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Fútbol postnacional

Hace apenas dos siglos las relaciones culturales entre individuos se adscribían al ámbito local. Realmente se podría reducir este periodo hasta hace apenas 70 años, porque si bien es cierto que la revolución de los transportes benefició el movimiento en la sociedad urbana y capitalista occidental, la inmensa mayoría del orbe (incluida la población campesina y obrera de Europa) seguía relacionándose con sus vecinos y con villas limítrofes. La vida de un ser humano tipo transcurría en el mismo sitio en el que nacía.

Pero fue a inicios del siglo XIX cuando el asentamiento del Estado-nación desarrolló una organización política basada en la centralización administrativa, fiscal y ejecutiva, fomentando el beneficio del ciudadano y, a su vez, promoviendo la concienciación del mismo con el Estado a través de la educación de masas. El despliegue del sistema posibilitó la difusión de una identidad y cultura nacionales.

Junto a otros deportes, el surgimiento del fútbol fue contemporáneo al asentamiento del Estado-nación. El fútbol, primero entre aldeas, barrios o villas, y después entre ciudades y naciones, sirvió, y sirve, para exponer las propias identidades y las supuestas fortalezas en una especie de lucha imaginaria.

No es casualidad que, a pesar de surgir en las élites universitarias de Inglaterra, el fútbol se convirtiera en fenómeno de masas mundial al ser engullido por los inmigrantes y las clases bajas de las ciudades. Muchos desarraigados de los suburbios vieron en el fútbol la mejor forma de encaje y pertenencia a una sociedad por el simple hecho de defender una camiseta y un escudo. El fútbol contribuyó a dar un nuevo equilibrio a las sociedades industriales y postindustriales.

Así pues, el fútbol (y con menor o mayor rapidez todos los deportes) se organizó a imagen y semejanza del Estado-nación para más tarde aglutinarse en una federación internacional (FIFA y similares). Tras la II Guerra Mundial, el deporte se convirtió definitivamente en un espectáculo de masas donde se enfrentaban personas y equipos que simbolizaban los Estados-nación.

Para llevar a cabo esta simbiosis, los Estado-nación hicieron uso de los medios de comunicación. La radio y la televisión (especialmente esta última) se convirtieron en básicos para trasladar los éxitos nacionales a los ciudadanos. Los medios se encargaron de mitificar a los deportistas a través de un discurso épico en el que a menudo se utilizaban adjetivos y comparaciones frecuentes con los hechos gloriosos de la nación y en el que el lenguaje bélico formaba parte de la rutina diaria.

De este modo, y con el paso de tiempo, cada Estado-nación contó con su ‘deporte nacional’ y se desarrollaron ‘estilos nacionales de juego’ influenciados por la tradición y la cultura de cada nación. Los encuentros de las selecciones nacionales y sus victorias pasaron a formar parte de los acontecimientos fundamentales en la historia del país.

Sin embargo, en las últimas dos décadas el Estado-nación afronta un proceso de pérdida de autoridad debido a la fuerza de la globalización. Detrás de estos cambios (que para muchos historiadores datan de tan temprana fecha como 1973) están las corrientes xenófobas, los aranceles comerciales, el Brexit y tantos otros problemas actuales. ‘Grosso modo’ vivimos en una era donde entes internacionales dictaminan las normas sociales y los procesos económicos. El acuerdo entre el Estado-nación y el ciudadano basado en que el primero otorga al segundo seguridad y bienestar a cambio de compromiso y lealtad, ha saltado por los aires.

Todos los Estados de Europa, sin excepción aunque en mayor o menor medida, experimentaron un proceso de descentralización administrativa aunque manteniendo la estructura clásica de un Estado-nación. La legitimidad del Estado-nación ya no se fundamenta en las armas, y, en ocasiones, ni en los sentimientos. Pero el Estado se mantendrá en pie mientras sea el que abone las pensiones, conceda los subsidios de desempleo, ofrezca seguridad y mantenga el monopolio sobre la educación y la sanidad de sus ciudadanos. Si una entidad supranacional (UE) o una infranacional (regiones autónomas) adquiere parte o la totalidad de esas competencias, el Estado-nación perderá su legitimidad.

Las actividades económicas, sociales y políticas desbordan las fronteras nacionales y desafían la idea de que los contornos de la sociedad coinciden con las fronteras del Estado-nación.

Todo ello ha repercutido, como no podía ser de otra forma, en el fútbol. Y lo ha hecho de manera extraordinaria. El crecimiento y desarrollo del fútbol ha puesto de manifiesto su supremacía sobre cualquier otro deporte. Se estima que el 5% de la población mundial tiene un trabajo relacionado directa o indirectamente con el fútbol. La FIFA duplica sus beneficios prácticamente cada año y cuenta con más afiliados que miembros tiene la ONU.

Paradójicamente, a pesar de que el poder de los Estado-nación es decreciente, el ciudadano se muestra indiferente ante las cuestiones supranacionales. De alguna manera parece que la Unión Europea no es un asunto de los ciudadanos, que siguen viendo en las elecciones nacionales o regionales la forma de influir en los asuntos que le preocupan. Es en Bruselas donde se decide el tamaño de los melocotones, el color de la madera o los impuestos al transporte, pero nos sigue pareciendo que el poder real emana del Estado-nación.

Tan sólo con el fútbol comprendemos la magnitud de la globalización. Tan sólo el fútbol consigue unir a los europeos.

¿Qué implica esto para la sociedad? Mucho.

Los clubes de fútbol (en función de sus posibilidades) se han dotado de estructuras empresariales quebrando una tradición asociacionista que durante un siglo fue la base del sentimiento de pertenencia a los mismos. Estos cambios coincidieron en el tiempo con un flujo cada vez mayor de emigrantes hacia Europa. Entre ellos hay miles de niños africanos, latinoamericanos o asiáticos que se convertirán en futuros futbolistas con educación europea. Además, la libre movilidad de fronteras en Europa ha permitido un flujo constante de deportistas entre los antiguamente aislados países del norte y del sur europeo.

Está evaporación del Estado-nación ha provocado que, el ‘estilo italiano’ o el ‘estilo inglés’ de juego tenga cada vez menos sentido. Las ligas nacionales cuentan con tantos jugadores foráneos como patrios. Las selecciones nacionales se han convertido en una amalgama de hijos de inmigrantes y jugadores nacionales, fruto de la realidad multicultural de la Europa del siglo XXI (con la excepción de Polonia).

Es por ello que cada vez resulta más difícil hablar de ‘fútbol nacional’ si con ello entendemos un patrón de juego. Evidentemente queda la historia social y cultural, así como la tradición, pero la atracción de la globalización es tan grande que competiciones como la Liga de Campeones están sustituyendo a las ligas nacionales en el gusto de los niños, los cuales luchan entre la querencia por el equipo de su tierra y su admiración por un gran campeón de una nación extranjera.

Es el momento del ‘fútbol postnacional’.

En esa lucha de ideas entre la globalización y lo local se entronca la decisión (de momento frustrada) de llevar un partido de la Liga española a Estados Unidos. Para la gente de Girona que el FC Barcelona vaya a su estadio es un acontecimiento que conjuga orgullo y honor. Para la gente de Girona, que su club y su camiseta de rayas rojas y blancas sea la elegida para viajar a Miami conjuga orgullo y honor. Es una lucha entre pasado y presente. Entre tradición e innovación. Entre conservadurismo y progresismo. La globalización no tiene nada de romántica.

La tan manida frase de que el fútbol traspasa fronteras nunca ha sido tan cierta como en la actualidad. Practica barata y adaptable a cualquier tipo de físico, hoy es el medio más fácil para que millones de jóvenes desarraigados hijos de la clase modesta puedan alcanzar la prosperidad. Pero a pesar de la individualidad creciente del éxito deportivo y su similitud con otras artes del capitalismo, el futbolista sigue formando parte de un equipo, y ese equipo es símbolo de una comunidad. Ese futbolista jugará en una selección nacional y se le rendirán homenajes como héroe del Estado-nación.

El Estado-nación es, en definitiva, un modo de vivir. En palabras del historiador Tony Judt es ‘el modelo social europeo’ que se basa en una simbiosis entre capitalismo y socialismo, entre libertad y orden, y entre tradición y modernidad. Romper con esa forma de vivir tan europea está acarreando graves consecuencias.

Y por todo eso, un estadounidense ve con normalidad que un partido de la NBA se juegue en Londres y un europeo ve con preocupación que un partido de la Liga española se dispute en Miami.

“Mientras los franceses tienen derecho a 25 días de vacaciones pagadas y los suecos a 30, los estadounidenses (y dependiendo de dónde vivieran) tenían que conformarse con unas vacaciones pagadas inferiores a la mitad de las citadas. Los europeos habían elegido deliberadamente trabajar menos, ganar menos y vivir mejor. A cambio de pagar unos impuestos especialmente elevados, los europeos tenían asistencia sanitaria gratuita o prácticamente gratuita, una pronta jubilación y una prodigiosa gama de servicios sociales y públicos (…) Sus vidas eran más seguras y más largas (…) el modelo social europeo como forma de vida era caro pero los ciudadanos estaban dispuestos (…) aunque muchas naciones seguían presumiendo del hockey sobre hielo en la República Checa, el baloncesto en Lituania y la ex Yugoslavia, el ciclismo en Francia o los toros (sic) en España (…) desde el punto de vista del entretenimiento, lo que realmente une a Europa es el fútbol (…) y a diferencia de Estados Unidos el fútbol no es el símbolo de una empresa y está al alcance de cualquier hombre y de cualquier mujer. En resumen, el fútbol es un deporte muy europeo.” Tony Judt.


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