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Los años negros de Estados Unidos (2002-2006)

Con poco más de ocho minutos para el final del partido, Mike Krzyzewski, seleccionador de Estados Unidos, solicitó un tiempo muerto. España se había colocado a dos puntos (91-89) y cabalgaba bajo una inercia positiva que amenazaba la hegemonía del trono estadounidense. Comandados por Kobe Bryant y Lebron James, los 12 jugadores de la plantilla se unieron en torno a su entrenador solícitos para recibir las últimas indicaciones. Durante dos semanas de competición y otras tantas de concentración, Krzyzewski había creado una familia dispuesta a recuperar el orgullo norteamericano. “Representamos al mejor baloncesto del mundo y al mejor país del mundo”, espetó a sus pupilos. La final de los JJ.OO de Pekín representaba una prueba de amor para el baloncesto estadounidense. Representaba pasar página y olvidar los años negros. Los años negros del baloncesto para Estados Unidos.


En 2002 el Mundial de baloncesto se disputó en Indiana, en la capital oficiosa del baloncesto de Estados Unidos. Un lugar de grandes llanuras, plantaciones de trigo y maíz y canastas en cada pueblo. Quizás no tenían un conjunto extraordinario pero Estados Unidos reunió un grupo competitivo y lleno de jugadores ‘All Star’ liderados por el héroe local Reggie Miller, el mejor triplista del mundo por aquel entonces, y jugadores como Baron Davis, Paul Pierce, Shawn Marion, Michael Finley o Ben Wallace, todos instalados en la élite de la NBA y alguno de ellos futuros campeones de la competición.


Desde que el 21 de septiembre de 1991 la selección formó por vez primera con jugadores de la NBA, lo que desde entonces pasó a ser conocido como ‘Dream Team’ encadenó 58 partidos invictos cosechando las victorias en los Juegos Olímpicos de 1992, 1996 y 2000, así como en el Mundial de 1994. Tan sólo en 1998 no consiguieron el título debido a un cierre patronal en la NBA que imposibilitó la presencia de las estrellas norteamericanas. Aunque fueron 58 partidos invictos, competición tras competición el brillo de las estrellas se fue apagando y muchos consideran solo ‘Dream Team’ al original y como mucho a la réplica de 1996. A partir de entonces disminuyó el nivel de los reclutados, pero sobre todo cambió la actitud. Los que en 1992 era una aplastante superioridad basada en el respeto al rival fue convirtiéndose en soberbia, pereza y lujuria. Era inevitable que desde que en 1992 Estados Unidos se embarcara en una estrategia para ganar y vender la superioridad de su baloncesto las distancias se acortasen. Pero con lo que no se contaba era que Estados Unidos cambiase la supremacía por la superioridad, la superioridad por la supervivencia, y la supervivencia por la sumisión.


Estados Unidos comenzó el Mundial de 2002 como de costumbre, pasando a la segunda fase arrasando a Argelia, China y Alemania antes de ingresar en una segunda ronda eliminatoria donde hicieron lo propio frente a Rusia y Nueva Zelanda. Ya clasificados para cuartos de final, los norteamericanos debían competir contra Argentina para dilucidar que selección sería la campeona del grupo.


Argentina, que en los 50 había sido potencia mundial, había bajado hasta las catacumbas del baloncesto hasta que a finales de los 90 germinaron una serie de jugadores comandados por Luis Scola, Fabricio Oberto, Andres Nocioni y especialmente Emmanuel Ginobili. En un pabellón semivacío y ante la indiferencia del público local, un vendaval de determinación y juego esplendoroso pasó por el Conseco Fieldhouse de Indianápolis. Sin prejuicios y con descaro, Argentina pasó por encima de los atónitos NBA’s y llegaron a ponerse con 18 puntos de ventaja antes del descanso. La incredulidad era más acusada en los rostros argentinos que en los norteamericanos. Cada vez que Argentina recibía una canasta en contra el pesimismo y el pavor se apoderaba del banquillo albiceleste que temblaba cuando la ventaja bajaba de 10 puntos. Sólo a falta de un minuto, tras una bandeja de Pepe Sánchez, Argentina y el mundo baloncestístico creyeron como Santo Tomás y contemplaron la proeza conseguida (80-87).



200 aficionados argentinos, la mayoría barras bravas, festejaron la victoria tirando papelitos sobre la pista del pabellón como si de la Bombonera se tratase. “El baloncesto nunca más volverá a ser el mismo” tituló ‘ESPN’. “Una derrota inevitable”, según ‘The New York Times’. “Argentina destroza el mito” endosó `USA Today’.


El mito había muerto. Los cimientos se habían movido. Pero no en Estados Unidos. No era un partido trascendental. Daba igual ganar o perder. Sólo era un choque para saber quién sería campeón de grupo. George Karl, seleccionador yanqui, que antes del torneo dijo a los medios que eran los mejores, admitía en la rueda de prensa postpartido que “el mundo ha llegado al nivel de la NBA”. Pero no era una eliminatoria. Estados Unidos no iba a perder un partido a vida o muerte.


La inesperada derrota provocó que el rival en cuartos de final de Estados Unidos fuese Yugoslavia. Era la final anticipada. La última gran generación yugoslava (ya entonces sólo Serbia y Montenegro) era la vigente campeona mundial. Si había algún equipo que podría plantarle cara a los NBA era el yugoslavo y si algún equipo tenía tanto ego, tanta confianza y al menos tanta soberbia como el estadounidense, ese era el yugoslavo. Y la victoria de Argentina les dio un plus de confianza. Les permitió saber que se podía hacer.


El partido fue igualado desde el comienzo, pero siempre dio la sensación de que Estados Unidos jugaba con el freno de mano puesto. Paul Pierce llevaba el mando de las operaciones y Wallace y O’Neal controlaban el rebote. Un parcial de 12-22 puso a Estados Unidos con 10 de ventaja al inicio del último cuarto y pareció finiquitar el partido. Sin embargo, Yugoslavia hizo un último cuarto rozando la perfección. Y lo hizo a través de tres jugadores de ensueño que no tenían nada que envidiar a los archiconocidos de enfrente. Pero sobre todo lo hizo a través de un arma tan sencilla como básica, tan mortífera como fácil de ejecutar. El ‘pick and roll’. El divide y vencerás.


En la NBA, donde la defensa en zona con ayudas está sancionada y donde el juego posicional se basa en el uno contra el uno, el ‘pick and roll’ es una jugada del pasado. Por entonces, sólo los Utah Jazz de los veteranísimos John Stockton y Karl Malone basaban sus éxitos en esa sencilla acción de ataque. Estados Unidos iba a pagar cara su falta de preparación y su soberbia sobre los fundamentos del juego.


El ‘pick and roll’ se inicia con el base moviendo el balón en la parte alta de la zona (Dejan Bodiroga) mientras solicita la ayuda al pívot, generalmente el jugador más alto del equipo (Vlade Divac) que establece una pantalla para efectuar un bloqueo en el camino del defensor. Entonces el base cambia de dirección. Lo normal es que el defensor del hombre alto acuda a cubrirlo, por lo que pasa el balón a su compañero que tiene vía libre para anotar con facilidad. Si la defensa rival es buena y el cambio defensivo se hace correctamente, el pívot opta por abrir el balón a la línea exterior desde donde el hombre abierto (Pedja Stojakovic) puede anotar de tres con facilidad. Un ‘pick and roll’ bien ejecutado es la base del baloncesto 3×3, del trabajo en equipo, y si el base es agresivo y con buena visión de juego es causa de éxito asegurado.


Durante diez minutos, durante una y otra vez, Bodiroga, Stojakovic y Divac martillearon el aro rival ante la impotencia estadounidense. Ni desde el banquillo ni desde la pista se obtuvieron respuestas para una fórmula que se enseña en las escuelas de baloncesto. Yugoslavia anotó 29 puntos en el último cuarto y se llevó la victoria por 78-81. Ahora si el mito de la imbatibilidad de Estados Unidos había fenecido inexorablemente.


Estados Unidos aún tuvo tiempo de poner un clavo más en su ataúd al perder su tercer partido del torneo ante España en el duelo por el 5º puesto. Ese encuentro de perdedores, un sinsentido de la FIBA, sirvió para que España lograse una victoria histórica (75-81). Durante dos semanas Estados Unidos acusó su falta de profesionalidad y humildad. Sobrevaloraron su ventaja física, su calidad y su capacidad atlética frente a la inteligencia táctica, el esfuerzo y el compañerismo. Fueron humillados y abandonados en su propia casa, en la ciudad considerada la cuna del baloncesto purista.


—JUEGOS OLÍMPICOS DE ATENAS 2004—


A pesar de la hecatombe de 2002 en Estados Unidos no se temía una repetición para los JJ.OO de Atenas de 2004. Al ganador de la NBA se le reconoce como el mejor equipo del mundo. Traducido al román paladino significa que todas las competiciones que traspasan las fronteras estadounidenses no tienen trascendencia alguna. Salvo una. Los Juegos Olímpicos. Es la única competición fuera de la NBA que es admirada y respetada para los yanquis.


Para 2004, y a pesar de las ausencias de Kobe Bryant y Shaquille O’Neal, Estados Unidos conformó un quinteto de ensueño con Allen Iverson, Stephen Marbury, Richard Jefferson, Lamar Odom y Tim Duncan, quizás el mejor jugador del momento. Contaban también con los jovencísimos Carmelo Anthony, Dwyane Wade y Lebron James, tres chicos llamados a liderar el baloncesto internacional. Y en el banquillo estaba Larry Brown, reciente ganador de la NBA, campeón olímpico como jugador en 1964, conocedor del baloncesto internacional y especialista en el juego posicional típico de los europeos en contraprestación a las defensas a media pista y las transiciones rápidas propias de la NBA.


La vergüenza fue mayúscula.


Había dos grupos de competición y Estados Unidos partía como el favorito del segundo de ellos. Sólo Lituania podría causarle algún apuro a aquella pléyade de estrellas. El primer partido era contra Puerto Rico. El país boricua es un Estado Libre Asociado que mantiene su autonomía de los Estados Unidos en la forma, pero que está bajo control del Congreso norteamericano. Que una cuasi colonia pudiese no sólo ganar sino competir contra el autoproclamado mejor país del mundo se antojaba irrisorio.
Con un estilo de juego basado en el lanzamiento tras carrera y el uno contra uno a imagen y semejanza de sus mayores, Puerto Rico destrozó a Estados Unidos (73-92) en una paliza, que con permiso de la hazaña de Argentina dos años atrás, es la sorpresa más grande en la historia del baloncesto contemporáneo. Los héroes boricuas fueron dos jornaleros de la canasta llamados Larry Ayuso y Carlos Arroyo. Ese mismo equipo puertorriqueño había caído por 50 puntos ante España en un amistoso unas semanas atrás.


Las estrellas de la NBA, como de costumbre, no se alojaban en la Villa Olímpica. Lo hacían en el Queen Mary II atracado en el puerto ateniense de El Pireo. Era una tradición que se remontaba a los Juegos Olímpicos de Barcelona y que permitía el anonimato y la relajación de costumbres. Según se cuenta, en Atenas no hubo fiesta alguna sobre las aguas. Fue un golpe durísimo del que nunca se repusieron.


Ganaron a la anfitriona Grecia con dificultad (77-71), luego a Australia (89-79) y volvieron a perder contra Lituania (90-94). A diferencia de lo ocurrido contra Puerto Rico, Estados Unidos completó un buen partido ante los lituanos. Liderados por Allen Iverson y Tim Duncan, apretaron en defensa, cortaron las líneas de pase y corrieron el contraataque, pero se vieron superados por un rival que sencillamente fue superior. A la arrogancia y a la vanidad típica de los yanquis hubo que sumar una asombrosa fragilidad en el lanzamiento de tres (31% en los JJ.OO), faceta en la que el resto del mundo se había especializado ante la incompatibilidad de competir contra la exuberancia física norteamericana en la búsqueda del rebote y en las posiciones interiores.


Esta serie de resultados hizo que Estados Unidos acabase en última posición de su grupo y tuviese que enfrentarse con el primero del otro grupo, España. La selección española había empezado el torneo como un tiro y por resultados y prestaciones partía con un cuerpo de ventaja. En cualquier circunstancia sería la favorita para la victoria, salvo si enfrente no estuviese Estados Unidos. Y Estados Unidos tenía la línea de flotación tocada, pero no estaba hundido.


España defendió en zona, evitó los pases arriesgados que provocasen contraataques y cerró el rebote defensivo, pero perdió. Aquellas estrellas que no sabían tirar triples, resucitaron cuando tenían que hacerlo. Lebron James hizo el mejor partido del campeonato y Stephon Marbury que llevaba un 2/16 en triples en el torneo acabó el choque contra España con un 6/9. Estados Unidos ganó por 102-94 y se clasificó para semifinales.


Esto eran los Juegos Olímpicos, el único torneo importante, y aquí no había hueco para el fracaso. No había lugar para la derrota. Pero como dos años antes la derrota fue harto dolorosa. Y como dos años atrás el verdugo fue Argentina.


Como si de un tango se tratase, Argentina volvió a bailar a su rival al igual que había hecho en Indianápolis. La diferencia es que ahora todo el mundo se lo creyó. Ya no hubo respeto. Además de juego colectivo, solidaridad y acierto exterior, en esta ocasión Argentina aplicó el juego duro. Adiós al acatamiento. Se acabó el desprecio. Hubo muchos golpes y muchos encontronazos, y en todos salió ganando la albiceleste. Manu Ginobili con 29 puntos demostró a su amigo Tim Duncan porque era uno de los mejores jugadores del planeta y Argentina se clasificó para la final en busca del oro (81-89).


Estados Unidos salvó la honrilla ganando la medalla de bronce ante Lituania (104-96), pero el ‘Dream Team’ había fenecido definitivamente. El equipo olímpico estadounidense de 2004 pasaría a la historia no como el equipo de ensueño, sino como el equipo pesadilla (‘Nightmare Dream’).


—LA REDENCIÓN—


El día después del punto y final a la catástrofe en que se había convertido la selección estadounidense, Jerry Colangelo asumió el mando de la federación de baloncesto y meses después ofreció el cargo de seleccionador nacional a Mike Krzyzewski. ‘Coach K’ era un genuino patriota. Había estudiado en la academia militar de West Point y llevaba 25 años dirigiendo a la Universidad de Duke, el proyecto de baloncesto universitario más afamado del país. Ambos tomaron una decisión trascendental. El que quisiera jugar en la selección debía comprometerse a cumplir tres años consecutivos cubriendo un ciclo olímpico y mundialista. Así los jugadores formarían un grupo de compañeros, de amigos, y se podría trabajar con tiempo en formaciones tácticas.


La renovada selección norteamericana se presentó con nuevos bríos al Mundial de Japón de 2006. Sólo Kobe Bryant por culpa de una lesión se perdió la cita. De los demás estaban todos. Chris Paul, Dwyane Wade, Lebron James, Carmelo Anthony, Dwight Howard o Joe Johnson. Y no solo eran estrellas, eran estrellas comprometidas.


Esta vez sí. Estados Unidos ganó los cinco partidos de la primera fase y lo hizo con solvencia, incluyendo una cumplida venganza ante Puerto Rico y dos victorias convincentes ante las competitivas Italia y Eslovenia. En octavos de final apalearon por 40 puntos a Australia y en cuartos a Alemania por 20 de diferencia. Tocaba Grecia en semifinales antes de enfrentarse en la final al ganador del duelo entre Argentina y España. Por razones obvias había un notable deseo de que el ganador fuese Argentina. Pero antes tocaba la correosa selección griega.


Ya Alemania había hecho sudar a Estados Unidos durante media parte al establecer una defensa zonal, pero los alemanes, por mucho que tiraran de Nowitzki, no tenían talento suficiente para plantarles cara. Pero Grecia iba a dejar al descubierto todas las vergüenzas norteamericanas. Falta de rigor, incapacidad para aprender y, sobretodo, despreció por el juego colectivo. Cada uno por su cuenta eran oro, todos juntos eran paja.


Grecia planteó el partido con ambición, trabajo e inteligencia. Perdió el primer cuarto con cierta claridad, hasta que salió a la cancha Theo Papaloukas. El base griego gustaba de empezar los partidos desde el banquillo para analizar las virtudes y defectos del rival. Grecia contaba también con Sofoklis Schortsianitis, un pívot de 160 kilos de peso que era el único capaz de competir físicamente y tirar al suelo a Howard y a las demás bestias de la NBA. Y Papaloukas vio el filón.


Una y otra vez, y como hiciera Yugoslavia en 2002, Grecia empleó el ‘pick and roll’ en todos y cada uno de sus ataques. Papaloukas (12 asistencias) botaba el balón, Schorsianitis (14 puntos con 6/7 en tiros) subía a la parte de la zona a bloquear, y si la continuación del bloqueo fallaba el balón se abría a Spanoulis (22 puntos) que desde fuera martilleaba a Estados Unidos. Grecia ganó el choque (95-101) y los jugadores de Estados Unidos enfilaron el túnel de vestuarios sin acercarse a felicitar a los helenos. Las estrellas de la NBA fracasaban por tercera vez consecutiva y en el corrillo formado por los periodistas la frase que más se escuchaba era “estos tíos son muy buenos pero no saben jugar al baloncesto”.



El tiempo muerto finalizó y Krzyzewski dirigió su mirada hacia Kobe Bryant. La estrella de los Lakers se había comprometido a jugar para su país en los Juegos de Pekín de 2008 y llevaba la voz cantante del ‘Redeem Team’ (equipo de la redención). Bryant le había dicho a sus compañeros que quizás no fuesen un ‘Dream Team’, pero que podían ser el mejor equipo defensivo de la historia del baloncesto. Durante todo el torneo, uno de los más grandes anotadores de la historia se había olvidado de anotar y se había centrado en defender a la estrella rival. Durante los ocho minutos de final que restaban ante España, y con el citado 91-89 en el electrónico, Estados Unidos dio una exhibición de compañerismo, compromiso y defensa como nunca antes se había visto. Y cuando España más apretaba, Bryant dejó la defensa a un lado y se sacó un par de triples imposibles demostrando que el talento no está reñido con el sacrificio. Estados Unidos derrotó a España por 118-107 y se llevó la medalla de oro poniendo fin a los años negros de su baloncesto. Desde entonces, desde aquel mes de agosto de 2008, la imbatibilidad norteamericana vuelve a ser inexpugnable.


“Si perdemos un partido sólo, aunque ganemos el oro, nuestros compañeros de la NBA no nos miraran más a la cara”. Paul Pierce (10 veces All-Star de la NBA) en declaraciones a la prensa el día antes de la inauguración del Mundial de 2002.


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