La revolución feminista de Suzanne Lenglen
El llamado techo de cristal se está resquebrajando a pasos agigantados. En pocos sitios esa grieta es tan vasta como en el deporte. La importancia de las mujeres deportistas en unos Juegos Olímpicos no tiene nada que envidiar a la expresada hacia los hombres. Los patrocinadores advierten como invertir en competiciones femeninas es sinónimo de aceptación popular. Las ligas de fútbol, balonmano o baloncesto forman parte de la agenda de los medios con mayor asiduidad. Es un triunfo de la mujer.
Un arduo triunfo que tiene su base en las pioneras. La pionera no es la mejor, pero si la que debe ser recordada y reverenciada. Es aquella que fue la primera en sacar los codos y estirar el cuello. Es aquella que consiguió lograr lo prohibido. Revolución feminista. Pioneras hay muchas. En España surgen rápido en cualquier conversación nombres como los de Blanca Fernández Ochoa, Lydia Valentín o Carolina Marín. A nivel mundial son pioneras Annika Sorenstam (golf), Alice Coachman (atletismo) o Lucy Harris (baloncesto).
Si hay un deporte donde se le ha dado popularidad a la mujer desde hace décadas ese es el tenis. Pero no siempre fue así. Existe una mujer que se puede considerar pionera, pero no únicamente como pionera con la raqueta. Es la primera deportista que fue ídolo de masas, que superó en relevancia y notoriedad a los hombres, que fue un referente para niños y niñas de todo el mundo y que fue respetada por políticos, hombres de negocios y por la jet-set de su tiempo. Se trata de Suzanne Lenglen y su particular revolución feminista.
Lenglen vino al mundo cuando el siglo XIX estaba a punto de fenecer. Era una niña parisina acomodada. La empresa de transportes de la familia había sustituido los caballos por el coche a motor y se presagiaba un futuro esplendoroso. Sin embargo, Suzanne se pasaba las semanas en la cama aquejada de diversas dolencias de índole respiratorio. El padre de Suzanne, un hombre de mundo, decidió comprarle una raqueta a su hija alentándole de los beneficios del deporte y en contra de las recomendaciones de reposo de los médicos. Habilitó una pista en la mansión de la casa familiar y colocaba en la otra punta palos de madera a los que Suzanne tenía que acertar desde el otro lado de la cancha. Con 15 años recién cumplidos, Suzanne era una muchacha fuerte y sana que ganaba contra pronóstico Roland Garros.
Conquistó la final en tres sets y al mes siguiente estalló la I Guerra Mundial. En ese interludio bélico de cinco años Suzanne pasaría de ser una niña a una mujer.
Después de más de 20 millones de muertos el mundo que surgió tras el fin de la guerra no podía ser el mismo. Las mujeres estaban en lucha por la consecución del derecho al voto y, tras haber salido de la cocina de su hogar para mantener en pie la economía de sus países durante el conflicto, no estaban dispuestas a dar marcha atrás. Cuando en el verano de 1919 se vuelve a poner en marcha el torneo de Wimbledon nada es ya lo mismo.
Lenglen apareció en las pistas del ‘All England Club’ con una cinta en la cabeza, un vestido en el que dejaba los hombros al descubierto y las pantorrillas al aire. El escándalo fue inmenso. Hasta ese momento las tenistas jugaban con un vestido que les tapaba todo el cuerpo, a excepción de los tobillos, y la mayoría saltaban a la pista con sombrero. Los jueces se miraron incrédulos sin saber qué hacer. Las normas de Wimbledon tan sólo especificaban que las tenistas tenían que jugar de blanco impoluto. Suzanne cumplía con las norma, por lo que no les quedó más remedio que aceptar lo evidente.
La sorpresa se convirtió en estupor cuando, en un descanso para el cambio de set, Suzanne se sentó en el banco y sacó de su bolsa de deportes una botella de coñac, se pegó un par de lingotazos y volvió a la pista. Eso fue el terremoto total. La gente comenzó a cuchichear y la fama de Suzanne subió como la espuma.
Pero claro, nada de esto importaría si no fuese una buena tenista. Y lo era. Según las crónicas se movía en la pista cual mariposa. De pequeña además de tenis había practicado ballet y dado que era bajita parecía que jugueteaba flotando en el aire. Consiguió llegar a la final y derrotar a la británica Dorothea Douglass en la que durante muchos años fue considerada la gran final de todos los tiempos (10-8; 4-6; 9-7). A pesar de que su rival era inglesa, el público londinense dio una sonora ovación a Lenglen al término del choque. Fue la primera vez en su vida que jugaba un torneo sobre hierba. Su leyenda había comenzado.
A partir de entonces todos los torneos se desvivieron para tener a Suzanne en su cuadro de participantes. Los niños y las niñas esperaban al término de los partidos para pedirle un autógrafo, un recuerdo o simplemente para saludarla. Era un ídolo de masas en todo el mundo, pero especialmente en Francia. Los galos, masacrados por la guerra, necesitaban algo a lo que aferrarse y Suzanne era un cúmulo de alegrías constantes suscitando, por supuesto, la envidia de los deportistas masculinos.
Amiga del modisto Jean Patou, abanderó el llamado movimiento ‘flapper’ con el que las mujeres reivindicaban su independencia a través de una ruptura con el vestuario tradicional. Suzanne aparecía siempre con el pelo corto, blusas sin mangas y chaquetas de punto. Aflora en traje de baño en revistas de moda como Vogue. ‘Le divin’ (la divina), como fue bautizada por la prensa francesa, era un torbellino dentro y fuera de la pista. En la década de 1920 llegó a contar con una línea de zapatillas con su nombre y por supuesto era perseguida por la prensa rosa en busca de romances. Que los tenía. Y a pares. En los torneos menores exigía jugar sus partidos en horario vespertino y así poder salir a bailar y a beber hasta altas horas de la madrugada.
Suzanne ganó dos medallas de oro (individual y dobles mixtos) y una de bronce (dobles femeninos) en los Juegos Olímpicos de Amberes. Triunfó en Wimbledon cinco años seguidos (1919, 1920, 1921, 1922 y 1923) y durante tres años hizo doblete con Roland Garros (1921, 1922, 1923). Acumuló 181 partidos consecutivos sin perder. Era tan digna y competitiva que obligó a cambiar las reglas. Hasta 1920 la vigente campeona de Wimbledon pasaba directamente a la final. Lenglen se negó en rotundo y exigió disputar todas las rondas de aquella edición. A partir de entonces la regla fue abolida.
Nunca triunfó en Estados Unidos. En 1921 hizo un pesado viaje en barco hasta el otro lado del Atlántico para jugar una serie de partidos propagandísticos y recaudar fondos para la reconstrucción de Francia. Por el camino contrajo la tosferina y cuando le propusieron jugar el Open de Estados Unidos no le quedó más remedio que aceptar por imperativo de la Federación Francesa de Tenis. Se tuvo que retirar en segunda ronda con fuertes dolores. El público estadounidense la despidió con abucheos mientras la prensa norteamericana la llamaba “niña consentida”.
La salud de Suzanne, ya de por si débil (también padecía de migrañas crónicas), no llegó nunca a recuperarse del todo de aquel episodio. En 1924 no logra ningún Grand Slam, pero se rehace en 1925 para volver a lograr el doblete Roland Garros-Wimbledon. Al año siguiente vuelve a vencer en el torneo parisino y, como era menester, decide celebrarlo a lo grande.
Al mes siguiente, durante la celebración del torneo de Wimbledon, Suzanne no se encuentra bien. La vida nocturna y su mala salud no son buenas compañeras. Cuando iba a disputar un partido de tercera ronda se encontraba tan indispuesta que llegó una hora tarde a la pista. La mala suerte para ella es que en la tribuna estaba la reina María de Inglaterra deseosa de verla en acción. Al llegar al estadio Lenglen comunicó que no estaba en condiciones de jugar, se desmayó y se tuvo que retirar del torneo. Por primera vez fue abucheada en Londres y recibió sonoras críticas. Incluso el Gobierno de Francia le exigió que se disculpase públicamente. Así, entre rabiosa y avergonzada, Lenglen decidió retirarse y emigrar a Estados Unidos para disputar lucrativos partidos de exhibición. Tenía tan sólo 27 años.
A partir de entonces se le consideró una suerte de proscrita en Europa. Eso no haría más que aumentar su rebeldía. Y en Estados Unidos encontró el país ideal para sus propósitos. En 1928 disputó cerca de 40 partidos de exhibición con los que ganó 75.000 dólares, una cifra desorbitada para la época. Era la primera mujer que vivía, y se hacía inmensamente rica, gracias al deporte.
En Estados Unidos se carisma y su ‘glamour’ la convertirán en una asidua de los estudios hollywoodienses. Aparecerá en anuncios publicitarios y tendrá breves papeles en películas. Entabló profunda amistad con el matrimonio de Douglas Fairbank y Mary Pickford, el más famoso en el mundo del celuloide de la época.
A los 35 decide dejar la raqueta y vuelve a Paris para montar una escuela de tenis (que hoy es la residencia oficial de cientos de niños y niñas que sueñan con ser profesionales) y escribir varios libros de iniciación al tenis. Por desgracia, en junio de 1938 anuncia que padece de leucemia. De aquella no había trasplante de médula ni Fundación Carreras, por lo que al mes siguiente fallece en su casa a los 38 años de edad. Su funeral en Notre Dame fue apoteósico y su traslado al cementerio parisino de Saint Ouen estuvo seguido de miles de compatriotas.
Después de que Lenglen rompiese las convenciones, en la década de 1930 se dieron nuevos pasos revolucionarios para la mujer. En 1931 la española Lili Álvarez compitió en Roland Garros con una suerte de falda-pantalón y un par de años después Eileen Bennett se atrevió a llevar un pantalón de hombre en Wimbledon.
Hoy, como no podía ser de otro modo, una estatua de Suzanne con la falda al aire, la cinta en la cabeza y a punto de finiquitar un juego con su implacable revés irradia la entrada de la pista de Roland Garros bautizada con su nombre.