Alberto Tomba
Cortina d’Ampezzo es un pequeño pueblo anclado en los Dolomitas, a medio camino entre Austria e Italia. Más allá de un majestuoso campanario, Cortina d’Ampezzo pasaría desapercibida en cualquier mapa de carreteras si no fuese por sus fastuosas pistas de esquí. Se trata de un pueblo de poco más de 5.000 habitantes que cuenta con más de 20 hoteles de cuatro o cinco estrellas y con dos aeropuertos internacionales a una hora de distancia. No en vano Cortina d’Ampezzo es destino invernal de la jet-set y fue sede olímpica en 1956, como también lo será en 2026.
En Cortina d’Ampezzo abundan las fiestas con coches caros, relojes obscenos, joyas prohibitivas, vinos de diseño y hombres y mujeres de cuerpos exorbitantes. Uno de esos cuerpos fabulosos cuenta ya con más de medio siglo de vida. Es alto y de anchas espaldas, pero la grasa se ha adueñado de su abdomen. Da igual. Con la ayuda del tinte conserva sus rizos azabaches y el paso del tiempo no ha podido doblegar el poder de su sonrisa. Es guapo, va impecablemente bien vestido y peinado y en algún lugar del imaginario hay una chimenea, una copa de Moët & Chandon y una mujer de campanillas a su lado.
Se llama carisma.
Cuando pasaba de la veintena los muslos de Alberto Tomba eran de granito armado. Fascinaban por igual a hombres y a mujeres. A Tomba le llamaban ‘La Bomba’ porque era igual de atrevido e inquieto con los esquís en los pies que con las mujeres en sus brazos. Tomba tiene cinco medallas olímpicas, pero sobre todo tiene el título del esquiador más seductor de todos los tiempos.
No hay fiesta que se precie que no cuente con Tomba justo antes de la medianoche. Sigue siendo un play-boy, un Don Juan, un Casanova, un hombre de innegable encanto y descomunal atractivo. Cuando Tomba aparece las bocas se callan, las cabezas se giran y ‘La Bomba’ hace el resto.
Cuando a finales de los 80 comenzó a deslumbrar por sus bajadas a tumba abierta, la prensa descubrió un filón que iba más allá del espectáculo deportivo. Tomba daba entrevistas a cambio de citas. No tenía reparo en declararse profundamente enamorado de cualquier chica atractiva que atravesase su mirada y pronto aparecía a buscarla en fiestas privadas que cruzaban Europa desde Londres a Atenas.
Pero no era sexo. O sí. Pero no. La fama de Tomba no se labraba en la cama, sino en el cortejo. En sus años de apogeo una corte de periodistas andaba detrás de él como si de la princesa Diana se tratase. En los Juegos Olímpicos de Lillehammer de 1994 ganó su última medalla olímpica, pero fue irrelevante. Lo trascendental fue cuando un plumilla le preguntó si prefería a Katarina Witt a Nancy Kerrigan o a Tonya Harding, tres excelentes y bellas deportistas. “Las tres juntas”, respondió mientras compartía sabanas con la top-model Elisabeth Ocko.
Alberto Tomba nació playboy. Hijo de una familia adinerada de las afueras de Bolonia, donde la nieve no se percibe en todo el año, conoció el esquí en una de las habituales escapadas de fin de semana de la familia. Practicó el fútbol y el tenis, pero fue la adrenalina del esquí lo que convirtió el deporte invernal en una selección natural para este ‘bon vivant’. Además, en el fútbol había que compartir honores con el resto del equipo y Tomba es hombre de ganar y perder por sí mismo. Alberto Tomba come, bebe, liga y se divierte. Es un macho, elogiosa y peyorativamente.
Tomba va camino de la vejez, pero hace malabares para evitarla. Ya no esquía. Cuando llega el verano corre y nada en la playa, porque en invierno se dedica a comer y a beber. “Me invitan a todas partes y simplemente no puedo decir que no porque no sería educado”, contesta cuando le preguntan, “y menos si hay mujeres”, apostilla con gracia. Por supuesto no hay un mini Tomba. Sería imposible escoger a una entre tantas. Ya hace tiempo que superó los 47, la edad que él consideraba ideal para casarse.
Alberto Tomba ganó tres oros olímpicos, más de 50 carreras de la Copa del Mundo, conducía un Ferrari Testarossa y cambiaba de Miss Italia cada año. Cuando perdía se le criticaba por vivir de noche y cuando ganaba se le admiraba por dormir de día. Durante buen parte de los 80 y de los 90 Alberto Tomba convirtió en religión ver el esquí por televisión durante las mañanas del domingo.
La carrera de Tomba fue corta, apenas de una década. Al pasar de la treintena colgaba los esquís ante la imposibilidad de mantener el físico asombroso y la concentración prodigiosa que requiere el slalom. Popular, mujeriego y juerguista, fue quizás el esquiador más famoso que jamás ha habido. No necesariamente el mejor, pero si el único capaz de aparecer día tras día en los periódicos bien por una colosal victoria, por una ruptura amorosa, por una pelea con periodistas o por problemas con el fisco.
Tomba fue también el primer campeón que no lo fue por obligaciones geográficas. Fue un esquiador urbano. Ayudó a su leyenda que a Tomba no le gustaba vivir en la nieve, ni ayudaba a su abuelo a apilar leña para el invierno ni sumaba kilómetros bajo el manto blanco para llegar a la escuela. Tomba creció en medio de atascos, con calefacción eléctrica y haciendo la compra en el supermercado. Italia, un país apuntalado por montañas al norte pero que vive de espaldas a la nieve, comprendía más al esquiador que pasaba su tiempo libre entre playas y discotecas que al que prefería perderse entre valles y ríos.
Su personalidad arrolladora y su capacidad agonística atrajo a espectadores de todo el mundo para ver sus carreras, en las que siempre estaba asegurada la lucha y la emoción hasta el final. Fue el rey del deporte invernal por excelencia desde 1986 a 1998. Primer atleta en vencer en la misma especialidad de esquí alpino (en su caso slalom gigante) en dos ediciones consecutivas olímpicas (1988 y 1992), ganó también la Copa del Mundo de esquí en 1995 participando solo en dos pruebas, slalom y slalom gigante, dado que no le gustaba competir en las pruebas de velocidad. Era tal su dominio en las pruebas técnicas y de habilidad que tampoco necesitaba mucho más.
Y es que Tomba no sólo vivía del ligoteo. Su potencia natural y su habilidad para desafiar la gravedad y superar las puertas lo convirtieron en un prodigio técnico. El esquí no pasa de ser una afición turística en muchos países, pero Tomba lo convirtió en un deporte referencial. En su tiempo Alberto Tomba era tan conocido como Roberto Baggio o Marco Pantani.
Tomba consiguió interrumpir la transmisión de la RAI del Festival de San Remo para que toda Italia le viese ganar dos medallas de oro en los Juegos de Calgary 1988. También para que la vieran cortejar a la patinadora alemana Katarina Witt en directo. Intentos, que en directo fueron en vano, pero que entre bambalinas dieron sus frutos. Como no.
No solo de testosterona vivió la leyenda Tomba. Cuentan que llevaba un traje de carabinieri en el maletero de su Ferrari que no dudaba en ponerse cuando un atasco lo atrapaba en la ladera de una montaña. La luz intermitente que ponía sobre el techo era cortesía de la policía italiana encantada de ver a Tomba hacer zigzag con su Testarossa como si de los esquís se tratase.
En Calgary también se acercó a uno de sus rivales y le dijo que no tenía motivo alguno de que preocuparse, que tenía el segundo puesto asegurado. La medalla de oro era cosa de Tomba. Fue su primera gran actuación internacional. La última fue en Sierra Nevada en 1996 donde fue recibido con pitos por los granadinos al situar Granada en Marruecos.
Pícaro y despreocupado fue rebautizado como Alberto de Albertville cuando se llevó de calle a la afición francesa en los Juegos de 1992. “Supongo que las mujeres prefieren al que gana que al que queda segundo, ¿no?”, sentenciaba mientras su mirada cautivadora derretía la cámara.
Sus saludos a cámara. Una vez retirado confesaría que las sonrisas iban dedicadas a su entrenador y los besos a su ‘mamma’. Por el camino el centenar de novias que pensaron que aquellos cariños eran para ellas.
Una vez, presentándose como juez en el certamen de Miss Italia, reclamó el primer premio él mismo cuando dejó el evento para salir a cenar con la ganadora. Durante los Juegos Olímpicos de Invierno de 1994, se sugirió que su vida privada estaba interfiriendo con su entrenamiento. “Admito que solía pasar un rato salvaje con tres mujeres hasta las 5 de la mañana. Ahora estoy entrenando, son cinco mujeres hasta las 3 de la mañana”. Aquel pijo loco nunca quería ser segundo. Como aquella vez en Lillehammer que acabó duodécimo la primera manga para remontar y acabar ganando la plata. Siempre arriesgaba y nunca ponía su físico por delante. Le llamaban domador, porque en una época donde los esquís eran más largos y rectos que los actuales, era capaz de curvarlos de tal forma que aunaba velocidad y potencia.
Le dio tiempo a fracasar como actor (interpretando a un detective ligón, como no) y a aparecer en diferentes programas de todo tipo. Ya no es tiempo de machos. Berlusconi hace tiempo que dejó de ser Papá Silvio y la televisión italiana ha dejado de mostrar descomunales mujeres semidesnudas. Pero hasta el día que se muera Tomba seguirá siendo ‘La Bomba’, tanto dentro como fuera de las pistas.
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