Templos del fútbol (4ª parte y final. Wembley y Maracaná)
Si alguien ha tenido la paciencia, fuese por gusto o por convicción, de leer u hojear los tres anteriores artículos que versaban sobre los estadios de fútbol de ayer y de hoy y su significado en la arquitectura y en la sociedad contemporánea, debería haber notado que hay dos de ellos que no han sido reseñados. Cualquiera que se considere un buen aficionado se habrá percatado de que los dos grandes templos de ambos hemisferios han sido omitidos.
Al norte de este planeta está el más grande templo futbolístico de la antigüedad; que no es otro que Wembley. Sí, es cierto, Wembley sigue en pié. Pero es uno nuevo. No es Wembley. Lleva el mismo nombre y está en el mismo barrio londinense. Pero no es el mismo estadio. Por otra parte, en el hemisferio sur está el más grande santuario futbolístico aún en pie; Maracaná. Quizás el lugar con mayor aroma de fútbol y con mayor significado para un pueblo.
WEMBLEY (Londres. 1923-2002): Basta el nombre para evocar el mito. Un templo del fútbol mundial lleno de encanto, de desafíos legendarios disputados a la sombra de aquellas 39 gradas que llevan al palco real, para entrar por derecho propio en la historia del balompié. Ganar en Wembley no es como ganar en cualquier otro lugar. Es el estadio donde sólo juega la selección inglesa y donde se disputan la final de la F.A.Cup amén de alguna que otra final europea, siempre bajo la atenta mirada de la realeza británica. Es por eso que el Real Madrid, a pesar de su basta historia, nunca ha jugado en Wembley, por lo menos en el viejo Wembley.
Y es que en una decisión incomprensible se decidió demoler este símbolo del fútbol para edificar uno nuevo a escasas yardas. Un símbolo que nació de pie.
La leyenda prorrumpió en su primer encuentro. En la primera final copera del nuevo estadio. Se estima que en abril de 1923 acudieron unas 200.000 personas a presenciar el encuentro entre el Bolton Wanderers y el West Ham. Se sobrepasaba con más del doble la capacidad del campo y la gente saltó todas las barreras ocupando incluso el terreno de juego. Un policía a lomos de un caballo blanco, de nombre Billy, se colocó en el centro del campo y empezó a dar vueltas formando círculos cada vez de mayor diámetro. Poco a poco la gente se fue apelotonando fuera de las líneas del campo y se permitió que 130.000 de aquellos valientes presenciarán una final que pasó a la historia como la ‘The White horses final’ (la final del caballo blanco).
El estadio de Wembley (nombre de la villa al norte de Londres que lo acoge), se llamaba realmente Empire y fue construido con motivo de la Exposición del Imperio Británico de 1924 bajo orden de los arquitectos John Simpson y Maxwell Ayerton. El conjunto resultante fue una imponente cubierta y un único anillo de gradas con algo más de 100.000 espectadores, y, lo más extraordinario, con la mitad de ellos sentados, algo inaudito por aquel entonces. El exterior refleja la suntuosidad del proyecto con las fachadas de estilo victoriano y las dos torres blancas gemelas de 38 metros de alto que dan la bienvenida a la entrada principal. Esa majestuosidad lo ha diferenciado siempre del resto de estadios ingleses caracterizados por una arquitectura básica, integrada en el entorno y poco llamativa.
Wembley también era de leyenda por su pista de atletismo y por el encadenamiento de las gradas que daban continuidad al perímetro. Es decir, visualmente parecía que las gradas estaban próximas al césped a pesar de la separación creada con las ocho calles de tartán. En Wembley se celebraron los Juegos Olímpicos de 1948, cinco finales de la Copa de Europa y el evento más importante de la historia del fútbol inglés, la victoria ante Alemania por 4-2 en la final del Mundial de 1966. Pero quizás el hecho más selecto fuese la derrota de la selección inglesa ante la húngara por 3-6 en 1953 en el denominado “partido del siglo”. A raíz de aquella derrota se creó la Copa de Europa y la Eurocopa y los conjuntos británicos abandonaron definitivamente su aislacionismo y admitieron que su supuesta superioridad era inexistente.
El 7 de octubre de 2000 el estadio se despidió con una derrota inglesa ante la selección alemana. Dos años después comenzó la demolición. El nuevo estadio, de más de 90.000 espectadores, incorpora un arco de 113 metros que pretende igualar en misticismo a las dos torres blancas. ¿Qué hubiese costado haberlas mantenido? ¿Modernizar en vez de destruir? ¿O trasladar esas torres a un nuevo estadio? Eso sí, por lo menos han mantenido los mismo 39 escalones del viejo Wembley para llegar al palco real. El hilo conductor de un estadio que no debería haber dejado nunca de existir.
MARIO FILHO ‘MARACANÁ’ (Rio de Janeiro. 1950-): Maracaná es Brasil. La imagen de Brasil son las playas de Copacabana, el Carnaval de Río y el coloso de cemento. La unión de los brasileños con el fútbol es la conexión entre negros y blancos. En un mundo dominado por los blancos, los negros debían adaptarse a sus costumbres y hábitos si querían progresar en la sociedad. El fútbol permitió una unión de razas, pero la forma de jugar era muy distinta. Los chicos blancos jugaban de forma académica al estilo aprendido a través de los comerciantes ingleses. Los chicos negros jugaban saltando, sonriendo y bailando, incorporando al fútbol el baile aborigen de la capoeira. Al igual que ocurrió con el baloncesto en Estados Unidos, la forma de jugar de los negros fue vilipendiada, especialmente tras el Maracanazo. Pelé y los triunfos de la ‘canarinha’ en los Mundiales sirvieron de acicate para cohesionar al pueblo brasileño y para definirlo en una forma de jugar característica. Hoy el fútbol es global, pero entonces en Maracaná se dibujaba un fútbol de pobres que paladeaba la fortuna y el poder a través de la simbiosis de dos estirpes en un mismo estadio.
La edificación de un estadio con 170.000 asientos (en la final del Mundial de 1950 dicen que hubo más de 250.000) en el corazón de Rio de Janeiro fue idea de Eurico Gaspar Dutra, presidente de Brasil, pero fue profusamente elogiada por el periodista deportivo Mario Filho, en honor a quien están dedicadas unas instalaciones popularmente conocidas como Maracaná, por el nombre de un pequeño arroyo que circula por la zona y que también da nombre a un papagayo típico de Brasil. La historia de este estadio está ligada al 16 de julio de 1950 cuando Brasil y Uruguay se enfrentaron por el título de campeón del mundo. La historia es archiconocida y no merece la pena extenderse. Después de una liguilla final entre cuatro equipos (no había final) a los brasileños les llegaba con un empate. El título se daba por hecho e incluso Brasil se adelantó en el marcador. Dos goles uruguayos, el último de Ghiggia a diez minutos del final, dieron el título a los albicelestes y desencadenó en los brasileños la depuración, la desesperación, los suicidios (si, no estoy exagerando) y una herida que nunca ha sido cerrada llamada ‘Maracanazo’.
A pesar de que hoy el aforo es netamente inferior, sigue siendo un estadio imponente gracias a su forma elíptica casi circular. Destacan sobre manera las dos rampas exteriores a ambos lados que proporcionan una rápida forma de evacuación. Desde las afueras del parque de Maracaná da la sensación de que te adentras en una nave espacial. La atmosfera siempre alegre y calurosa ha sido compartida tanto por el Botafogo, como por el Flamengo y el Fluminense. Pero sobre todo por la selección brasileña. En Maracaná tuvo lugar el gol 1.000 de la carrera de Pelé en un encuentro entre el Santos y el Vasco da Gama.
En 1999 tuvo lugar una primera reforma que redujo de 140.000 a 100.000 el número de asientos. Las normas de confort y seguridad dejaron el estadio en 80.000 espectadores para el Mundial de 2014, aun siendo inmenso, muy lejos de lo que llegó a ser. Actualmente la visibilidad y la inclinación de las gradas son más acusadas y se construyó un sistema energético basado en la energía solar. También cuenta con un paseo de la fama al estilo hollywoodiense donde los grandes del fútbol carioca y mundial dejan sus huellas para la posteridad. Para ese Mundial se esperaba que Brasil borrara para siempre el recuerdo de 1950, pero una clamorosa derrota por 1-7 ante Alemania en semifinales sigue perpetuando el maleficio. Afortunadamente semejante tropiezo se produjo en el estadio Mineirao de Belo Horizonte y Maracaná y Rio de Janeiro se vieron aislados de una tragedia conocida como el ‘Mineirazo’.