El aficionado al fútbol
¿Habrá fútbol o no habrá fútbol? Pregunta sin resolver. Calendarios que practican la trashumancia. Dirigentes que hacen equilibrismo económico. El fútbol volver, volverá. Pero volverá a puerta cerrada. Sin aficionados. Con la canícula acechando. Futbolistas encarcelados en un gran hermano del balón a los que juzgaremos como césares con el poder de un dedo de nuestra mano.
Eche o que hai.
El fútbol a puerta cerrada es como un descafeinado o como una cerveza sin alcohol. O parafraseando a Jorge Valdano es como hacer el amor con un árbol. Cuando uno ve al Brasil del 70 admira su juego, pero también admira el sol y las sombras del campo, el ambiente, el color y el calor mexicano. Cuando uno ve a la España del 2010 no puede más que palidecer ante la imagen de sillones de plásticos vacíos, negras sombras invernales y un sonido agudo e insoportable llamado vuvuzela. No es lo mismo. Como no es lo mismo una narración viva y veraz con el sonido ambiente de fondo en contraposición a que un atajo de periodistas te cuenten lo mismo que tú estás viendo desde el salón de tu casa. No es lo mismo una tribuna de prensa que el plató televisivo de una nave a las afueras de Madrid.
El sonido de una gran multitud futbolera aullando su indignación y su placer no tiene parangón. Lo que estimula ese sonido es la circulación continua de la pelota. En los deportes estadounidenses, y en buena parte de los deportes de equipo, las acciones son episódicas (o por lo menos lo eran antes del VAR). En el fútbol la acción sólo se ve parada o bien por las faltas o bien cuando el balón sale del terreno de juego. Y en los partidos importantes estos dos sucesos no hacen más que aumentar el conflicto.
El marco es simple y los cambios se observan como fogonazos a ojos del aficionado. Las jugadas se suceden. Los jugadores tienen capacidad para improvisar porque las reglas son mínimas. Si a eso añadimos los golpes, los violentos disparos que se realizan a puerta o los remates de cabeza, el resultado es fascinante. No es sólo vista. Es oído. Tenemos el sonido del balón, los jadeos fatigados, los murmullos y los gritos de los entrenadores. Quizás eso haga comprender porque un partido de fútbol es tan especial.
A veces se argumenta que el fútbol es agresivo. Los insultos, las peleas y hasta ciertas dosis de salvajismo. Los hinchas del fútbol nunca se van a parecer a los aficionados al tenis y mucho menos a los visitantes de un hipódromo. Pero tampoco es un lugar de cabezas rapadas o de sórdidos procesos judiciales. Ni es donde se juntan los borrachos del pueblo, los desgraciados que pegan a sus mujeres o los descerebrados que apenas saben sumar y restar.
Lo que sucede en el terreno de juego influye en el comportamiento del aficionado. Y ahí debemos incluir el enfado, el malhumor o la angustia. Dicen que todos los seres humanos somos capaces de asesinar en las circunstancias determinadas. Pues ocurre lo mismo en un estadio de fútbol. Todos formamos parte de la masa. El vínculo de los aficionados con su equipo es tan estrecho que reaccionan ante un lance del partido como si de una descarga eléctrica se tratase. Según el escritor Arthur Hopcraft el fútbol afecta a los aficionados del mismo modo que lo hace el alcohol; nos que induzca al ser humano a un comportamiento impropio de su carácter, lo que hace es liberarlo de la malla de control de su naturaleza interna.
Las multitudes no son monolitos idénticos, sino que se componen de distintos seres. La masa está formada por personalidades diversas. A menudo cuajan, pero según el transcurso del partido cada uno estallará en función de sus gustos y de sus personalidades. La grandeza del juego es que atrae al que se exaspera y explota en cada acción y al que ve tranquilamente el choque como si de una obra de teatro se tratase. Y las dos opciones son igualmente válidas.
Por cada aficionado que suelta los pies y los puños hay miles a los que únicamente se les descontrola la lengua.
Claro que hay gente que destroza autobuses o raja asientos. Pero como quien rompe escaparates, quema cajeros de banca o comete algún hurto en un centro comercial. Son todos pasatiempos habituales y que no tienen relación alguna con el fútbol. De hecho, ya ha quedado bastante claro que los actos de vandalismo en torno a un estadio no tienen relación con ganar, perder o empatar. Es una especie de liga de hostias entre aficiones que no tiene que ver con el partido ni con el equipo.
Resulta difícil discernir los motivos por los cuales un adolescente decente, por muy duro que haya sido su barrio, acabe dando patadas a diestro y siniestro y destrozando todo aquello que esté a su paso. En la actualidad las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado están mal vistos en todas partes. La vida en los barrios periféricos es difícil, se necesita compresión, decimos. Pero nos gusta contemplar la violencia. Lo hacemos en los libros, en el cine o en los videojuegos. Cuando la violencia surge en un estadio, todos giramos la vista intrigados e interesados. Y los medios responden con igual interés que placer.
En todo caso hoy el conflicto es residual. Antes abundaban las zonas baratas de un estadio en las que se situaban hombres rudos acostumbrados a trabajar con las manos, con la fuerza y de exuberante esfuerzo físico. Hoy los estadios tienen cómodas butacas y los obreros han sido sustituidos por trabajadores y trabajadoras de servicios, cuyo contacto con el físico se adscribe a su abono del gimnasio. El fútbol es más tranquilo porque es cultural y social. Es reflejo de su tiempo.
Pero nos estamos desviando del tema principal; el aficionado. La esencia del fútbol es el contacto. Y sin aficionados no hay contacto ¿Partidos a puerta cerrada? El clamor que acompaña a un regate es totalmente distinto al de una entrada a destiempo. Pero sin clamor no hay fútbol. Cada acción recibe del público la respuesta que le determina la naturaleza de la jugada. Sea un insulto, un aplauso o una admiración. Pero exige respuesta.
El silencio húmedo de un estadio de fútbol es aterrador, dijo Nick Hornby.
Las multitudes controlan su furia emocional a través del humor. Desde siempre se ha mentado a la madre del árbitro o se ha hablado de su ceguera. Era un tema agresivo, espontáneo. Palabras malsonantes dedicadas al portero. Lindezas de tinte homófobo dedicadas a estrellas melenudas. Bromas crueles y sutiles propias de su tiempo. Lo que antes era un clamor de la masa ante un futbolista negro, ahora pasa a ser el reducto del insulto de un puñado.
Si todos los jugadores se comportaran con decoro supongo que los aficionados también lo harían. Pero las triquiñuelas y la dureza jamás se alejarán del fútbol. Si no, no sería fútbol. El fútbol es la vida. No gana el más fuerte, gana el más listo. Por eso es el gran deporte de masas. El más sencillo, el más barato, el más simple, y el deporte de equipo donde hay más probabilidades de que gane el inferior. ¿Si los jugadores se comportaran caballerosamente también lo harían los aficionados? Suena imposible en un mundo competitivo en el que se lucha por los trofeos, pero también por los salarios más altos, las multitudes más numerosas y el chovinismo, sea local o nacional, impera en cada polo de opinión.
Para un club de fútbol sus aficionados son un activo, aunque están siendo ignorados por la tiranía de la televisión de pago. La mayoría de los clubes han mejorado sus instalaciones para acoger a sus seguidores, pero los ignoran a cambio de asociarlos a la idea de un gran club mundial. Se crea la ficción de que tienen el honor de pertenecer a un equipo que es seguido a través de los cinco continentes a cambio del pago de la mercadotecnia.
Para ese niño, o quizás para ese adulto con insaciable apetito de fútbol, la implicación con su equipo tiene que ver con una especie de deuda. Vale la pena recordar la escasa diferencia que hay entre economizar y derrochar entre las personas que constituyen el grueso de las multitudes futboleras. Esto podía llevar a comprender a los clubes de élite porque hay tanta decepción resentida y porque los de aquí cada vez dicen más aquello de “yo soy de tal equipo pero cada vez menos” mientras los de allá aumentan el número de aficionados del club sin ni siquiera haber pisado nunca el estadio.
El aficionado al fútbol no es solo un espectador. Su sudor y sus nervios están dedicados a su equipo, y el equipo puede enriquecer o empobrecer su alma. Los corrillos en la puerta de entrada de los jugadores antes de los partidos o la gente que espera hasta el final para vitorear a sus ídolos. Eso también es fútbol.
O era fútbol. Al final la historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. De lo analógico a lo digital.
“La rutina se olvida, solo existe el templo. El aficionado, el hincha, empuja la pelota. Una vez acaba el domingo el hincha es melancólico como un miércoles después de semana Santa (…) El estadio del Rey Fahd, en Arabia Saudí, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas, pero no tiene memoria ni gran cosa que decir.” Eduardo Galeano en ‘El fútbol a sol y sombra’.