Cuando Pedro Carrillo se convirtió en Pete Carril
Pensilvania es un rectángulo casi perfecto. Uno de esos estados tirados con escuadra y cartabón producto del funcionalismo de los padres fundadores de los Estados Unidos. Fue William Penn el que tomó posesión de esas tierras en nombre del rey de Inglaterra y fue en Pensilvania, concretamente en su capital Philadelphia, donde los descendientes de aquel cuáquero inglés firmaron la Declaración de la Independencia y constituyeron los Estados Unidos de América.
Pensilvania era lugar de profundos bosques (Penn + selva) y generosos pastos. Pero con los años Pensilvania se convertiría en uno de los ejes del rápido crecimiento del país gracias a su industria pesada. La ciudad del acero por excelencia era Pittsburg, urbe situada al oeste del estado. Ahora sin humos, revela un paisaje de fábricas abandonadas de cristal y acero. Pittsburgh era la más conocida de esas ciudades que comenzaron brillando con el siglo XX y acabaron en la penumbra en el XXI. Otra de ellas era Bethlehem (Belén), situada en la otra punta de Pensilvania y lugar donde se asentaba la acería más grande de Norteamérica. Allí, en su época de esplendor, llegaron a censarse ciudadanos de más de ochenta países diferentes, todos emigrados en busca de un futuro mejor.
Entre esos miles y miles de extranjeros los había españoles. Uno de ellos era de Riaño, León, pueblito a los pies de los Picos de Europa. Pronto encontró trabajo en la acería. Había centenares de trabajadores españoles en Bethlehem y estaban muy bien valorados porque no protestaban (quizás también porque no sabían el idioma) y la mayoría tenían experiencia en los altos hornos vizcaínos o en las minas asturianas. De hecho, aquel leonés se había casado con una salmantina cuando trabajaba en los Altos Hornos de Bilbao.
Al poco la citada pareja tuvo un hijo. Le pusieron Pedro José y su apellido era Carrillo. Era 1930. Empezó la escuela chapurreando inglés y deseando acabar las clases para echar una partida a la brisca con su padre y jugar al fútbol con los otros niños españoles del barrio. Pero Pedro estaba mucho tiempo solo. Su padre trabajaba de sol a sol y a la pobre de su madre la perdió el mismo día que vino al mundo su hermana pequeña. Así que con tanto tiempo libre cultivó otras aficiones. Lo que más le gustaba era coger el autobús y acercarse a la cercana Philadelphia a ver los partidos del equipo de baloncesto de la Universidad de Pensilvania. Lo que más le llenaba de la experiencia era decirles a sus amigos que ‘The Palestra’, que así era como se llamaba el histórico pabellón aun en pie, había sido construido con acero fabricado por su padre.
Pronto Pedro dejó el soccer y se pasó al baloncesto. No era alto, apenas media 170 centímetros, pero le encantaba aprender y era extremadamente listo. Destacó en el instituto, aunque el básquet universitario ya fue demasiado corte para un chico tan bajo. No obstante, llamó la atención de su técnico, un tal Butch van Breda Kolff. El que con los años acabaría siendo entrenador de Pistons o Lakers entrenaba entonces a la Universidad de Princeton, y antes de salir rumbo a la NBA, dejó un recado en la afamada institución académica: “Conozco al mejor entrenador del mundo, aunque no lo vais a contratar porque es medio calvo, tiene las orejas grandes y viste muy mal. Se llama Pedro”.
Era 1967. Pedro Carrillo iba a dirigir el equipo de baloncesto de Princeton, una universidad de reconocido prestigio en el ámbito académico, pero de nulo éxito en los ambientes deportivos. Princeton forma parte de la Ivy League, la división de la National Collegiate Athletic Association (NCAA) que engloba a universidades de la categoría de Yale, Harvard o Columbia, donde los jugadores no son elegidos en base a sus méritos deportivos sino en relación a sus aptitudes académicas. Un campeón de la Ivy League, sea la universidad que sea, es objeto de derrota cuando se enfrenta a cualquier otro equipo de la NCAA.
Así pues, Pedro Carrillo iba a tener que darle a la mollera si quería sacar rendimiento de aquel equipo. Lo primero que hizo fue convertirse en Pete Carril. Era 1967. No estaban de moda los latinos, ni la multiculturalidad, y un tipo rechoncho llamado Pedro Carrillo nunca obtendría el respeto de sus jugadores.
Fueron 29 las temporadas que Pete Carril dirigió al equipo de baloncesto de la universidad de Princeton. Y lo hizo con notable éxito, perfeccionando y modificando una forma de atacar que se daría a conocer como ‘ataque Princeton’ y que le granjeó un respeto y una fama que jamás podría haber ni imaginado cuando Pete simplemente era Pedro.
Entendió que con lo limitado que era su equipo debería explotar el juego colectivo a través de una rápida circulación del balón. En el ‘ataque Princeton’ existe el movimiento continuo, con y sin balón, lo que enmascara las debilidades técnicas y físicas de cada individuo. Con esa forma de jugar, Princeton se ganó una merecida fama de matagigantes. Por entonces hasta se pensaba en descalificar a los miembros de la Ivy League de la primera división de la NCAA por su escaso rendimiento, pero todo cambió cuando los bajitos de Princeton aguantaron en pie hasta el último segundo de un recordado partido frente a la temible Georgetown de Dikembe Mutombo (2,18 m) y Patrick Ewing (2,13 m). Antes de aquel histórico partido Newell puso a sus asistentes a defender con escobas en el calentamiento para acostumbrar a sus jugadores a luchar contra gigantes.
“¿De qué sirve ser español si no puedes perseguir molinos?”, dijo Newell en la rueda de prensa de su última victoria como entrenador universitario cuando Princeton venció por dos puntos a la poderosísima UCLA. Un triunfo de David contra Goliat, titularía la prensa norteamericana. Era 1996 y a los 66 años a Carril le llegaba la oportunidad de la NBA.
El sueño de Pedro era jugar como los Boston Celtics de Red Auerbach. Dirigir a un equipo de defensa feroz, transiciones veloces y certero al contraataque. Pero nunca pudo. La limitación de sus plantillas en Princeton le obligó a jugar un baloncesto pausado en el que se llevaba al límite el reloj de posesión. Tenía que ser lento por necesidad y a través del juego colectivo armarse de paciencia para dar con el momento exacto con el que tirar a canasta.
Pero en 1996 a Pete Carril se le abrió el cielo. Tendría el enorme talento de una plantilla de la NBA a su disposición y un entrenador que confiaba en su inteligencia. Porque Carril no sería primer entrenador, simplemente formaría parte del organigrama de Rick Adelman. Pero éste era sabedor de la inteligencia de aquel hijo de españoles y le encargó diseñar las jugadas de ataque y convertir el ‘ataque Princeton’ en la seña de identidad de los Sacramento Kings.
Aquel equipo dirigido por Vlade Divac y Chris Webber, dos hombres altos con mentalidad de bases, se convirtió en una de las escuadras más atractivas de la NBA y solo los Lakers de O’Neal y Kobe Bryant les impidieron convertirse en campeones. Los Sacramento Kings, hasta entonces un equipo sin rumbo, fueron durante un lustro una perfecta combinación de egos donde el pase extra y la solidaridad imperaban sobre todo lo demás y el juego bonito gobernaba por encima de los resultados. A sus 70 años Pete Carril había logrado la perfección con su querido ‘ataque Princeton’.
La idea de que si la pelota y el jugador no dejan de circular el balón finalmente encuentra su destino, estuvo y estará presente en cualquier cancha de baloncesto. Pero fue aquel hijo de un leonés el primero que, agobiado por la necesidad, diseñó un quinteto con cinco exteriores sin presencia de pívots tan en boga en la actualidad. Mucho antes de que Golden State Warriors ganase cuatro anillos de la NBA con Draymond Green haciendo de pívot sin llegar a los dos metros, los Tigers de Pedro Carrillo ya hacían lo mismo desde la neoyorkina universidad de Princeton.
“Cualquier aficionado al baloncesto poco sofisticado podía admirar y entender a un equipo de Pete Carril a primera vista. También el adicto a los aros más devoto podía ser hechizado por un equipo de Carril en movimiento. Era baloncesto, no de talento, sino de equipo. Puede que no sea la forma en que todo el mundo debería jugar, pero era la forma en que todo el mundo solía intentar jugar”. ‘The New York Times’ tras el fallecimiento de Pedro Carrillo (Pete Carril).
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