para un nadador. Pero era un diamante en bruto que sólo había que pulir. Tenía por delante cuatro años para resarcirse.
Spitz se trasladó a la otra punta del país para entrar en el programa deportivo de la Universidad de Indiana bajo las órdenes de James Counsilman, el arquetipo de entrenador-sargento de hierro. Aquel equipo de natación logró entre 1968 y 1973 seis campeonatos nacionales de Estados Unidos seguidos, hazaña que aún hoy no ha sido superada. Por supuesto Spitz era la estrella, pero era un gran conjunto en el que también estaba el español Santiago Esteva.
Mark Spitz estaba dispuesto a arrasar con todo y con todos en los JJ.OO de Múnich de 1972. Pero lo haría a su manera. En contra de la opinión de su técnico, justo antes de coger el vuelo dirección a Alemania, decidió tomarse tres semanas de vacaciones. Counsilman se cansó de llamarle vago, amenazarlo e insultarlo. Pero todo fue en vano. Spitz se presentó en Múnich fresco, o, en opinión de su entrenador, en mala forma.
Firmó siete medallas de oro con sus siete récords olímpicos. Siete. Ganó en los 100 libres, 200 libres, 100 mariposa, 200 mariposa, 400 relevo, 400 combinado y 800 relevo. Un factor hace aún más especial semejante hazaña. Todos sus oros, los siete, supusieron un nuevo récord mundial. Había destrozado los límites del ser humano. Aquel mes de agosto de 1972 Mark Spitz llegó a la Luna y se convirtió en el gran tiburón de la natación hasta que décadas más tarde apareciese un extraterrestre con aletas llamado Michael Phelps.
Además, su éxito no sólo fue deportivo. Spitz se convirtió en el ídolo olímpico por antonomasia y en mito sexual de los 70. Su poblado bigote, su sonrisa y su moreno, luciendo las siete medallas entre el pecho desnudo y el bañador ceñido de barras y estrellas, pasaron a empapelar las paredes de las jovencitas y de algún que otro jovencito.
Apenas tenía 22 años, pero fue la última vez que se zambulló para competir en una piscina. “Ya he ganado todo lo que podía ganar”, espetó. Y más si ya tenía el futuro asegurado.
Tras ganar en los 200 metros libres, en la que fue su tercera medalla de oro, Spitz se presentó en el pódium para recibir la presea con los pies desnudos y unas ‘Adidas Gazelle’ sujetadas de una mano. Conviene recordar que por entonces el falso amateurismo olímpico impedía cualquier tipo de patrocinio o remuneración en beneficio de los atletas.
Cuando los acordes del himno estadounidense comenzaron a sonar, Spitz dejó las Adidas en el suelo, pero al acabar la música volvió a recogerlas, y con ellas en la mano, se dispuso a saludar al público y a abrazar a sus compañeros en el pódium. Al cabo de unos minutos Spitz atendió a las preguntas de los medios y aseguró que las zapatillas eran suyas, que no recibía ninguna contraprestación por parte de Adidas y que si las llevaba en la mano era porque no le había dado tiempo a calzárselas.
La realidad era que Horst Dassler, hijo de Adi Dassler -fundador de Adidas- firmó un acuerdo con Spitz para que llevase las zapatillas en la mano de manera que los pantalones no las tapasen y se distinguiesen lo mejor posible. Los 70 fueron la década en las que los patrocinadores de ropa y calzado deportivo hicieron su aparición y Adidas era la empresa líder del sector. No obstante, Horst Dassler afirmaría que si escogió a Spitz no fue sólo por su categoría como deportista sino porque era el único nadador que llevaba bigote, por lo que era muy fácil de diferenciar para el público televisivo.
Según los estatutos del Comité Olímpico Internacional (COI) había motivos para sancionar y descalificar a Spitz, pero ante el éxito de sus siete medallas de oro a nadie se le pasó por la cabeza acabar con un mito por culpa de unas zapatillas. Justo un año después de aquello Dassler fundaba ‘Arena’ la marca líder en la creación de artículos de natación, waterpolo y triatlón y cuyo primer deportista de referencia fue, como no, Mark Spitz.
Pero aún existe otra intrahistoria a mayores de aquella hazaña de los siete oros. Horas después de lograr su séptima presea, el grupo terrorista ‘Septiembre Negro’ entró en la villa olímpica y tomó como rehenes a once atletas israelís. Este caso (que dará para otro artículo) acabó con un chapucero intento de rescate que se cobró un total de 17 vidas, la polémica continuación de los JJ.OO y un cambio radical en los sistemas de seguridad y control de aficionados en eventos deportivos de gran magnitud.
El caso es que el deportista más famoso de aquellos Juegos Olímpicos era judío. El Gobierno de Alemania puso un helicóptero y tres guardaespaldas a disposición de Mark Spitz, que fue sacado de Múnich en secreto para tomar de inmediato un avión que lo llevase a Inglaterra. Pasaron algo menos de 24 horas entre el asalto de los terroristas y el trágico final televisado. Cuando todo comenzó Mark Spitz dormía en su habitación de la villa olímpica. Cuando todo acabó estaba cenando en una suite de un hotel de Londres.
El posible secuestro de Spitz era causa de pánico para Alemania que estaba empeñada en usar los Juegos como muestra al mundo del poderío de su milagro económico y del lavado de cara llevado a cabo con su desnazificación. Nadie quería volver a hablar de matanza de judíos cuando apenas tres décadas antes, a unos 12 kilómetros al norte del estadio olímpico de Múnich, se situaba el campo de concentración de Dachau, donde se estima que fallecieron unas 40.000 personas.
P.D: Para los JJ.OO de Barcelona de 1992, sobrepasando la cuarentena, Mark Spitz disputó los preliminares estadounidenses sin bigote y con un bañador de la marca ‘Arena’. No logró clasificarse. Mejor. Para que clasificarse cuando para él lo único importante era ganar.