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El deportista: ¿nace o se hace?

El deportista: ¿nace o se hace? La pregunta del millón. No es complicado deducir que no hay blanco ni negro. Siempre predomina la equidad. Condiciones innatas, trabajo espartano y una pizca de diosa fortuna. Uno de los libros que adornan mi estantería y que he vuelto a releer durante el confinamiento es ‘El gen deportivo’ de David Epstein. Licenciado en ciencias medioambientales y en periodismo, Epstein es el referente mundial en temas de investigación deportiva y dopaje, así como de genética o entrenamiento científico. En su libro, un sesudo ensayo, Epstein pretende dar respuesta científica a la eterna pregunta: ¿El deportista nace o se hace?

“Es difícil definir si nace o se hace (…) Los deportistas de élite tienen talento deportivo, lo cual se traduce en una mayor capacidad de mejora (…) Esa capacidad tiene un componente genético, pero también psicológico y de entorno”, reflexiona Epstein. Con el avance del siglo XX las evidencias científicas fueron determinando que en función de las características fisiológicas, un deportista era más o menos apto según qué deporte. Comenzó así una selección artificial que produjo que los cuerpos de los deportistas se hiperespecializaran en función de las diferentes disciplinas. El siguiente paso fue someter a esos cuerpos perfectos al mismo entrenamiento, pero, oh, sorpresa, se comprobó que el mismo tipo de cuerpo y el mismo tipo de entrenamiento no obtenían idénticos resultados.

Epstein explica que en 2003, cuando se secuenció el genoma humano, se descubrieron los diferentes genes que hacen al ser humano propenso al éxito deportivo. Es el caso del ATCN3, que produce una proteína trascendental para la contracción muscular. También el ACE, básico para la regulación de la presión sanguínea en momentos de esfuerzo. Sin embargo, se ha demostrado que eso no determina a un gran deportista. En primer lugar porque se puede tener el gen pero no activarlo, y en segundo lugar porque los factores ambientales y de trabajo decretarán el rendimiento del gen.

Y es que Epstein indaga tanto en los determinantes físicos como en el ambiente cultural, y enlaza ambas ideas. Explica que los keniatas, concretamente los de la tribu Kalenjin, tienen  unas piernas extremadamente largas y delgadas y unas caderas estrechas que los hacen perfectos para las carreras de larga distancia. Es una evolución natural para un pueblo nómada que hubo de buscarse alimento en el altiplano keniano superando distancias kilométricas y esfuerzos a gran altitud. Que hoy salgan grandes corredores de allí es fruto del entorno y de una oportunidad laboral (el deporte) que por vez primera en la historia ha permitido convertir a pastores en deportistas profesionales.

El último factor para forjar a un gran deportista no está en los genes, sino en las neuronas. Un superatleta tiene que tener una mente privilegiada capaz de soportar la presión, pero también debe ser capaz de mantener una concentración excelsa. Poseer un cerebro de genio competente para responder en décimas o milésimas de segundo al golpeo de una pelota o al giro del cuerpo. Como en una especie de examen psicotécnico extremo, el deportista de élite es capaz de percibir lo que va a suceder antes de que suceda, tomando decisiones prácticamente de forma irracional.

Es por ello que aunque la ciencia dictamina una respuesta basada en los datos, Epstein lo tiene claro. Es una acumulación de genes, neuronas, entrenamiento y hábitat. Y es por ello que no existe una respuesta científica que determine quien será o no será un deportista de élite.

Y aquí es a donde yo quería llegar.

Hay una diferencia entre ser rápido y pensar rápido.

Hoy vivimos con la ansiedad de validar todo con datos. Pero que me perdonen. Es al revés. Algo es importante porque puede ser medido. No se mide para ser importante. En Estados Unidos hace años que se usa la ‘combine’ para seleccionar a los jugadores de los distintos deportes antes de acceder a la universidad o al profesionalismo. Pero la ‘combine’ mide si eres rápido, no si piensas rápido. Diagnostica, pero no mide la creatividad. Ayuda, pero no puede ser definitivo. Si las estadísticas predominan sobre el criterio, es que no tienes criterio alguno.

Cuando se descifró el genoma humano se esperaba que cada secuencia de ADN fuese individual. La realidad es compleja y cada secuencia interactúa con la otra. Lo que parece que conducía a un resultado, puede acabar conduciendo a un opuesto.

Cuando a Pelé se le pregunta quién es el mejor jugador que ha visto en un campo de fútbol siempre dice que es Garrincha. Extremo fabuloso, los genes de Garrincha determinaban que no podría caminar. Él convirtió esa discapacidad en sus piernas en un regate imprevisible y demoledor. Rocky Marciano era el más liviano y bonachón de los pesos pesados y, para más inri, tenía los brazos cortos, por lo que su alcance era limitado. Pero aprendió a agacharse y escabullirse para crear un boxeador intrépido que lo hizo invencible. Algo parecido le pasó a Wayne Gretzky, el mejor jugador de hockey sobre hielo de la historia. Corto de estatura, aprendió a colocarse detrás de la portería para no recibir golpes y transformó un juego que dependía de la velocidad y de la fuerza, en sentido común, engaño y creatividad.

Los factores biológicos otorgan una ventaja competitiva, pero hay que trabajarla. Tiger Woods golpeaba pelotas de golf con cuatro años, misma edad en la que las hermanas Williams estaban aleccionadas por su padre día y noche a pegar raquetazos. Michael Jordan iba a clase botando el balón y luego echaba canastas en la parte trasera de su casa hasta que su madre le mandaba ir a la cama. Eso es trabajo. ¿Pero cuantos Woods o Jordan hicieron lo mismo y se quedaron por el camino? No hay blanco ni negro. Siempre hay matices.

Fundamental no es sólo entrenar, sino tener libertad. De pequeño hay que jugar. Está demostrado que practicar varios deportes desarrolla la creatividad y la imaginación. Se debe experimentar y cometer errores para aprender. Hoy los padres de los niños escogen un deporte desde muy pequeños y los inscriben en escuelas donde todo responde a una organización que recuerda a un penal. El control es excesivo. Se debe practicar un deporte, no porque sea bueno para ti, sino porque te hace feliz. Las decisiones y la presión ya te llegarán en la adolescencia. Pelé hizo karate, de donde consiguió esa flexibilidad extraordinaria para jugar al fútbol, que le permitía caer con inteligencia tras sufrir una fuerte tarascada. Jordan enredaba continuamente con el beisbol. Bob Hayes, campeón de los 100 metros lisos en los JJ.OO de 1964, aprendió a correr como los dioses con el casco de fútbol americano. Y la también velocista Marion Jones usó su aprendizaje en el baloncesto para perfeccionar sus saltos de longitud.

En definitiva, todo se resume en un don que hay que trabajar. Sin uno no hay lo otro, y viceversa. Wayne Gretzky tenía un hermano menor que jugaba al hockey las mismas horas que él y que fue a los mismos equipos infantiles que él. Uno acabó siendo leyenda y el otro no pasó de las categorías inferiores. Otros, como las hermanas Williams, acaban llegando a la élite, pero ni aunque fueran gemelas podrían clonar resultados y rendimiento.

A mayores de genes y de entrenamiento, una característica que distingue a los genios del resto de deportistas es la innovación. Son alteradores del paradigma. Dominan lo esencial de su deporte y les aburre hacer siempre lo mismo. Son una especie que se nutre de ideas e imaginación. De ahí la importancia del cerebro.

Laary Bird jugaba como si la pelota se le ralentizara en sus manos. No es que sus dedos fuesen más rápidos, es que iban al sitio al que tenían que ir antes de que las cosas sucediesen. Durante un partido en la temporada de 1985 se le ocurrió tirar a canasta con la mano izquierda, prohibiéndose a sí mismo hacerlo con la derecha. Roger Federer ha confesado que en los partidos de primeras rondas de los torneos se motiva a si mismo buscando golpes imposibles en las esquinas. Michael Jordan empapelaba el vestuario con recortes de prensa, a veces inventados, de sus rivales criticándole para auto motivarse antes de un duelo intrascendental.

Estas cosas no son medibles en datos. No hay ‘big data’ capaz de computar el instinto asesino de un campeón. Los campeones son como los perros de trineo. Si los paras, se deprimen.

Se necesita la furia por dominar una materia y la capacidad para aprenderla. Necesitas la creatividad y necesitas los datos. Dick Fosbury inventó una forma de saltar revolucionaria al ser el primero en superar el listón de espaldas. Hoy la ciencia corrobora que es la mejor forma de hacerlo en función de la masa y del arco que forma el cuerpo, pero el mérito de Fosbury es que lo hizo antes de que la ciencia lo afirmase. Él contaba con los conocimientos científicos para saberlo (era ingeniero), pero tuvo la valentía y la creatividad necesaria para ponerlo en marcha.

Se dice que se puede enseñar a defender, pero no a meter goles. Los grandes entrenadores son sargentos detrás de los focos, pero fantasmas delante de las luces para que las estrellas sean deportistas libres. No son números. Hay que saber hacer sentir incómodo al genio, pero al mismo tiempo ser su mejor amigo. Ser estratega y ser un filósofo. A Michael Jordan lo encauzó Phil Jackson. A Rafa Nadal su tío Toni.

Vivimos en un mundo en el que sólo existe el ahora. Todo el mundo quiere emocionarse y ver algo que nunca ha visto, que no esté medido. Pero eso requiere espontaneidad. Y la espontaneidad va en contra del ‘big data’. Maradona nunca habría pasado una ‘combine’ norteamericana. Sus números, sus datos y sus títulos palidecen ante otros genios del balón. Y sin embargo, es un semidios.

Y si todo estuviese medido, nunca hubiese habido ‘una mano de dios’.

“He luchado con caimanes, peleado con ballenas. He esposado relámpagos, metido truenos en la cárcel. Soy malo. He asesinado a una roca, herido a una piedra y a un ladrillo hospitalicé. Soy tan malo que a la medicina enfermé. Soy tan rápido que podría atravesar un huracán y no mojarme”, Muhammad Alí, uno de los más grandes deportistas de todos los tiempos.


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