The Rumble in the Jungle (1ª parte)
A inicios de 1967 Muhammad Alí era el indiscutible campeón mundial de los pesos pesados. Eran tiempos convulsos. Estados Unidos se había embarcado en la que iba a ser una larga y costosa guerra en Vietnam. Alí se negó a alistarse cuando fue llamado a filas y el Gobierno americano abrió un proceso público contra él que acabó con una multa de 100.000 dólares, su encarcelamiento y la desposesión de su título de campeón del mundo. Tenía 25 años y, de pronto, había perdido sus mejores años como boxeador.
No volvió a competir hasta finales de 1970.
Antes de eso Cassius Clay había sido un joven y lenguaraz boxeador que había ganado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Roma antes de dar el salto al profesionalismo. Combate a combate fue ganando respetabilidad, hasta que en 1964 tuvo la oportunidad de luchar por el título de campeón de los pesados ante Sonny Liston. Ganó. Pero lo relevante es como ganó. Clay recurrió a la provocación llamando vago, oso y feo a su oponente, un bigardo de ancha nariz y pobladas cejas. Escribió un poema en el que decía que lo tumbaría en el octavo asalto. Su conducta escapaba de todo control y fue multado por ello. Dejó también una frase que se convertiría en parte de su existencia: “Flotaré como una mariposa y picaré como una abeja”. Clay ganó y al día siguiente de su victoria decidió cambiar su nombre de esclavo y convertirse al islamismo.
Había nacido Muhammad Alí (El amado de Dios).
Alí se apodó a sí mismo como ‘The greatest’ no sólo por su genio en el cuadrilátero, sino por su ingenio al bajarse del ring. Vinculado a la cultura afroamericana, el ‘trash-talking’ es la utilización del lenguaje para minusvalorar al oponente, para destrozarlo psicológicamente, algo sensacional en una cultura ultra competitiva e individualista como la estadounidense. Alí supo usar sus declaraciones incendiarias para fundirse con la sociedad del momento. Su vida, con sus idas y venidas, explica que significa ser americano y ayuda a comprender como los desgarros sociales de los 60 llegaron a parir un presidente afroamericano en 2008.
Para el mundo eurocéntrico la audacia comunicativa de Alí tiene continuación en el baloncesto, un deporte mucho más popular. Curiosamente fue un blanco, Larry Bird, el más aplicado alumno del ‘trash-talking’ (algo así como lenguaje basura), una práctica hoy en desuso por la fiebre de lo políticamente correcto. Atenazados por el miedo a la ofensa de un chiste, una palabra o una idea, lo que antes era banal y divertido hoy será visto en el mejor de los casos como prepotente y despectivo y, en el peor, como racista o misógino.
Muhammad Alí era un genio en el uso de los adjetivos. Burlón, grosero en exceso, hiperbólico, estúpido, capaz. Arrogante, odioso y creativo, sus palabras brotaban para hacer crecer el interés de la audiencia, multiplicar el dinero, y. sobre todo, desestabilizar al oponente. Alí tenía la imperiosa necesidad de llevar a la lona al contrincante a golpe de diccionario. Era capaz de ganar un combate mediante la palabra, al tener la habilidad de introducirse en la cabeza de aquel al que tenía que sacudirle una hondonada de ostias.
Esa insolencia lo hacía igual de querido que de odiado. La indiferencia no era aplicable a Alí. Tuvo que pelear una segunda vez contra Liston para obtener el título de campeón de los pesados, porque la WBA (World Boxing Association) vio irregularidades en su pelea. La realidad era otra. Nadie quería como campeón a un seguidor de Malcolm X que escupía sapos y culebras por la boca. Dio igual. Alí noqueó a Liston en un segundo combate en apenas trece segundos. La instantánea de la victoria, es, quizás, la fotografía deportiva más conocida de todos los tiempos.
Alí se convirtió en un icono atemporal. Un altavoz de los rupturistas y desenfadados años 60. Era atractivo para los medios de comunicación, alzaba la voz contra el sistema, defendía la lucha por los derechos sociales de los negros y se mostraba abiertamente hostil ante la tropelía bélica de Estados Unidos durante la Guerra Fría.
Como comentaba, Muhammad Alí fue llamado a filas para combatir en Vietnam. Presentó sucesivos requerimientos para aplazar la llamada y, dado que era personaje público, si hubiese estado callado Alí hubiese pasado el servicio militar entrenando y tomando unas cervezas con algún teniente coronel. Pero el caso es que Alí alegó razones de conciencia y motivos religiosos para no incorporarse al ejército. “No tengo problemas con los vietcongs. Ellos nunca me llamaron negrata”, diría.
Alí se convirtió de facto en la persona más odiada, al menos, por la mitad del país. Le retiraron su título de campeón del mundo y le imposibilitaron volver a pelear. Jamás acudió a los requerimientos judiciales que lo citaron como Cassius Clay y dedicó su tiempo a dar charlas en universidades de todo Estados Unidos. Cuando las cosas se torcieron en Vietnam y la opinión pública se puso de espaldas ante la guerra, la figura de Alí fue reivindicada y la sanción revocada.
De pronto Muhammad Alí pasaba a ser algo más que un púgil soberbio y bocazas para convertirse en una figura capaz de enfrentarse al país más poderoso del mundo y poner frente al espejo a una sociedad profundamente racista.
El tiempo pasó. Era septiembre de 1970. Habían transcurrido cerca de cuatro años. Alí salió de la cárcel. Ya no era campeón del mundo, pero estaba dispuesto a recuperar lo que en verdad era suyo.
Durante esos cuarenta meses de obligada ausencia, Joe Frazier y George Foreman se disputaron el título de campeón del mundo. Ambos eran dos pegadores con una contundencia descomunal en cada golpe. Ambos eran, además, dos negros queridos por el ‘establishment’. Alí se distinguía por su agilidad, su juego de pies y un combate a distancia a la espera del momento oportuno para conectar un golpe preciso y contundente. Era un estilista. Y era un estilista con labia. Volvió con un discurso ideológico radicalizado. “Me echaron los políticos blancos”, decía. Alí pasó a ser un sujeto perturbador por lo que decía y por como lo decía. Ahora no solo los negros lo adoraban, sino multitud de blancos lo apoyaban. Pasó a ser un icono para los desfavorecidos. Pasó a ser un símbolo del pacifismo.
“Odié cada minuto de entrenamiento, pero no paraba de repetirme; no renuncies, sufre ahora y el resto de tu vida vivirás como un campeón”. Alí volvió más grande, más rápido, más borde, más prepotente y más irreverente que nunca. “Si alguna vez sueñas con vencerme, es mejor que despiertes y me pidas disculpas”, así le espetó a Joe Frazier cuando en 1971 se retaron por el título mundial. El combate fue durísimo y Frazier retuvo el título de los pesados tras los doce asaltos por decisión de los jueces. En este caso no hubo polémica alguna. Tan sólo eran dos mulas dándose estacazos. Por supuesto Alí no estaba de acuerdo con la decisión del jurado. Sacó la lengua a pacer y lo tuvo claro. El único campeón era él.
Tras el combate Alí tuvo que pasar 24 horas en observación en un hospital.
Frazier estaría más de dos semanas ingresado.
El estilista Alí y el fajador Frazier volvieron a enfrentarse a inicios de 1974. El veterano Alí se llevó la victoria tras otro terrible combate resuelto por los jueces tras los doce asaltos. Pero en este caso el premio no era la corona mundial, sino poder retar a George Foreman, por entonces dueño del cinturón de campeón del mundo. Siete años más joven, Foreman lucía un récord de 40-0, incluyendo una eléctrica victoria ante Frazier en tan sólo dos asaltos.
George Foreman era el indiscutible favorito. Muhammad Alí tendría que usar todas sus artimañas para obtener el título. El 30 de octubre de 1974 dos bestias dejarían el ring para pelearse en la selva…
“Imposible solo es una palabra que usan los hombres débiles para vivir fácilmente en el mundo que se les dio sin atreverse a explorar el poder que tienen para cambiarlo. Imposible no es un hecho, es una opinión. Imposible no es una declaración, es un reto. Imposible no es nada”. Muhammad Alí.
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