Sobre el racismo (y no va a gustar)
La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas ha trazado una nueva normativa para optar a los Óscar a partir de la edición de 2024. Más allá de que cumplan con requisitos artísticos suficientes para llevarse la tan preciada estatuilla, las películas candidatas deben formalizar ciertas vicisitudes; A) Al menos uno de los actores o actrices principales o de reparto deben pertenecer a un grupo étnico infrarrepresentado (traducido: no blanco caucásico), B) Al menos el 30% de los actores secundarios deben ser mujeres, grupo étnico infrarrepresentado, colectivo LGTBI+ y/o personas con diversidad; C) La historia principal del tema tiene que representar a algún compuesto de los anteriores citados. De estos tres requisitos hay que cumplir obligatoriamente con uno (no hay que ser un lince para saber que al cumplir con uno implícitamente ya efectúas los otros dos). Y esto, que es lo que se ve de cara al público, también se tiene que cumplir detrás de las cámaras (guionistas, productores, compañía de distribución, equipo técnico…).
Porque, claro, directores LGTBI+, con diversidad o que sean mujeres no hay demasiad@s. Tampoco los hay en puestos claves tanto en la empresa pública como en la privada. El techo de cristal en término acuñado por el feminismo. Cupos para mujeres en política. Mujeres que acceden a dirección de empresas por el hecho de ser mujeres. Patton, El padrino, Rocky, Carros de fuego, Amadeus, El último emperador, Sin perdón, Gladiator, Infiltrados, El discurso del rey o Argo. Películas que nunca hubiesen ganado los Óscar con las nuevas reglas.
¿Justo? Claro que no. Como tampoco era justo que hace una centuria, medio siglo, diez años o, escasamente un puñado de días, una mujer fuese excluida de un puesto de dirección por el simple hecho de tener vulva. Como no fue justo que una mujer negra no se llevase un Óscar hasta que en 2002 lo hiciese Halle Berry.
Que lo de antes no fuese justo no quiere decirse que lo de ahora lo sea. Lo de ahora es reparador. Lo de ahora es necesario. Es imprescindible. Pero no es justo. Es algo que como sociedad nos debemos. Algo que nos merecemos. Que nos hace crecer y avanzar. Pero no es justo. Es discriminación positiva. Pero es discriminación. No es igualdad. La máxima revolucionaria es que todos somos distintos, pero la ley nos iguala. Aquí la ley discrimina. Positivamente, pero discrimina.
Como en cualquier época de transición las tensiones, las dudas y los disensos son inevitables. En el paso de dos generaciones el estándar ha pasado de hombre blanco con trabajo estable, mujer-sirvienta en casa, hijo e hija ejemplares a familia disfuncional con padres divorciados, madre con novia, hije con problemas de salud mental (o perro que se considere hijo) e hija blanca con novio africano. El cambio es colosal. El terremoto conceptual sobrepasa la escala Richter. Los cambios se hacen con brocha gorda y lo que queda se avecina tremebundo.
El cambio debe venir desde la educación. Y la educación desde 1789, con sus altos y sus bajos, es cosa de papá Estado. Es necesario que con normas y leyes todos los colectivos que durante centurias han sido discriminados sean ahora beneficiados. La discriminación positiva no es equitativa, pero es imprescindible. El paso de los años y el arduo trabajo educacional harán que esa discriminación desaparezca, la igualdad sea real y así vivir en un mundo donde lo diferente sea lo cotidiano.
¿No?
Supongo que no hay negros que linchen a blancos que se acerquen a su barrio. Tampoco hay gitanos que maten a palos al payo que se enamore de una gitana. Desconozco si hay castellanos parlantes que se rían de los paletos que hablen gallego. O catalanistas que insulten a los que charlan en castellano. Imagino que no habrá latinos que denigren por estrechas a chicas blancas. O a chicas negras. Porque imagino que tampoco hay criollos que insulten a personas de tez negra. Ni gente que señale con el dedo a musulmanes por la calle. Ni musulmanes que griten y tiren piedras a católicos que entren en una iglesia.
Porque las minorías, de cuando en cuando, son mayorías. Y su respuesta es la misma. “La rebelión sentimental de las masas es el odio a los mejores”, decía Ortega Gasset. La masa es voluble. Los judíos eran los mismos en 1945 y en 1948. En 1945 eran una minoría masacrada. En 1948 una mayoría que masacraba.
Vinicius Junior representa a una minoría. La minoría negra. No. Vamos, sí. Pero, no. Vinicius Junior representa a una amplísima minoría. A la minoría adolescente millonaria de éxito deportivo planetario. Vinicius Junior es el mejor jugador del mejor club del deporte con más aficionados del mundo. Vinicius Junior es la minoría de la minoría.
Y a Vinicius Junior le faltan un par de bujías.
Cuando uno llama mono o negro de mierda a Vinicius lo hace para desestabilizarle. Para acabar con él. Para vencerle. Por odio. Pero no por odio racista. O sí. Pero no es eso. Es otra cosa. Es odio, pero fundamentalmente es impotencia. Porque el tipo es mejor que tú. Y además lo sabe. No se cansa de demostrarlo. El Real Madrid juega habitualmente con cinco jugadores negros en su once inicial. 5 de 11. No es moco de pavo. Alaba, Militao, Camavinga, Vinicius y Rodrygo. También juegan muchos minutos Rüdiger, Mendy o Tchouameni. Un ramillete. Pero el único que recibe insultos, amenazas y provocaciones es Vinicius. El único de todos ellos capaz de desestabilizarse cuando la masa escupe mierda por la boca.
Hay racismo. Mucho racismo. Y lo seguirá habiendo. Pero lo de Vinicius no es racismo. O sí. Es racismo. Pero hay algo más que eso. O mucho más que eso.
Hay capitalismo.
Y me explico.
(Y déjenme que me explique antes de que me llaman racista).
Recuerden que no por pensar diferente somos todos nazis o machistas.
Simplemente expongo una teoría. Y sino gusta, se puede rebatir. Por supuesto. Eso es así, con sus altos y sus bajos, desde 1789.
Todo esto existe por el capitalismo. Desde el ábaco a las bases de datos. Esto te lo dice hasta el que tiene el himno de la Internacional Comunista en su lista de reproducción del Spotify. El capitalismo genera capital, y el capital genera progreso y riqueza. El problema es que el capital también genera explotación y desigualdad. Mucha desigualdad. Pero si no es por el capitalismo no hubiésemos avanzado. ¡Sin capitalismo no habría marxismo!
Para que el capitalismo funcione se debe enfatizar al individualismo. Resaltar los objetivos y la autosuficiencia propia para que el individuo de lo máximo de sí. A través de esa autonomía y de ese afán de superación, el capitalismo le otorgará al individuo el premio que busque. Si todos los individuos actúan de la misma manera el conjunto de la sociedad se beneficiará y obtendrá réditos infinitos (en la teoría no se dice nada de los que se quedan por el camino).
Pero esto es lo que hay. Para bien y para mal. Y esto empieza desde muy pronto. Desde el mismo día en el que naces.
Tienes que ser el bebé más guapo. El más bueno. El que come de todo. El que obedece siempre. El que duerme toda la noche. El que va mejor vestido. El primero en hablar. El primero en andar. El que aprendió los números en inglés. El que ve los dibujos en francés.
Vas al cole. Tienes que hacer amigos. Muchos amigos. Pero los amigos listos. Los guapos. Los que tienen padres chulos. El primero en sumar. El primero en restar. El que canta en la función escolar. El que recita en la fiesta fin de curso. El niño en el bautizo y el muerto en el entierro.
El capitán del equipo de fútbol. El líder del coro del colegio. El que gana el premio de pintura de la provincia. El que fue seleccionado para el equipo de debate. El que gusta a los chicos. El que gusta a las chicas. El que va a ir a la universidad. El que va a estudiar la carrera que quiera. El que no sale. El que sale, pero no bebe. El que bebe, pero no se emborracha. El que se emborracha, pero porque le obligan. El que lo hizo una vez, pero no lo hará nunca más.
El responsable. El de la novia ideal. El del novio genial. El del trabajo ideal. El del trabajo genial. El que estuvo con su abuelo cuando murió. El que estuvo con su padre cuando enfermó. El que calla ante su madre para no preocuparle. El que odia su trabajo, pero es el primero de la empresa. Porque es el mejor. Siempre es el mejor. Y siempre lo será. Cuando tenga hijos dejará de ser el mejor. Porque sus hijos serán los mejores. Y si no tiene hijos, seguirá siendo el mejor. El mejor entre sus amigos, el mejor en su trabajo. El más filántropo. El que más viaja. El que más seguidores tiene en redes sociales. El que va a mejores restaurantes. El que tiene mejor piso. El que tiene mejor coche. El que fue al mejor sitio posible de vacaciones. El más enrollado a los 60. El más simpático del hospital. El más activo de la residencia de ancianos.
El mejor hasta al fallecer. Eso es el capitalismo. Ese es el mundo en el que vivimos.
Si, el mejor hasta en la muerte. ¿O acaso alguien ha escogido alguna vez el féretro más barato? Cuando toque el día y tengas que escoger la caja de pino de ese ser querido te darán tres opciones; la barata, la normal y la cara.
La barata no la escoge nadie.
Uno no se muere en pijama. Se afeita, se maquilla y se pone el traje. Y te escogen la caja. O la urna. O lo que sea. Y no te eligen la barata.
La normal puede. La barata nunca.
Eso es el mundo capitalista. El mundo en el que vivimos. Pero no todos podemos ser los mejores. De hecho, la inmensa minoría somos los peores. Los mejores son los pocos. Por eso hay que hacer otras cosas.
Cosas políticamente incorrectas.
No eres el bebé más guapo, pero ¡ay! tienes un pelazo. No como de todo, pero soy más feliz que tú. ¿La ropa? Qué más da. Eso es irrelevante. Sino hablo, ya hablaré. Si no sé inglés, ya aprenderé. Voy al cole y no tengo muchos amigos. Ni soy el más guapo ni el más listo, pero si el más espabilado. ¿No destaco? Pues me meteré con fulano. Seré el divertido, el rebelde, el guasón, el matón, el descocado. Copiaré en el examen. Haré la pelota al profesor. Diré que estoy enfermo para evitar un examen. Haré falta cuando alguien quiera meter un gol. Moveré los labios cuando esté en el coro. Diré una frase fuera de guion cuando haga de árbol en la función escolar y todo el mundo se descojonará conmigo.
Seré el estajanovista de mi equipo de balonmano. No gustaré a las chicas, pero les gustaré porque soy un echado para adelante. Le levantaré el novio a mi amiga. Le mentiré a mi mejor amigo para poder ligarme a la rubia que no me hace caso. Iré a la universidad tras copiar en el examen de acceso. Estudiaré poco, beberé mucho y dejaré la carrera. Enchufaré mi toma de luz a la comunitaria. Le mentiré a mis padres para conseguir dinero e ir a un concierto. No tendré dinero para pagar un alquiler, pero buscaré la forma de pagarlo. Haré otra cosa. Nunca seré el mejor, pero tendré trabajo. Lo conseguiré con una buena recomendación. Pasaré por encima de quien haga falta.
Sisaré dinero a mis viejos. Viviré de mis padres hasta que pueda vivir de mis hijos. Trabajaré lo justo y lo necesario. Disimularé lo suficiente para que los que trabajen sean otros pero el mérito sea el mío. Diré que soy filántropo, pero nunca lo seré. Presumiré de vida ideal, de coche ideal, de casa ideal, de familia ideal, y por dentro tendré mierda hasta debajo de las alfombras. Seré el más insoportable del hospital y conseguiré lo que quiera por puro agotamiento del personal. Seré el más cascarrabias de la residencia y lograré que me lleven en palmitas. Pondré cara de pena delante de mi familia, harán de tripas corazón y tendrán que aguantarme por compasión.
Y alguien morirá. Y compraré el ataúd más barato. Porque no tengo dinero. Porque la herencia es muy golosa.
Aunque cuando yo muera espero que compren el ataúd más caro. Por supuesto.
¿A dónde pretendo llegar? A que no se puede ser el mejor. Pero dedicamos la vida a ser los mejores. Cuando de niños practicamos un deporte lo hacemos como acto lúdico y social, no por carácter competitivo. Sin embargo, la propia competición es intrínseca al acto. Desde el mismo momento en el que tu madre o tu padre te aplauden por darle patadas a una pelota en un pasillo y gritan y celebran con efusividad cuando la metes por un agujerito están premiando la competitividad.
Este factor competitivo se agrava con la masa. Lo que al individuo fascina, a la masa asombra. Jugar en equipo multiplica los efectos competitivos. Cumple destacar como individuo para brillar dentro del grupo. Y ese grupo (ese equipo) compite con otros equipos. Equipos peores y equipos mejores. Mucho mejores. Equipos a los que no podrás ganar.
Y tienes que intentar ganar. Es tu obligación.
¿Cómo lo harás?
Con faltas. Haciendo el campo más pequeño. Abusando de fuerza física. Agarrando camisetas mientras se lanza un córner. Zancadilleando en el centro del campo. Pisando el césped donde se marca el punto de penalti. Adelantándote un par de pasos cuando se forma una barrera. Moviéndote de arriba a abajo a la espera de que te lancen un penalti. Tirándote al suelo para perder tiempo. Simulando que te duele una rodilla cuando te llamen para hacer un cambio. Alargando tu salida de vestuarios para empezar la segunda parte mientras el equipo contrario se cala de frío hasta los huesos por culpa de la lluvia…
…e insultando.
Gordo, cuatro ojos, maricón, hijo de puta, cabrón, gilipollas, subnormal…y negro, negro de mierda. Por supuesto. El insulto pretende desarmar al contrario. Hacerlo débil. El insulto puede ir en contra del que está aislado (bullying) y sus consecuencias son terribles. Pero también funciona contra el que es mejor y parece fuerte. Cuando no puedes vencer en buena lid, debes vencer de otro modo. Cuando el Valencia CF se enfrenta al Real Madrid con el descenso de categoría en juego tiene que buscar formas de ganar. Y con el fútbol no lo conseguirá. Necesita otras cosas. Sea por convicción o sea por frustración, el insulto es un arma recurrente. Fácil de usar y fácil de ocultar. Abrigado por la masa, el que insulta se siente impune para despotricar barbaridades. Porque no fueron unos pocos los que llamaron mono a Vinicius. No. No es un caso aislado. Fueron muchos. Miles. No fue una grada. Fue un estadio. Miles lo insultaron y otros miles callaron. Alguno sonrío. Ninguno se indignó.
Ninguno. El fin justifica los medios.
Frase que por cierto nunca dijo Maquiavelo. El diplomático florentino lo que dejó escrito para la posteridad fue: “Cum finis est licitus, etiam media sunt licita”. Es decir; “Cuando el fin es lícito, también lo son los medios”.
Una sutil diferencia. Pero lava muchas más conciencias decir que el fin justifica los medios.
El tema, y perdón por si divago, es que lo de Vinicius es un caso de racismo y son las instituciones públicas a través de un compendio de sanciones y educación quien deben poner coto al asunto. Pero por otro lado no es racismo. Si fuese Ronaldo la rutilante estrella del Madrid se le llamaría gordo a grito pelado. Si fuese el guapo de Guti se le llamaría maricón. A Cristiano le decían gitano y le gritaban “ese portugués, hijo puta es”. Y a Courtois, el celebérrimo portero blanco, hubo una época en la que le hicieron bullying partido tras partido porque compartió cuernos y novias con su compañero de selección Kevin de Bruyne. Todo ello intenta desestabilizar al rival. Pero todo ello pasa desapercibido para el ahora ofendido.
En Estados Unidos a esto le llaman ‘trash-talking’. Consiste en desestabilizar al rival a través del desprecio. Normalmente es menospreciando cualidades deportivas, aunque el tono puede aumentar y pasar al desprecio. Las novias y las madres suelen tener eje principal en un lenguaje hipersexualizado y masculinizado. Es propio de los negros, que lo practican indiscriminadamente entre sí, aunque muchos blancos también lo ejercen. Uno de los maestros del ‘trash-talking’ era Larry Bird, legendario jugador de raza blanca de la NBA de los 80. Antes de anotar una canasta solía lanzar pullas a su defensor. Se pueden encontrar decenas de declaraciones de jugadores, periodistas o aficionados en las que consideran a Bird un jugador sobrevalorado y con mucha buena prensa por el hecho de ser blanco. No encontrareis nunca una declaración en la que se le tilde de racista.
Es la NBA un deporte de negros donde antes fue de blancos. Hubo un tiempo de transición en el que era un deporte de negros, pero de aficionados blancos. Hoy también los aficionados ya son negros. Son consumidores. Como también son las mujeres. O la comunidad LGTBI+ o las personas con diversidad. Antes no. Antes una persona con diversidad se ocultaba en el anonimato. Ahora, afortunadamente, forma parte de la comunidad. Trabaja, sale y consume. Consume. Y esa es la clave. Donde antes había minorías silenciadas ahora hay minorías que consumen.
Hoy las mayorías imitan los actos de las minorías, porque las minorías se han integrado en el mercado. ¿Cómo no perseguir el racismo en el fútbol si la minoría negra es ahora mayoría? ¿Cómo no perseguirlo si los jugadores más imitados y más queridos por los niños son los exóticos? ¿Cómo no acabar con la discriminación si las gradas de los estadios están llenas de mujeres? Es puro capitalismo. Para el capitalismo antes el negro no contaba. La mujer no contaba. Quien consumía fútbol era un hombre caucásico. Hoy el consumidor de fútbol es tan diverso como el que lo practica.
Vinicius no es un chico negro indefenso al que la sociedad repudia. Vinicius es la estrella (negra) de un equipo inabordable para la mayoría de los mortales. Insultarle es una forma (rastrera) de intentar doblegarle.
Defender el fútbol ante el racismo es defender el producto. Todo el cirio que se ha montado por lo de Vinicius no ha sido por culpa del racismo. Todo ha sido por miedo a dañar el producto.
Y, créanme, lo que importa es el producto.
En 1948 se creó una carrera ciclista. Circulaba por Polonia y Checoslovaquia y pretendía ser un canto a la paz del ideal comunista. No había premios para el vencedor, ni maillot de líder. Tan sólo se corría por el simple hecho de gozar. Sólo podían participar ciclistas del bloque comunista u occidentales amateurs. Al año siguiente se rebautizó como Carrera de la Paz y se añadió al recorrido un paso por la Alemania Oriental con fin en Berlín. Era una forma de firmar el perdón con los antaño agresores alemanes.
Tres años después los soviéticos participaron por vez primera. Lo hicieron formando un bloque compacto, con mecánicos y masajistas propios, se implantó el maillot de líder y los premios económicos bajo cuerda. El objetivo era ganar. Una década más tarde la Alemania Oriental diseñaba un plan de dopaje estatal para convertir a sus deportistas en puras sangres. Los rusos pronto se sumaron al juego. La Carrera de la Paz se convirtió en una especie de Tour soviético donde se buscaba ganar por la gloria del individuo y la gloria del país.
Ni los comunistas pueden dejar de ser capitalistas.
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