Jim Thorpe: Un camino iluminado por un gran relámpago
Tras lograr las medallas de oro en las pruebas de decatlón y de pentatlón con unas marcas cósmicas en los Juegos Olímpicos de Estocolmo de 1912, Jim Thorpe se preparó para recibir sendas distinciones olímpicas de manos del rey Gustavo V de Suecia. El monarca, admirado por unos registros que perdurarían durante casi dos décadas, se acercó a aquel piel roja mientras le daba la presea y le espetó: “Usted, señor, es el atleta más grande del mundo”. En 1912 un rey era un rey, pero a Jim Thorpe pareció no importarle en demasía. Se encogió de hombros y contestó con un lacónico “gracias rey”. Cuando un par de semanas después un desfile de miles de personas recorra la Quinta Avenida de Nueva York y Broadway para honrarle, Jim Thorpe sólo acertará a señalar, sin darle la menor importancia al hecho; “Oí a la gente gritar mi nombre y no podía entender cómo una sola persona podía tener tantos amigos”.
Aquel hombre, a la vez tan admirado y tan sencillo, acabaría sus días en la indigencia y feneciendo en el más absoluto olvido.
Jacobus Franciscus ‘Jim’ Thorpe nació en 1888 en una reserva india del estado de Oklahoma. Su raíces serían motivo de escarnio para Donald Trump. Su padre era hijo de un irlandés y de un piel roja. Su madre era hija de un francés y de un indio potawatomi. Aunque le inculcaron la fe católica, Jim fue obligado a cursar sus estudios en la Carlisle School, un programa escolar creado por el Senado norteamericano para ‘civilizar’ a la nación india y que estuvo en funcionamiento hasta 1918. Allí el niño Thorpe era conocido como ‘Wa-tho-huk’, que podríamos traducir como ‘un camino iluminado por un gran relámpago’.
Y un relámpago es lo que era Jim Thorpe. Pasó su niñez pescando, cazando y cultivando con sus propias manos y cuando llegó a la adolescencia era un fornido chaval capaz de destacar en cualquier deporte. Huérfano de padre y madre antes de llegar a la veintena, probó con éxito en el beisbol y en el fútbol americano, hasta que se decantó por el atletismo. Así, con 24 años, adquirirá la gloria olímpica en Suecia. Y apenas unas semanas después de su fastuoso recibimiento en Nueva York se casará con Iva Millar, su amor de juventud.
Todo marchaba sobre ruedas, pero al poco de comenzar 1913 una investigación periodística descubre que Thorpe había cobrado un sueldo por jugar una liga de verano con un club de béisbol. Por entonces los atletas que acudían a los JJ.OO debían de ser amateurs, con lo que estaba penalizado el cobro de cualquier cantidad económica por hacer deporte. En la práctica la gran mayoría de atletas cobraban, ya fuese falsificando su nombre o bien aceptando un trabajo como mera formalidad con el que poder justificar los ingresos percibidos bajo cuerda. Jim Thorpe, un hombre casi analfabeto, pecó de ignorante y ni supo ni quiso defenderse de tales acusaciones. El Comité Olímpico Internacional le retiró sus medallas y la prensa estadounidense tiro de racismo para enfangar su legado.
Tocado, pero no hundido, Jim decidió dedicarse profesionalmente al fútbol americano y aparcar sus sueños olímpicos. Jugó en los New York Giants donde acumuló honores y grandes sumas de dinero que malgastó en tres matrimonios y múltiples desgracias familiares. Como hombre era un despojo, pero el reconocimiento de sus colegas de profesión permanecía intacto. Sus dos medallas de oro permanecieron recluidas en una caja fuerte en la sede central del COI de Lausana porque Ferdinand Bie y Hugo Wieslander, los segundos clasificados en Estocolmo, se negaron a aceptar aquellas preseas ante el fuerte respeto que sentían hacía Jim Thorpe.
En sus últimos años en los Giants apenas jugará víctima de sus abusos con el alcohol y cuando en 1926 se retire lo hará con una gran cantidad de deudas a sus espaldas. Sin el salvavidas del deporte la vida de Jim se hundirá por completo. Hacía años que su vida personal estaba rota. Desde que su hijo mayor falleciese al poco de nacer, Jim se había convertido en un alcohólico empedernido. Se divorcia de su primera esposa que le acusará de abandono del hogar y se casará en segundas nupcias con una mujer que le dilapidará todo su dinero.
Los pocos ahorros que le quedaban se esfumarán por culpa del crack bursátil de 1929 y a partir de ahí Jim Thorpe tendrá que malvivir para sostener a tres mujeres (reincidirá y volverá a pasar por la vicaría) y a siete hijos. Trabajó como albañil, estibador, portero de discoteca, guardia de seguridad y hasta de indio en varias películas de Hollywood. Pero es inútil. Los trabajos duran poco y el dinero se esfuma día tras día tras la barra de un bar.
Olvidado por el gran público, en 1950 salta la noticia de su hospitalización por culpa de un cáncer. Se descubre que vive con su tercera mujer en una caravana, deambulando de un lado a otro de Estados Unidos y presumiendo de ser un jefe indio. Al año siguiente Burt Lancaster protagonizará ‘Jim Thorpe. All-American’, una película que arrasará en taquilla pero por la que Jim no percibe ningún dólar. En 1931 había sido engatusado por un directivo de la Metro para que le cediera los derechos de su vida para el cine, por lo que no obtuvo beneficio alguno del éxito de la película. Cuando se corre la voz de su desgracia comienza una campaña pública para su socorro y afloran las donaciones públicas para ayudar al bueno de Jim. Recauda el dinero necesario para la operación, tiene un golpe de suerte y logra tumbar al cáncer pero el calor del público se desvanece y Thorpe retoma sus costumbres ebrias. Rodeado de sus siete hijos y de su tercera esposa instala su caravana en California donde, entre golpe y golpe de whisky, fallecerá en 1953 víctima de un ataque cardiaco.
No sería hasta 1982 cuando el COI restituya el honor de Jim Thorpe y Juan Antonio Samaranch haga entrega a sus herederos de las dos medallas de oro que le fueron birladas. Años más tarde, en 1999, serían los Estados Unidos los que devolverían el honor a Thorpe y a los piel rojas al considerarlo el tercer mejor deportista de la historia del país, tan sólo por detrás de Babe Ruth y de Michael Jordan. Pocos se acordaban entonces que ya había sido elegido el mejor deportista americano del primer cuarto de siglo y en 1950 el mejor de la primera mitad de la centuria.