La milla de Bannister
La semana pasada el mundo del deporte en España se sobresaltaba por el fallecimiento de Enrique Castro ‘Quini’, excepcional delantero que labró su carrera en el Sporting de Gijón añadiendo un par de brillantes temporadas en el FC Barcelona. Confieso que la imagen que tenía del ariete asturiano era la de un tosco cazagoles, pero visionando alguno de sus mejores tantos que estos días han circulado por la red, me ha sorprendido con un repertorio de recursos técnicos con los que no contaba. El caso es que en esa misma semana, y coincidiendo con la celebración del Campeonato Mundial de Atletismo en Pista Cubierta, también fallecía Roger Bannister, un personaje capital en el deporte internacional. El hombre que derrotó a la milla. El neurólogo del atletismo.
El récord de la milla llevaba anclado en 4´02’’ desde la época de la II Guerra Mundial. El objetivo era bajar de los 4 minutos. 240 segundos. Hoy el récord del mundo está en 3’43’13’’ (Hicham El Guerrouj) pero hace seis décadas reducir la marca por debajo de los 4 minutos se consideraba un límite inexplorado para la humanidad. Era una cifra icónica.
Una milla es algo tan inglés como una taza de té. Corresponde a 1609,34 metros, y a pesar de que es una medida en desuso y de que no es una distancia que forme parte de las disciplinas olímpicas, forma parte de la mitología del atletismo. El deporte moderno había nacido en Inglaterra, y el mundo, hasta 1939, era británico. En 1954 el sistema métrico decimal ya era el que regía los pesos y medidas universales, pero la milla seguía siendo una distancia sagrada para los atletas.
La crónica explica que en una mañana lluviosa del 6 de mayo de 1954, Bannister acabó su trabajo de prácticas en el Hospital de Sant Mary de Londres (en el mismo laboratorio donde Fleming descubrió la penicilina) y al mediodía tomó el tren camino de Oxford. Una vez allí, se quitó el pantalón y la gabardina, se calzó las zapatillas deportivas y se dispuso a acometer la hazaña de batir el récord del mundo. Dos compañeros, Chris Baxter y Cristopher Chataway, hicieron de liebres durante el primer kilómetro.
Todavía estamos en la época de la heroica y de la épica. De la lucha del ser humano contra desafíos naturales y de episodios románticos dignos de elogio. Para Gran Bretaña, tocada y hundida como potencia tras la II Guerra Mundial, se iniciaba un doloroso proceso de descolonización y de pérdida de supremacía global. Hazañas como las de Edmund Hillary, que sólo un año antes había alcanzado la cima del Everest, servían para recuperar el orgullo herido. Bajar de los cuatro minutos en la milla era una de esas gestas herculinas.
Entonces el atletismo era completamente amateur. La pista de ceniza de la Universidad de Oxford sirvió como lugar para cumplir el objetivo ante la atenta mirada de cientos de estudiantes, algún periodista y un par de miembros de la IAAF para corroborar el récord, en caso de que lo hubiese. También había una cámara de la BBC, y, por ello, contamos con unas preciosas imágenes que atestiguan la proeza.
A falta de 440 yardas (unos 400 metros) se consideraba que el récord era imposible. Bannister tenía que recorrer la última vuelta en 59 segundos, en una pista de ceniza encharcada de barro y agua, y con el viento de cara y sin el apoyo de sus liebres. Alto, y de fuerte zancada, Bannister apretó los dientes y se dispuso a dejar un registro para la historia.
No eran tiempos de marcadores electrónicos y el público esperaba ansioso a que el encargado de la megafonía diese a conocer el tiempo cronometrado por los jueces. Cuentan las crónicas que el encargado de tan solemne momento lo hizo con toda la parafernalia que se le presupone a un caballero inglés, tirando de galantería, flema y compostura. Después de dar las gracias a los asistentes por acudir a la carrera, de nombrar la procedencia y el nombre de los corredores presentes y de agradecer a la Universidad de Oxford la cesión de sus instalaciones, afirmó que Bannister había conseguido un nuevo récord británico, récord europeo y mundial. Y sólo entonces, cuando la expectación del respetable era colosal, sólo entonces, lo dijo… 3’59’4’’.
New York Times tituló: “Roger Bannister alcanza uno de los objetivos inalcanzables hasta ahora por el hombre”. Lo curioso es que el récord sólo duró 49 días, momento en el que fue batido por el australiano John Landy. Mes y medio después, Bannister lo volvió a superar. En poco más de un trimestre se consiguió hasta en tres veces lo que nunca antes se había hecho.
Y a partir de ahí nada más. A finales de aquel año Bannister abandonó el atletismo y empezó su carrera como neurólogo. Nunca ganó una medalla olímpica. En 1952 había sido cuarto en los 1.500 metros. Por aquel entonces nadie se ganaba la vida corriendo. De hecho, Bannister fue un afamado neurólogo y en la Facultad de Medicina de Oxford hay una sala de investigación que lleva su nombre. Y no. Contrariamente a lo que se pueda suponer, su nombre está gravado en el alto de la puerta por sus méritos en el campo de la ciencia y no por lo hecho en una pista de atletismo.
En sus memorias, Bannister comentaba que había aprendido a correr como una liebre “bajo la lluvia de bombas de los bombarderos”. En ese mismo libro disertaba: “Es extraño que una acción intrínsecamente simple y sin importancia como poner un pie delante de otro durante 1760 yardas (una milla) lo más rápido posible se haya convertido en un logro deportivo tan importante. Creo que su atractivo reside en su simplicidad; no exige dinero ni equipamiento ni un físico especial, ni sabiduría, ni educación. En un mundo de creciente complejidad tecnológica destaca como una declaración ingenua de la naturaleza humana. Usando simplemente sus dos pies, una persona puede superar tremendas dificultades para alcanzar una cumbre desde la que puede proclamar que nadie había hecho eso antes”.