La primera vez de Federer
En el 2003 empezaba a asomar un estilo de música llamado reggaetón, considerado una horterada ante el techno, el trance o el Italia-disco. Matrix era lo más parecido al futuro que jamás íbamos a conocer y devorábamos televisión en directo viendo Los Serrano. En cosas más mundanas, los españoles disfrutábamos de una era económica dorada mientras en Europa se debatía sobre una Constitución para todos. Lula da Silva aún era la esperanza de un mundo mejor y EEUU bombardeaba Irak para acabar para siempre con el terrorismo yihadista.
En Italia estaba el mejor fútbol del mundo y en Grecia el mejor baloncesto de Europa. En el país heleno se preparaban para maravillar con unos fastuosos JJOO cuando aún era un honor y un privilegio organizarlos. Lance Armstrong dominaba el Tour ayudado por la EPO y entre los diez mejores de cada carrera siempre había cuatro o cinco españoles. De España también era el habitual campeón europeo de balonmano, Schumacher y Ferrari no se cansaban de ganar y Kim Collins conquistaba los 100 metros lisos con un discretísimo 10’07’’.
Lo que no ha cambiado en tres lustros es el señor que domina el arte de jugar al tenis con una clase y una suficiencia inigualable. Roger Federer tuvo su primera vez en 2003. Analizándolo fríamente, poco ha cambiado el suizo en quince años. Su juego se basa en la colocación, la derecha, el saque y la capacidad de minimizar esfuerzos para ganar con un exiguo número de golpes. Es un depredador que espera pacientemente a su presa cansándola y petrificándola hasta que decide dar el golpe de gracia. Sí, es cierto que en esta nueva reinvención de Federer el revés a la altura de la cintura es un arma mucho más mortífera, pero la base sigue siendo la misma.
El año anterior Federer había sido eliminado en primera ronda por Mario Ancic, de aquellas un imberbe de 18 años. Para el torneo de 2003 el suizo se presentaba como cuarto favorito. No tuvo excesivos problemas hasta semifinales cuando le tocó luchar ante Andy Roddick, el sucesor de Sampras y Agassi en la hegemonía estadounidense del tenis. La suerte para Federer es que el propio Agassi, Ferrero y Hewitt, gran favorito y número uno del mundo, ya hacía tiempo que no estaban en competición.
El suizo destrozó a Roddick en una exhibición que pocos esperaban. La fluidez en su juego, la elegancia de sus derechas y la efectividad de su saque encandilaron a todos los espectadores de Wimbledon. Federer estaba camino de los 22 años y era considerado un buen jugador pero inferior al norteamericano. Era impensable que llegara a ser el mejor de la historia. Había explotado tarde para los cánones tenísticos del momento.
Su rival en la final fue un especialista en hierba, el australiano Mark Philippoussis. Visto y no visto. En tres rápidos sets, Federer acabó con el australiano que no llegó a tener ni una bola de break.
Había nacido una estrella, y pocos lo esperaban. Se sabía que Ferrero ganaría Roland Garros, pero los expertos daban por hecho que llegaría ser un tirano en la tierra. Se esperaba que la fortaleza mental de Hewitt lo llevara a la dominación del tenis de la década y se creía que el potencial de Safin nos haría disfrutar de un tenis de incomparable calidad. Nada de eso ocurrió. Aquel torneo de Wimbledon hizo sospechar que Roger Federer podría ganar cualquiera de los Grand Slam y que la habilidad y el ingenio de su juego eran muy superiores al de sus coetáneos. Su futuro se presentaba brillante. Y su presente lo sigue siendo.