La ambición de Europa
Cuentan que, cuando en la década de 1960 la NASA entrenaba a sus astronautas para llevar al ser humano al cosmos, se adentraron en parajes desérticos de aspecto lunar en el que habitaban comunidades de nativos americanos. Un anciano sioux observaba en silencio a aquellos hombres de trajes galácticos cuando uno de ellos se acercó a saludarlo. El anciano se le arrimó y le dijo: “La gente de mi tribu cree que en la Luna viven espíritus sagrados; ¿Le puedo dar un mensaje para cuando lleguen allí arriba?”. El astronauta asintió y el sioux pronunció unas extrañas palabras en su lengua nativa. El conductor espacial le preguntó que significaban, pero, sin suerte, ya que el anciano le dijo que era un secreto. Fue cuando llegó a las instalaciones de la NASA cuando un traductor, tras soltar una carcajada, le comunicó cual era el mensaje que el anciano sioux quería enviar a los espíritus de la Luna:
“No creáis ni una palabra de lo que os diga esta gente blanca. Solo han venido hasta aquí para robaros vuestras tierras”.
¿Por qué Europa conquistó el mundo? La historia de Europa es una historia de ambición y de expansión del conocimiento. Cuando en 1492 un grupo de intrépidos hombres al bordo de una carabela de nombre Santa María aviste tierra en el Caribe lo harán por el afán de obtener riquezas y poder, pero, mayormente, para obtener nuevos conocimientos. Quizás lo reos que poblaban el barco no pensasen así, mas la intención de Colón era aumentar su saber. ¿Qué hay más allá de ese punto? Comprender como el continente más pequeño en extensión y de escasos recursos naturales pudo dominar el mundo es entender un acervo de conocimientos jurídicos, culturales o religiosos. Las expediciones eran una forma de buscar respuestas.
Luego vino la Revolución Industrial y transformó los horarios convirtiendo el tiempo en patrón para todas las actividades humanas. En el medievo había un reloj en la plaza del pueblo. Ahora Greenwich dicta los designios de la vida. La cadena de montaje, los medios de comunicación y la familia son esclavos del reloj. El progreso lo hizo trastornando la sociedad. La urbanización, la desaparición del campesinado y aumento del proletariado, la atribución del poder al individuo, la democratización o la cultura juvenil. Pero todos estos trastornos quedan empequeñecidos ante el cambio más trascendental en la historia de la humanidad: el fin de la familia y la comunidad en sustitución por el Estado y el mercado.
Hasta tiempos no muy lejanos los humanos vivían en comunidades pequeñas y su vida giraba alrededor de una familia. Cuando una persona enfermaba, la familia cuidaba de ella. Cuando envejecía, la familia le asistía y los hijos eran el fondo de pensiones. Cuando uno moría, la familia se hacía cargo de los huérfanos. Si quería construir una casa, se le echaba una mano. Si quería montar un negocio, se le prestaba dinero. Si quería casarse, la familia daba el visto bueno. Y si el problema era tan grande que la familia no lo podía solucionar, era la comunidad la que se encargaba de ejercer de banco y policía sin pedir nada a cambio.
Se trabajaba en el negocio familiar o en el de un vecino. La familia constituía el sistema educativo, el de salud, el fondo de pensiones o la industria de la construcción. Y el banco o las noticias o la policía eran proporcionados por la comunidad en la que se vivía.
Hoy así solo viven los gitanos.
Había reinos e imperios, claro que sí. Construían carreteras y pedían impuestos. Pero era un ente lejano que no se metía en el día a día de la comunidad. No había excedentes y lo poco que se conseguía de más era dado al señor a cambio de protección. Pero los reinos no hacían de trabajadores sociales, médicos o profesores. Además, las dificultades logísticas y de transportes hacían inviable intervenir en asuntos que se consideraban entonces triviales.
Esto implicaba que una persona que perdiera a su familia o, simplemente, una familia que no fuese aceptada por su comunidad, solo tuviese como alternativa para sobrevivir emigrar o convertir a sus hijos en soldados y a sus hijas en criadas o furcias.
Todo cambió de manera radical hace apenas dos siglos, algo ínfimo en la historia de la humanidad. La Revolución Industrial proporcionó al Estado medios de comunicación y transporte y puso a disposición del gobierno un ejército de funcionarios. Al principio las familias y sus comunidades fueron reacias a que sus hijos fuesen adoctrinados por sistemas educativos nacionalistas, que se alistasen en el ejército o que se trasladasen a la deshumanizada ciudad. Pero, con una celeridad inusitada, esos cambios se hicieron efectivos.
El Estado enviaba a sus policias para solucionar las disputas familiares y el mercado ofrecía más y más productos que eliminaba las costumbres de las comunidades.
Pero la forma en la que el Estado derrumbó para siempre el concepto de familia fue cuando convirtió al individuo en un ser superior. En un dios por sí mismo. Se le dijo al ser humano que era libre de casarse o no, de conseguir trabajo en cualquier lugar y de vivir donde uno quisiera. Ya se encargaría el Estado de ejercer de sustento, refugio, educación y bienestar. Ya se encargaría el mercado en darte todo cuanto te puedas imaginar. Ni siquiera Dios era ya un impedimento real. Ni el sexo ni la apariencia (aborto, cirugía estética) están fuera de nuestro alcance.
Y todo esto surgió en Europa debido a un proceso evolutivo que llevó a buscar respuestas a las preguntas. A usar la lógica y la razón. A explorar nuevos horizontes por el simple hecho de saber.
Volvamos al inicio de esta historia. Cuatro siglos antes que las carabelas españolas arribasen en lo que hoy es la República Dominicana, dragones vikingos llegaron a tierras norteamericanas. Siete décadas antes que Cristóbal Colón perpetrase lo imposible el almirante chino Zhou Man exploró las costas sudamericanas. Quizás los escandinavos no tenían la tecnología adecuada para ir más allá de Terranova, pero los asiáticos contaban con los medios suficientes. ¿Por qué entonces el avance vino desde Europa? Porque para los europeos el objetivo era expandir su conocimiento y abrir nuevos mundos. La expedición de Zhou Man pretendía demostrar que se podía hacer. La de Colón tenía como objetivo hacerlo para comprender porque se podía hacer.
De igual modo el deporte contribuyó a unir diferentes culturas y hacer más fácil la comprensión entre los que llamamos colonizadores y colonizados. Facilitando la comunicación y la razón, el deporte une diferentes mundos y ayuda a romper barreras culturales e idiomáticas. Cuando en el siglo XIX los docentes británicos codifiquen los deportes, el rugby o el criquet servirán de quilla para penetrar en lo desconocido.
El carácter emprendedor está en la misma idea de deporte. Para los británicos la idea de récord deportivo o la idea de apuestas está intrínsicamente ligada a la obtención de beneficios. El mensaje social era el de que quien obtuviera mejores resultados tendría garantizada una mejor y mayor producción industrial. Para ello era esencial el reglamento o la figura del árbitro que, como las leyes o el juez, garantizaba una pelea socialmente justa por un bien mayor.
Se crearon clubes deportivos por todo el mundo que emulaban a los fundados en Europa (concretamente Gran Bretaña) para reforzar las redes sociales de la élite, pero, al mismo tiempo, para dar voz y presencia a lo desconocido. No existió mayor forma de integración y comprensión de nuevas realidades que a través de la expansión del deporte.
La culminación de este proceso es la creación de los Juegos Olímpicos modernos en la Atenas de 1896. En los Juegos sólo existen disciplinas de origen eurocéntrico. Tan solo con el transcurrir de las décadas los deportes norteamericanos (baloncesto, voleibol…) cuestionarán tal afirmación, aunque desde mediados del siglo XIX todos conforman lo que llamamos Occidente. Solo el paso del tiempo, y un largo paso del tiempo, hará participes de los Juegos a deportes no europeos como el judo (Japón) o el taekwondo (Corea).
Al igual que le paso a Zhou Man, al resto de los chinos nunca les interesó expandirse más allá de sus fronteras. En tan milenaria y rica historia tan sólo cuentan con las últimas tres décadas como experiencia en política internacional. Fueron los europeos los que establecieron comunicación e intercambio con los asiáticos que, con la excepción de los mongoles, jamás experimentaron la necesidad de expandir sus conocimientos y buscar respuestas más allá de sus fronteras.
Al igual que el fútbol, el tenis o el rugby surgieron en la Gran Bretaña victoriana, otros deportes nacieron en Asia en la época contemporánea. En Tailandia surgió el sepak takraw, un deporte parecido al voleibol en el que solo puedes pasar la pelota al otro campo con los pies o con la cabeza. El kaddadi, deporte nacional en Bangladesh, es una especie de balón prisionero que levanta pasiones en el Asia meridional. Luego hay otras disciplinas mucho más conocidas y expandidas como el judo (Japón), taekwondo (Corea) o bádminton (India), pero aun así de escasa relevancia fuera del continente asiático. El ping-pong, deporte nacional chino, es practicado en millones de plazas y parques de todo el país gracias a la extensísima red de tablas de tenis instaladas desde los años 60. Y, no obstante, el ping-pong fue inventado en Gran Bretaña.
Ninguno de estos deportes ha sido capaz de servir de ariete para la expansión cultural asiática o como acerbo de comunicación y de intercambio de conocimientos. Si los europeos fundaron clubes deportivos por todo el mundo y alentaron la presencia y la práctica deportiva de los nativos, los asiáticos nunca cultivaron esa necesidad. La apertura y el crecimiento de Asia en las últimas décadas se mide en términos económicos, nunca en culturales. Es más, la integración de las artes marciales (las disciplinas más cosmopolitas de Asia) se debe al interés y la curiosidad occidental, jamás a una ambición asiática de extenderse más allá de sus fronteras.
Son el tenis, el baloncesto y el futbol los tres deportes que podríamos catalogar como globales, con amplia red de consumo y práctica en los cinco continentes. El primero es un deporte individual y los otros dos grupales, pero tanto en el baloncesto como en el fútbol la búsqueda del ídolo es incesante.
El individualismo. El individualismo es un proceso que va más allá de la Revolución Industrial. Es la era del posconsumismo o del posfordismo. Una era donde la individualidad es religión. La autoridad de los padres era sagrada. Hoy es violada continuamente. Cada vez se comprende más que un hijo desobedezca a sus padres y que los jóvenes culpen a sus padres de todo lo que no funciona en sus vidas. El individualismo no es una realidad surgida en Europa. Es estadounidense. Estados Unidos es el hijo que desobedece al padre. Juntos, norteamericanos y europeos, conforman el dominio de la cultura occidental.
Pero la individualidad ha tenido un precio. Por sí mismo el individuo no es capaz de enfrentarse al Estado. Al perder la noción de familia, el individuo se siente alienado y amenazado. Ha perdido sus necesidades íntimas, ha perdido lo que se daría en llamar ‘el sentido de la vida’.
Un sentido que ahora le otorga el consumo. Porque no somos individuos, somos consumidores que afrontamos continuos cambios radicales que nos impiden ser intergeneracionales. Confusos y solos hemos abandonado la fe por la razón ya que, ¿para qué creer en una vida mejor si esta vida nos ofrece todo lo que se puede soñar? Pero la razón no lo es todo en la vida, porque la vida es por definición imperfecta, pero somos tan tercos, tan necios, que en vez de buscar refugio en lo que fuimos renegamos de ello y buscamos otros referentes que nos hagan ser felices.
Ahí es donde el consumismo gana adeptos. Cuanto todos pensamos, hablamos, vestimos o comemos como se nos manda. O en el nacionalismo, glorificando mitos, símbolos y personajes a los que hemos exprimido para hacer propios. Y es en el deporte donde estas dos nuevas religiones terrenales, el consumismo y el nacionalismo, confluyen para llenar los espíritus vacíos de le era postindustrial.
Fue en Europa donde surgió el deporte, el romanticismo, las ideas nacionalistas y el consumo de masas. Es la vieja Europa la de la cultura, los mitos, el amor, las pasiones nacionalistas y la que dicta los cánones de la moda. Y es la vieja Europa la que comprendió el poder del deporte para colonizar, para vislumbrar y para intercambiar conocimientos. Fue Occidente, y solo Occidente, quien tuvo la audacia, el ingenio y, mayormente, la inquietud y la curiosidad de buscar respuestas y rebasar los límites del conocimiento.
“Una comunidad política no se sostiene de la nada o por conveniencia racional. Si no hay un cuento común a todos sus miembros (un cuento se puede discutir, matizar y reescribir) no hay forma de que un país funcione. Pero si el cuento es demasiado rígido y unívoco, como ocurre cuando está en manos de nacionalistas y se impone por decreto, la comunidad política acaba también disgregándose por asfixia. Un país obsesionado por su mitología es una dictadura inhabitable. Un país sin mitología, en cambio, no existe. Encontrar el equilibrio es el reto del patriotismo constitucional reformulado que no desprecia los sentimientos, aunque sí el sentimentalismo”. Sergio del Molino. “Contra la España vacía”:
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