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Paulino Uzcudun y el escándalo del estraperlo

En mayo de 1934 se reúnen en el hotel Ritz de Madrid los empresarios Daniel Strauss y Joachim Perlowitz con Joan Pich y Aurelio Lerroux, miembros del Partido Republicano Radical (PRR). Éste último es, además, sobrino de Alejandro Lerroux, presidente del Gobierno. La reunión obedecía a implantar en España un sistema de juego de apuestas basado en la ruleta, juego de apuestas prohibido en el medievo y que el Principado de Mónaco legalizó a mediados del siglo XIX iniciando un periodo de prosperidad en el pequeño país de la Costa Azul. Pich y Lerroux se comprometieron a gestionar la licencia, previo soborno, de un juego de casino fraudulento que daba la victoria a la casa y cuyo sistema se dio en llamar estraperlo, en un juego de palabras basado en la unión de los apellidos de los dos inventores.

Por entonces los juegos de azar estaban prohibidos en España al igual que en buena parte de Europa. La ruleta trucada del estraperlo pasaba a ser aceptada en los casinos de todo el país por los enormes beneficios que aquel ingenio iba a dar a sus promotores. Según el acuerdo, la plana mayor del PRR se llevaría un 10% de los beneficios, mientras que Alejandro Lerroux alcanzaría hasta el 25% de las mercedes. De esta forma, semanas después se constituye la sociedad explotadora del estraperlo en España que, y aquí viene lo interesante para este artículo, contará con tres socios a partes iguales; los citados Strauss y Perlowitz y el afamado boxeador Paulino Uzcudun.

Paulino Uzcudun era un mito viviente. Un vasco descomunal que desde niño había partido troncos a golpe de riñones y que prometía como aizcolari. Pero, en palabras de un cronista de la época, pronto demostró que “tenía más de árbol que de hombre”. Paulino aguantaba los golpes como un titán. Aunque en el País Vasco son frecuentes las hayas, Uzcudun se asemejaba más a un acebo, porque a su comedida altura (1,78) añadía más de 90 kilos de fuerza sobrenatural.

Uzcudun era un boxeador que no sabía boxear. Subía al cuadrilátero, recibía una hondonada de hostias y cuando el rival estaba agotado sacaba un par de heterodoxos guantazos que le daban la victoria. Como tantos boxeadores que lo fueron antes y como otros que lo serían después, Uzcudun era el boxeador tonto. El amansado. El que se subía al ring con la vitola de inútil y perdedor y acababa ganando por constancia y por echarle un par de huevos. Y como muchos antes y muchos después era el preferido del público que, como es bien sabido, siempre se alía con el más débil.

Paulino empezó a demoler hombres como quien derriba columnas de acero. Primero se convirtió en campeón de España de los pesos pesados y luego se alzó como campeón de Europa en tres ocasiones diferentes. En 1933 era el año de su asalto al título mundial. Se enfrentó a los estadounidenses Jack Delaney y Harry Willis antes de intentar la irrupción al trono que en aquel entonces tenía el italiano Primo Carnera. A pesar de que Carnera era el gran favorito solo pudo ganar a los puntos. Uzcudun aguantó una ristra de puñetazos durante los 12 asaltos sin caer al suelo ni una sola vez ganándose el respeto del público transalpino.

En 1934 Uzcudun comenzó la preparación de su segundo asalto al título mundial que tendría lugar al año siguiente ante Joe Louis. Perdería por K.O., la primera vez en toda su carrera y seguidamente anunciaría su retirada. Pero lo más relevante para nuestra historia es que en uno de esos duelos de preparación se enfrentaría en mayo de aquel año al alemán Max Schmeling en Barcelona.

Aquel combate había sido ideado por Daniel Strauss. Aunque alemán, Strauss sabía hablar español y, con chanchullos o no, estaba claro de que era un hombre de negocios. En 1929 se había celebrado en Barcelona la Exposición Universal y, como suele pasar en estas ocasiones, una vez acabada la fiesta nadie sabía qué hacer con las instalaciones. Strauss propuso crear una especie de ciudad del deporte y como muestra de buena voluntad se encargó de organizar el citado combate.

Así, entre idas y venidas, el empresario chabacano y el solícito púgil se hicieron amigos. Parece ser que el primero engatusó al segundo o sencillamente ambos se cayeron bien, pero el caso es que Strauss reveló a Uzcudun el funcionamiento del sistema del estraperlo y Paulino descubrió una forma más sencilla de ganar miles de pesetas que partirse la cara en un cuadrilátero.

Y luego, lo antes explicado.

La avaricia de los implicados iba a acabar pronto con el asunto. Rafael Salazar Alonso, alcalde de Madrid, viendo que sus compañeros de partido en el Gobierno se estaban haciendo ricos solicitó un aumento de la mordida. Al negarse los demás al chantaje, filtró información confidencial a la policía que se presentó en el Casino de San Sebastián precintando a punta de pistola las ruletas del estraperlo. Meses después sería otro ministro, en este caso Eloy Vaquero, el que haría lo propio en el de Pollença al no estar conforme con el reparto de comisiones.

Con este panorama, y al ver que los casinos eran clausurados, Strauss amenazó a Lerroux con sacar toda la verdad a la luz pública si seguían las clausuras de los casinos donde se había implantado el sistema del estraperlo. Lerroux decidió ignorar la extorsión y hacer la vista gorda, pero semanas más tarde Strauss escribía a Niceto Alcalá-Zamora, jefe del Estado, explicándole toda la verdad. El asunto rápidamente pasó a las Cortes y el 29 de octubre de 1935 Alejandro Lerroux se vio obligado a dimitir. Alcalá-Zamora tuvo que plantar al partido centrista y mirar más a su derecha, a los católicos de la CEDA, algo de lo que siempre renegó, por lo que tuvo la excusa perfecta para disolver las Cortes y anunciar unas elecciones anticipadas. El PRR, el único partido de masas que de verdad creía en la República se partió en mil pedazos en medio de un ambiente guerracivilista. Cuando en febrero del año siguiente tengan lugar las elecciones, el PRR pasará de los 102 escaños de 1933 a los 5 que logró en 1936.

¿Y Uzcudun?

Cuando el escándalo salió a la luz estaba en Nueva York preparando el combate contra Joe Louis. Al volver comunicó su retirada y se encerró en su casa, de donde sólo saldría meses más tarde para declarar en el juicio del estraperlo. Explicó que lo habían engañado, que no sabía nada de la ilegalidad de la trama y salió de rositas del asunto.

Y la gente se olvidó de él. Día sí y día también había disturbios, encarcelados o muertos en algún lugar de España. Y si Paulino Uzcudun era o no era un estafador no tenía la mayor importancia.

Y estalló la Guerra Civil. Y Uzcudun, un hombre que según decía tenía el hacha, el frontón y la iglesia como sus tres devociones, ya se sabía con qué bando iba a comulgar. Era un falangista de camisa vieja, afiliado número 785. Parece ser que miembros anarquistas estuvieron a punto de asesinarlo, pero unos militantes del Partido Nacionalista Vasco (PNV) lograron ocultarlo en un piso de Zarautz, cerca de San Sebastián.

El PNV acabaría lamentándose de dicha decisión.

Uzcudun pasó a liderar pelotones de fusilamiento en la provincia de Guipúzcoa sembrando el terror entre republicanos, nacionalistas y comunistas. Francisco Umbral decía, aunque no está verificado, que visitaba las cárceles para usar a los presos rojos como espárrines antes de ser ejecutados. Dicen, y esto sí que está demostrado, que formó parte de un comando que intentó liberar al líder falangista Primo de Rivera sin éxito de su presidio alicantino.

Al finalizar la guerra Uzcudun se estableció en Madrid y, aunque pasó los últimos años de su vida enfermo, vivió cómodamente en el barrio castizo de Chamberí hasta su fallecimiento en 1985. No obstante no gozó de todo el amor del Franquismo que esperaba recibir. Se da por probado que Uzcudun era homosexual (aunque se casó y tuvo cuatro hijos) y a pesar de su compromiso con la causa nunca fue aceptado del todo por las élites franquistas. Cuando a mediados de los 60 surja otro aizcolari vasco, rudo y fuerte llamado José Manuel Urtain sin el peso de la Guerra Civil a sus espaldas, Paulino Uzcudun pasará a ser un lejano recuerdo.

Ironías de la vida, la dictadura se sustentaría en sus inicios en un floreciente mercado negro. Unas prácticas ilegales, pero profundamente aceptadas, que se dieron a conocer con el nombre de estraperlo, palabra que desde entonces es sinónimo de chanchullo, intriga o negocio fraudulento. Así, por extensión, se denominó también estraperlo al comercio ilegal de los artículos intervenidos por el Estado franquista o sujetos a racionamiento entre 1936 y 1952. Aquello que un par de empresarios piratas, unos políticos corruptos y un boxeador pusilánime crearon en tiempos republicanos quedó asociado a los años del hambre del primer Franquismo.


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