Maradona (1ª parte): Ángel
Se ha dicho, se está diciendo y se dirá tanto sobre Maradona que tejer un nuevo camino en una selva de conocimiento se antoja imposible. Para intentar comprender como un futbolista de una nación secundaria ha sido capaz de abrir informativos y copar portadas de periódicos generalistas de medio mundo quizá nada mejor que trasladarse a Rosario, una ciudad situada al noroeste de Buenos Aires. Allí, hace un par de décadas, se fundó la iglesia Maradoniana y ha ido creciendo hasta sumar más de 500.000 fieles que rinden culto a D10S, rezan el padrenuestro del Diego y siguen los diez mandamientos en los que el súmmum es amar a Maradona sobre todas las cosas.
De todo lo que he leído sobre D10S lo que más me impactó son unas palabras de Emilio Butragueño en un reportaje sobre México 86 que vi hace ya unos cuantos años. Butragueño, descollante estrella en aquella cita con un póker de goles ante Dinamarca, declaraba que la superioridad de Maradona era tan apabullante que hubiese sido campeón del mundo con cualquiera de las selecciones octavo finalistas. Parece una bravuconada teniendo en cuenta que en ese grupo de 16 selecciones estaban Paraguay, Bulgaria o Marruecos, pero si uno repasa los vídeos de aquel Mundial descubrirá que lo imposible se hizo carne. Maradona practicó un fútbol tan sublime que sus compañeros tuvieron que defenderse y pedir perdón por no ser lo suficientemente buenos.
Quizás Maradona es el más grande. Es cierto, no se debe comparar épocas distintas. Pero la grandeza del Pelusa, su mote favorito puesto por su madre debido a su frondosa mata de pelo, radica en que ganó él sólo. Ni en Nápoles ni en Argentina (por favor, echen un vistazo a la plantilla albiceleste de finales de los 80 y compárenla con la de inicios del 2010) tuvo acompañantes que al menos fuesen capaces de amamantar sus ubres. Pelé ganó con cómplices excelentes, Cruyff fue dueño de un estilo pero no sometió con su fútbol y tan sólo Di Stéfano convirtió en grande a un equipo. Pero es que Maradona lo hizo por partida doble. Lo hizo al sur de Italia y lo hizo convirtiéndose en prócer de una nación. Fue Di Stéfano, pero al mismo tiempo fue Carlos Gardel y Evita Perón.
Cuando se quiere comparar a Messi con Maradona en Argentina se llevan las manos a la cabeza. El principal axioma es que Leo es un pecho frío, gambetea, pero no enamora. Pero el problema de fondo es otro. Messi fue moldeado en una de las mejores escuelas futbolísticas del mundo y ha estado rodeado de los mejores jugadores del planeta. Maradona aprendió sólo, en un barrio privado de luz y de agua corriente y tuvo que cargar a sus espaldas con compañeros que sin él hubiesen naufragado. El debe del Pelusa es que su brillo fue efímero mientras que el de Messi es extraordinariamente longevo. Maradona tuvo 20 años de carrera. Siete fueron de crecimiento, cinco de esplendor y en el resto hubo más de demonio que de ángel.
Maradona tenía la pata izquierda más sensible que ha parido el fútbol. Le hemos visto dar toques a llaveros, bolas de papel de aluminio, botellas y, dicen, que hasta cartones de leche. Una vez se le contaron 79 golpecitos a una naranja. Decía Di Stéfano que el baloncesto no le interesaba porque no tenía nada de especial acariciar un balón con una mano. Maradona tenía en su pie siniestro más sensibilidad que la mayoría de los mortales en su mano derecha. Sus calentamientos son tan recordados como sus exhibiciones en los partidos. El deplorable año que pasó en Sevilla dejó pinceladas de su arte, pero quizá ninguna como una legendaria durante una tarde napolitana de 1989.
Maradona es D10S porque jugaba en un fútbol donde los entrenamientos se hacían con espinilleras, los partidos se bailaban alrededor del barro y los defensas en vez de piernas tenían tijeras. La colección de patadas que guardaba Maradona en sus tobillos es enciclopédica. Y no se caía. Seguía y seguía. Un pecho caliente. Era como Messi, pero más gordo (barrilete cósmico), más visceral, más humano. “Pelé es Beethoven, pero yo soy Ron Wood, Keith Richards y Bono, todos juntos. Porque yo soy la pasión del fútbol”, dijo el Pelusa en una ocasión.
Dejó goles increíbles. Seguramente el más famoso de todos los tiempos. Una carrera contra la historia bajo un sol abrasador donde un ser escuálido, diminuto y a la vez gigantesco durmió la pelota con su empeine hasta llevarla a las redes inglesas. Jorge Valdano diría que a medida que pasaban los segundos pasó de reclamar un pase a rezar para que no le llegara el balón, y así poder apreciar aquella sonrisa de un niño, aquella camiseta azul de un rey y aquel pantalón negro que tumbaba cinturas inglesas.
Maradona es Argentina, es Nápoles, pero también es Boca. Pocos recuerdan que se hizo famoso en Argentinos Juniors, primero como pibe que gambeteaba, hacía malabares en los descansos de los partidos de los mayores y anotaba tantos lanzando desde detrás de la portería. Después, de adolescente, como competidor y goleador implacable. Hugo Gatti lo llamó pequeño gordito y al domingo siguiente Maradona le metería cuatro goles en un partido. Fue su último año en Argentinos. La temporada siguiente Gatti le rendirá pleitesía cuando el Pelusa se convierta en el faro de Boca.
Era un genio salvaje, en palabras de Santiago Segurola. Fantasía con botas, pura imaginación. No ganó el Balón de Oro, de aquella no podías ganarlo si no eras europeo, pero ni falta que hizo. Platini, el chico perfecto, el otro ’10’ que le discutía su reinado en los 80 ha sido taxativo: “Zidane hacía con un balón lo que Maradona hacía con una naranja”. Conviene recordar que cuando Zizou se retiró Platini se apresuró a decir que Zidane había sido mejor futbolista que él. También es preciso acordarse que cuando Maradona y Platini se retaban en un rectángulo de juego el Calcio era, y con amplia diferencia, la liga más fuerte del mundo.
En Nápoles Maradona sustituyó a San Gennaro. Dio orgullo a los ‘terroni’, a los inferiores, a los olvidados del sur de Italia, y todo a pesar de cambiar las jornadas de entrenamiento por los días de fiesta. Los perros iban con pelucas del Pelusa y la estatua de Dante llevaba una camiseta del 10. Nos quedan sus vídeos, una colección de diferentes maravillas. Como aquella vaselina imposible ante el Estrella Roja o aquella parábola perfecta dentro del área en un duelo trascendental ante la Juve.
Su estela en el fútbol, en el deporte, es colosal. Elevó lo extraordinario a lo cotidiano y por vez primera lo hizo a color y con todos y cada uno de sus partidos televisados. Era fuerte, ágil, felino. Era un futbolista que hacía realidad los sueños. No sé si fue un napolitano o fue un argentino, pero alguien tuvo la fortuna de decir que a Maradona no se le juzga por lo que hizo en su vida, se le ama por lo que hizo en las nuestras.
La gente que quiere al fútbol quiere a Brasil. La gente que ama el fútbol ama a Argentina. Sus ojos maliciosos, su cabello descuidado y su sonrisa descarada lo convirtieron en un cara sucia. La gente lo adora igual que adoró a Lady Di. La gente lo quiso a pesar de sus defectos. Gracias a sus defectos. Porque era humano. Maradona es la perfección de la imperfección. En Argentina es el pibe lindo. El chico de la calle. Habilidad, picardía y diversión antes de que la responsabilidad matase al fútbol.
Una vez que los primeros europeos se asentaron en Sudamérica y soltaron amarras con la patria, los sudamericanos (los criollos) comenzaron a autogobernarse y a luchar por su prosperidad siguiendo sus propias reglas. En la psique del sudamericano nunca se va a confiar en las leyes como un código benigno que promete seguridad, sino como algo a evadir. Por eso Messi nunca será Maradona. Porque además de gambetear, hay que protestar, hay que luchar. Hay que ser un ángel con cara sucia.
“Sólo por lo que hizo en esos 100 metros por 70 le valió la pena la vida. A él y a la gente. Toda Argentina le llora y todo aquel al que le gusta el fútbol también. Hasta la pelota llora.” Jorge Valdano, compañero de Maradona en el Mundial de México 1986.