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Sallanches 1980

Sallanches. Alta-Saboya. Unos veinte kilómetros al sureste están los 4.800 metros del Mont Blanc, el punto más alto de Europa. A un lado Francia. Al otro Italia. Sallanches espera en el lado francés. Coqueta, risueña. Último paso en el llano antes de escalar rumbo a las alturas. Camino de estaciones de esquí que se colapsan en épocas invernales. En verano es tiempo de bicicletas. Chamonix, Le Colombiere, Morzine, Joux-Plane, Le Grand Bornand. Nombres que evocan al Tour. Todos a escasos pasos de Sallanches.

En este caso no era el Tour. Era el Mundial de ciclismo. Año 1980. 31 de agosto de 1980. Mundial de Sallanches. En el corazón del esquí francés la Unión Ciclista Internacional (UCI) había preparado un exigente trazado de 13,4 kilómetros que conformaba un triángulo en la zona norte de la estación de Chamonix al que había que dar un total de veinte vueltas. Resultado final: 268,4 kilómetros de esfuerzo. La trama se localizaba en mitad del recorrido donde estaba la subida a Domancy (2,7 km al 10%). En total era un desnivel acumulado que bordaba los 4.600 metros. Para ponerse en contexto era como cubrir una etapa del Tour de Francia en la que se ascendiese el Tourmalet cuatro veces seguidas.

El favorito era Bernard Hinault. El tejón era un competidor descomunal que ya sumaba en su palmarés Giro, Tour y Vuelta, así como alguna de las clásicas más respetadas del mundillo y aún no había cumplido los 26. Acabará su carrera con cinco Tours y es, hasta la fecha y hasta que se retire Tadej Pogacar, el único al que se le permite comparación con Eddy Merckx. No tiene el palmarés tan esplendoroso del que presume el belga, pero contaba con la misma brutalidad clínica para acabar con sus rivales y lograr la victoria.

Pero el caso es que había dudas con Hinault. No había podido vitorear en su tercer Tour consecutivo. Con problemas recurrentes en las rodillas, fruto de una forma de competir tan cerril que se acabará agravando con el paso de los años, Hinault tuvo que decir basta. Marchaba líder en la decimotercera etapa del Tour, pero no tuvo otra opción. Justo antes de iniciar el asalto a los Pirineos decidió poner pie en tierra. Las críticas fueron atroces. Nadie entendía que no compitiese e intentase aguantar a pesar de sus terribles dolores en la rodilla, pero Bernard lo tenía claro. No iba a pedalear para perder una minutada en el primer puerto del día. Se iba cuando quería y como quería. O todo o nada. No concebía el término medio.

Se le pone a parir. Hinault siempre había presumido de ser un supermán y ahora una tendinitis se interponía en su camino. En el futuro su cuerpo tomará cumplida revancha de los esfuerzos y de la ferocidad del bretón. En el presente lo que tenía era sed de venganza. Primero activaría el modo desgaste y luego concluiría con el modo destrucción.

Así entonces es que le recomiendan a Bernard Hinault pasar por el quirófano. Decide posponerlo. La única gran victoria que le falta es la de campeón mundial. Y el Mundial de 1980 es en Francia. Es en casa. Ha pasado poco más de un mes desde el fin del Tour e Hinault no se encuentra al cien por cien. Pero es Hinault. El día antes de la carrera le recomiendan reposo, pero él decide pasar tres horas encima de la bicicleta subiendo y bajando montañas. Es un tejón que se esconde ante la adversidad y que salta al cuello del agresor en cuanto ve la primera oportunidad.

Hinault

El director de la selección francesa era el legendario Jacques Anquetil. El que por cronología fue el primer quíntuplo vencedor del Tour tenía una relación de amor-odio con Hinault. El bretón había competido por vez primera en el Mundial allá por 1976 cuando finalizó sexto. En su opinión podría haber ganado, pero tuvo que trabajar para otro compañero y al final la división de fuerzas había resultado devastadora para el equipo francés. Luego, a partir del 77, apuntaba al palo año tras año, ya como jefe de filas galo, pero sin obtener el triunfo. Para Hinault, todo genio y fuerza bruta, se entraba en un sitio con una ametralladora y se lograba el objetivo cayese quien cayese. Para Anquetil, fino y metódico, los esfuerzos eran medidos y las victorias se contaban por segundos.

Para aquella edición de 1980 Hinault estaba herido. Habían apaleado al tejón y, agazapado y con fuerzas recobradas, estaba dispuesto a poner el mundo a sus pies. Anquetil lo sabía y lo dejó claro antes de que los jueces diesen la salida: “Aquí van a acabar quince”.

Lo clavó.

La carrera fue durísima. No se llevaban quinientos metros de recorrido cuando Hinault mandó a sus compañeros de selección poner un ritmo elevado en la cabeza del pelotón. Llovía a mares y, cuando se afrontó la primera ascensión a Domancy, el escalador francés Mariano Martínez (como es obvio se trataba de un gabacho hijo de españoles exiliados) tiraba del grupo bajo un manto de agua. Al siguiente paso, Hinault consideró que ya era más que suficiente y se puso él mismo a comandar el grupo para escapar de la confusión. Tan sólo el fortísimo equipo belga consiguió seguir la maniobra. De Muynck, incluso, intentó demarrar y se puso brevemente en cabeza. Aquello no gustó en absoluto a Hinault que ya tenía entre ceja y ceja montar una escabechina de aúpa.

A mitad de recorrido tan sólo permanecía sobre la bicicleta la mitad del pelotón. A 80 kilómetros para el final a Hinault sólo le aguantaban Pollentier, Marcussen, Baronchelli y Robert Millar. Hinault no miraba atrás. No pedía relevo alguno. Apretaba los dientes y golpeaba con fiereza los pedales.

Modo destrucción

El índice definitivo para clasificar los mundiales según su dureza no existe, pues no vale tan sólo contar el desnivel o la velocidad o el número absoluto de corredores llegados en menos de un minuto, ni tan siquiera el porcentaje de abandonos. Para la UCI el Mundial más duro de la historia fue el de Nürburgring 1966 donde se sumaron 5.844 metros de desnivel. El siguiente sería el de Duitama 1995 donde Abraham Olano superó 5.460 metros de desnivel positivo para proclamarse campeón del mundo en los Andes colombianos. Pero no es una ciencia exacta. Puede ser un desnivel escalonado o no. Con mucho llano o con subidas enlazadas. Y depende también del kilometraje.

La respuesta, como siempre, está en la vara de medir. Es difícil dirimir esta cuestión porque la dureza dependerá del ritmo que quieran o puedan poner los corredores, de la climatología y de muchas otras circunstancias de carrera.

Lo que es cierto es que no ha habido nunca un Mundial con un mayor porcentaje de abandonos. Fue un 86%. Llegaron a meta 15 ciclistas de 106 posibles. Hinault tiraba y la gente subía a ritmo, sin acelerones, retorciéndose en cada pedalada. A cada vuelta se quedaban unos cuantos ciclistas. En la escala de dolor era un diez sobre diez. No era el desnivel. Tampoco era el aguacero. Era el mejor ciclista del mundo, uno de los mejores de todos los tiempos, pedaleando a su máximo nivel durante siete horas consecutivas. No había ser humano capaz de resistir semejante locura.

A cinco vueltas del final tan sólo aguantaba Baronchelli a rueda de Hinault. En la subida la gente se quedaba y en las bajadas, con el suelo encharcado a costa de la fuerte lluvia, las frenadas y las caídas abundaban. Todos caían como fruta madura, vuelta tras vuelta, incluidos Moser o Jan Raas, el entonces vigente campeón mundial.

Llegando a la última ascensión, con Baronchelli haciendo un ejercicio de macabra agonía jugueteando con los cambios, a Hinault le da por poner más ruido sobre el asfalto. Apretó los dientes y golpeó los pedales con pura brutalidad para sacarle en la cima 200 metros a su perseguidor. Quedaban ocho kilómetros de bajada hasta la meta. La diferencia final superó con facilidad el minuto. Una vez vio que la cuerda se rompía, las piernas de Gianbattista Baronchelli se quebraron y dejaron de pedalear. Tercero fue el granadino Juan Fernández a más de cuatro minutos. Fernández había suplicado al seleccionador español abandonar a falta de tres vueltas para el final, pero fue obligado a continuar tras ser el último hispano que se mantenía sobre la bicicleta.

Hacía dieciocho años que un francés no se proclamaba campeón del mundo. Fueron siete horas y media de sufrimiento para todos y de disfrute para Bernard. Aquello fue el culmen de la carrera de Hinault. Más de 200 kilómetros tirando como un loco, sin pedir un relevo ni tomarse un descanso. Ganó por puro desgaste. Nadie fue nunca capaz de igualar sus excesos. Contaba Baronchelli que las pocas veces que Hinault giraba la cabeza y miraba para atrás tenía los ojos inyectados en sangre como si quisiese asesinarlo. Juan Fernández diría que cuando tras la carrera tuvo que subir a un segundo piso para pasar un control antidopaje lo hizo agarrándose a la barandilla como un anciano, mientras Hinault subía los escalones de dos en dos a la vez que le daba una palmadita en la espalda. Aquella tarde de agosto en Sallanches Bernard Hinault demostró que un campeón no lo es por su palmarés, sino por el respeto y el terror que infunde en sus rivales.

Unas barras de hierro curvadas forman un hombre sobre una bicicleta clavado en una rotonda al comienzo de la cuesta de Domancy. Más adelante hay otra esculpida en piedra. Hinault bautizó esta exhibición como su triunfo más bello. Hoy la subida a Domancy es conocida como la cuesta de Hinault. La carrera de la muerte. Se trataba de un triunfo brutal. De una belleza sin piedad. Victoria que se puede clasificar al mismo nivel que la Lieja-Bastogne-Lieja que ganó ese mismo año bajo la nieve y al borde de la hipotermia. Así era él, como la frase con la que se definía a sí mismo: “Corro para ganar, no para complacer al personal”.

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