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A los 100 años del gol olímpico

En 1916, para conmemorar el centenario de su independencia, Argentina organizó un torneo de fútbol al que invitó a Brasil, Uruguay y Chile. La propuesta fue un éxito y tuvo continuidad al año siguiente ya bajo el auspicio de la recién fundada Conmebol (Confederación Sudamericana de Fútbol) con el nombre de Copa América. Aquel juego traído por escoceses a través del Río de la Plata había evolucionado de tal forma que era en Sudamérica donde se practicaba el fútbol más avanzado táctica y técnicamente del planeta, siempre con el permiso de Gran Bretaña. Para muestra un botón. Mientras la Conmebol se crea en 1916 hay que esperar a 1954 para que en Suiza se funde la UEFA (Union des Associations Européennes de Football).

Trasladémonos ahora a 1921. Por aquel entonces tuvo lugar el congreso de la FIFA (Fédération Internationale de Football Association) en el que fue elegido presidente el francés Jules Rimet. Era Jules Rimet un hombre empecinado. Abogado de profesión y árbitro aficionado, nunca jugó al fútbol, pero demostró unas dotes organizativas y políticas de primer nivel. Su deseo era crear una Copa del Mundo de fútbol. Pero era un deseo a medio plazo. Sabía que ante la negativa inglesa a participar (con su flema inglesa se creían por encima del bien y del mal) y con un mundo en proceso de reconstrucción tras el fin de la I Guerra Mundial, debía esperar unos cuantos años. Apostó por una solución de compromiso. La decisión que tomó en aquel congreso de 1921 era que mientras ese momento llegara “la Federación Internacional reconocerá el Torneo Olímpico de Fútbol como un Campeonato del mundo amateur si éste es organizado conforme a los reglamentos”. Así entonces, la competición de fútbol de 1924 a celebrar en los Juegos Olímpicos de Paris iba a tener rango de Copa del Mundo.

En aquellos tiempos el fútbol sudamericano era un desconocido en el Viejo Continente. Fueron escoceses los que llevaron el juego a los puertos de Montevideo y de Buenos Aires. Y este hecho es significativo, dado que, a diferencia de los ingleses, los escoceses propugnaban un juego de pase y movimiento. Pronto los hijos de la inmigración italiana y española convertirían aquello en un fútbol dinámico donde la garra y el gambeteo iban de la mano.

La selección de fútbol de la República Oriental del Uruguay era la vigente campeona de América. Y su fútbol era avanzado. Algunas de las primeras referencias al líbero o al delantero centro móvil las encontramos en Uruguay. Pero por mucho que su nivel fuese excelso, que un país del otro lado del charco viajase a Europa se antojaba harto complicado. Había que afrontar un largo y pesado viaje en barco y solicitar una ausencia de un par de meses en el puesto de trabajo para poder prepararse y competir. La competición sólo daba permiso a la participación de amateurs, aunque era por todos sabido que la mayoría de los futbolistas cobraban bajo cuerda.

Atilio Narancio, presidente de la federación charrúa, vio en los Juegos de 1924 la oportunidad de elevar el nombre de su país a los altares. Vendió varias de sus propiedades para sufragar una expedición que iba a convertir en el sueño de su vida. Convenció a los más escépticos con una serie de partidos amistosos para sacar cuartos y, esencialmente, prometió la gloria eterna a los jugadores que viajasen con él a Francia.

La selección uruguaya desembarcó en el puerto de Vigo el 6 de abril de 1924 con una calurosa bienvenida de los aficionados gallegos, la inmensa mayoría de ellos con familiares repartidos a lo ancho y largo de Sudamérica. Era la primera vez que una selección sudamericana de fútbol viajaba a Europa. Y causó sensación. Disputaron nueve partidos amistosos en España, para saldar el consabido balance de cuentas, y salieron victoriosos en todos ellos. Impresión causaron las contundentes victorias ante el Real Madrid y Athletic de Bilbao, los dos grandes equipos del momento. Habían viajado en tercera clase en un barco que tardó mes y medio en cruzar el Atlántico, pero ya se vislumbraba que volverían a casa con billete de primera.

De Madrid a París serían unas 30 horas de tren y más de 3.000 espectadores (una cifra considerable en la época) verían la fácil victoria de los exóticos uruguayos ante Yugoslavia (7-0) en el primer partido del torneo. Después vencieron a Estados Unidos (3-0), Francia (5-1), Países Bajos (2-1) y a Suiza en la final (3-0). Uruguay había arrasado. El impacto fue tal que se estima en cerca del millón de mapamundis los que se vendieron en París y alrededores tras la victoria uruguaya, para poder así ubicar al pequeño país latinoamericano en el mundo. No era para menos. La ciudad de Paris contaba con más habitantes que la totalidad del Uruguay. En Montevideo se decretó fiesta nacional y se emitieron sellos conmemorativos. No era una victoria deportiva, era un éxito cultural y una prueba de que las jóvenes naciones sudamericanas podían competir contra los viejos estados europeos.

Toda Europa, salvo los orgullosos y profesionales ingleses, celebró el triunfo uruguayo como un triunfo del refinamiento. Las imágenes de la época nos enseñan lo que hoy conocemos como estilo sudamericano. Pases al primer toque y decenas de gambetas. Con un ritmo y una velocidad notablemente inferior al fútbol del siglo XXI, pero muy alejado del prototipo inglés de fuerza, balón el aire y todos al área.

Fue tan extraordinaria la actuación de aquella selección charrúa, que al acabar la final el público parisino que abarrotaba el Estadio Olímpico de Colombes (ahora ya no eran 3.000 sino 45.000 almas) irrumpió con una sonora ovación. Pierre de Coubertin (presidente del COI) se dirigió al seleccionador uruguayo y le propuso dar una vuelta al campo para que los jugadores fuesen saludando al público.

Había nacido la Vuelta Olímpica.

La primera vuelta olímpica

Meses después Uruguay disputó un par de partidos amistosos ante Argentina para conmemorar el triunfo. Primero en Montevideo para luego devolver visita en Buenos Aires. También servía como preparativo para la Copa América que se iba a celebrar dos semanas más tarde. El caso es que no eran unos choques amigables sin más. Ningún duelo entre charrúas y argentinos lo era. En toda Europa alabaron por bello el triunfo de Uruguay. En Argentina no hizo gracia alguna la victoria. Uruguay volverá a ganar los Juegos Olímpicos en 1928 y saldrá campeón del mundo en 1930 al derrotar en la primera final a Argentina. El balance en Copa América a esas alturas era de Uruguay (6) y Argentina (4). Los argentinos hubieron de esperar a finales de los 40 para ponerse en primera posición, pero no fue hasta 1978 cuando lograron su primer Mundial mientras los uruguayos sumaban dos. Aquello dolía hasta en lo más hondo el orgullo argentino. Olvídense de Brasil. No existe mayor odio futbolístico que el que hay entre las dos orillas del Río de la Plata. Y el balance, durante muchas décadas, fue favorable al pequeño país de la República Oriental del Uruguay.

En el campo bonaerense de Barracas (hoy recinto menor, antaño un pequeño coloso para 40.000 almas) la selección argentina recibe a la uruguaya. El partido se celebra un 2 de octubre de 1924. Hace un siglo de ello. En el minuto quince de partido el extremo izquierdo argentino, de nombre Cesáreo Onzari, se dispuso a lanzar un saque de esquina. El balón salió volando desde su pie y se coló en la portería sin que nadie la tocase. El público no lo celebró al no comprender lo que sucedía. Era la primera vez en la historia que se veía algo así. Los uruguayos se quedaron mudos. Cuando consiguieron hablar protestaron y aseguraron que su portero (Antonio Mazzali fue el primer retratado por la vergüenza) había sido empujado irregularmente. El árbitro no hizo caso alguno.

Luego se culpó al viento y se dijo que Onzari había tenido la intención de centrar y nunca de tirar. Él juró toda su vida que aquello había sido un intento de gol. La suspicacia siempre estará presente en este tipo de lanzamientos, pero podemos dar por buena la versión de Onzari. Justo ese año, 1924, la International Board había modificado el reglamento del fútbol. Hasta entonces el saque de córner estaba reglamentado como lanzamiento indirecto, por lo tanto, era ilegal el gol si la pelota no contactaba antes de entrar en la portería con algún jugador. Si Onzari había marcado el primer gol directo desde córner de la historia era, entre otros motivos, porque hasta esa modificación de la regla de 1924 haberlo hecho se hubiese considerado gol ilegal.

El gol de Onzari

El caso es que aquel gol causó impresión y pronto fue bautizado. Era el primer gol que Uruguay encajaba como campeón olímpico y la prensa hablaba del tanto como “el gol de Onzari a los olímpicos”. En adelante se simplificó la expresión para ser llamado gol olímpico. Así fue calificado el tanto de Onzari en parte por admiración al gol y en parte por admiración a esa gran selección uruguaya.

A partir de ese momento al tanto anotado directamente desde saque de esquina se le conocerá como gol olímpico.

— LOS GOLES OLIMPICOS —

Anotado desde el córner, el gol olímpico es el chaflán del fútbol. Si el tanto desde saque de banda (con la mano) está vetado, el de saque de esquina (con el pie) es quizás el más difícil que se le concede al balompié. Requiere ingenio trigonométrico ante la imposibilidad del ángulo, las decenas de cabezas y de piernas que pueblan el área y las manos del arquero siempre atentas a lo que podría significar una afrenta.

El gol olímpico es una suerte extremadamente difícil de ejecutar con éxito. Requiere técnica, pero también valentía para llevarla a cabo, y en el desenlace influye tanto la intención como el azar sin que nunca se sepa a ciencia cierta cuánto hay de cada. Uno de los goles olímpicos más celebrados tuvo lugar en 1953 cuando Hungría derrotó en Wembley a Inglaterra por 3-6 en el duelo que finiquitó para siempre la mal considerada superioridad inglesa. Aquella tarde Ferenc Puskás anotó un tanto ante Billy Wright tras dejarlo sentado en un fastuoso regate y luego convirtió un segundo gol tras saque directo desde la esquina pegándole con el exterior de su pie izquierdo. Muchos años después Roberto Carlos anotaría también un gol olímpico con el exterior defendiendo los colores del Corinthians en el ocaso de su carrera.

El gol olímpico es una suerte que cuenta con muchos más seguidores en América que en Europa. Prueba de ello es que el uruguayo Juan ‘Cococho’ Álvarez es el hombre récord al haber anotado ocho goles olímpicos en su carrera. En una ocasión, defendiendo los colores de Deportivo Cali, anotó dos tantos en un mismo partido disputado ante Deportivo Cúcuta. El más reciente, y también uruguayo, Álvaro ‘Chino’ Recoba cuenta con seis goles olímpicos y decenas de intentos fallidos a lo largo de su trayectoria. Ocho goles también se le contabilizan a Dejan Petkovic, un serbio que con 22 años pasó sin pena ni gloria por el Real Madrid y que luego tuvo una gloriosa carrera en Brasil con el cambio de siglo. Al bético Rogelio (1962-1978), al que apodaban La Zurda de Caoba por su exquisita técnica y que espetaba a los entrenadores aquello de correr es de cobardes porque era igual de bueno que de vago, se le contabilizan diez goles olímpicos entre partidos oficiales y amistosos.

Sigamos en Europa. Bernd Nickel. Doktor Hammer como apodo. Pequeño, pero de fortísimo disparo. Especialista en lanzamientos de falta. Más de 400 partidos defendiendo la camiseta del Eintracht de Frankfurt entre 1967 y 1983. Se le contabilizan cuatro goles olímpicos. ¿Lo reseñable? Uno en cada uno de los cuatro triángulos y los cuatro banderines de las cuatro esquinas de un campo de fútbol. A Charlie Tully, futbolista del Celtic en los años 50, le mandaron repetir lanzamiento tras un gol olímpico dado que el balón estaba fuera del triángulo del córner. Marcó a la primera y también a la segunda. En España destacó la figura de Jesús Landaburu, quien anotó tres goles olímpicos en una misma temporada aprovechando las dimensiones reducidas de Vallecas cuando militaba en el Rayo. Luego jugaría en Barça y en el Atlético, pero sin volver a repetir nunca más la hazaña.

Maradona únicamente anotó un gol olímpico en su carrera, aunque fue uno de los tres que anotó en un mismo partido de la Serie A ante la SS Lazio. No logró anotar ninguno en un Mundial, suceso harto improbable, dado que sólo ha ocurrido en una ocasión. Fue en el Mundial 1962. El colombiano Marcos Coll anotó un gol olímpico que sirvió para lograr el empate ante la Unión Soviética en un partido de la primera ronda. El portero agraviado fue el mítico Lev Yashin al que le llovieron miles de críticas y quien fue recibido a pedradas al volver a Moscú. Llegó a apartarse del fútbol durante unos meses para volver con fuerza al año siguiente y completar un curso brutal en el que únicamente encajo seis goles, lo que le valió el Balón de Oro de 1963. Yashin, por cierto, fue olímpico, y logró la medalla de oro con la URSS.

Por último, y como curiosidad final, en la temporada 2017/18 en el partido entre la ACF Fiorentina y el Bolonia FC de la Serie A se vieron dos goles olímpicos en el mismo encuentro. Jordan Veretout por los primeros y Erick Pulgar por los segundos marcaron un gol olímpico por cada equipo en un plazo de tres minutos.

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